viernes, 29 de abril de 2011

Lo bello y lo triste

«Eran seis butacas giratorias que se alineaban sobre el lado opuesto del vagón panorámico de aquel expreso a Kioto. Oki Toshio observó que la del extremo giraba en silencio con el movimiento del tren. No podía quitar los ojos de ella. (…) Al contemplar aquel sillón giratorio que se movía ante sus ojos en un vagón vacío, Oki se sintió solitario. Los recuerdos comenzaron a aflorar en su memoria».

Con este pasaje, Yasunari Kawabata inicia el tenue lamento de lo bello y lo triste, adjetivos que epigrafian el último libro que habría de escribir y luego publicar en 1969, un año después de haber recibido el premio Nobel y tres años antes de suicidarse. Es de suponer que el suicidio de Kawabata, tal y como ocurría con el violento desenlace de sus historias, correspondiera a una revelación súbita de una presencia sublime.

Esa visión epifánica se había traducido para Kawabata en una actitud estética ante la vida, dominada por el encuentro menudo con lo triste, a partir de esa extraña aflicción que produce la belleza cuando ha sido descubierta en medio de la más profunda soledad. Así, en una conferencia que dictó en Hawai en 1969, titulada «La existencia y el encuentro con la belleza», Kawabata relata cómo una mañana, solo, en un hotel lujoso, contempló una serie de mesas dispuestas en una terraza, sobre las cuales había cientos de vasos colocados boca abajo brillando como diamantes bajo el sol. Esa visión que nunca antes se le había revelado le causó un rapto tal que le hizo concluir que la literatura no hace sino registrar encuentros tales con la belleza: «Y esa belleza que se desvaneció en forma tan repentina podría ser recuperada por algún escritor que la transformara en una conmovedora obra de arte».

Umberto Eco reafirma esta estética vital: «Hay momentos en los que (…) las cosas se nos muestran bajo una luz nueva (…): aparecen, simplemente, con una intensidad que antes nos resultaba desconocida, y se presentan cargadas de significado, de modo que comprendemos que solo en ese momento hemos tenido la experiencia completa de ellas, y que la vida merece ser vivida tan solo para acumular tales experiencias».

«Pero la razón por la cual Otoko deseaba pintar la plantación de té de Uji no era sólo el placer que le causaban las ondas de diferentes matices de verde. Después de romper con Oki había huido a Kioto con su madre, pero había efectuado varios viajes a Tokio. Lo que más recordaba de aquel período eran los campos de té contiguos a Shizuoka, vistos desde la ventanilla del tren. (…) Pero ante el espectáculo de los campos de té, la tristeza de la separación la había oprimido repentinamente. (…) Quizá fuera su melancólico verde y las melancólicas sombras crepusculares de las hondonadas lo que había provocado su dolor».

En Kawabata lo bello se traduce en la añoranza de quienes se ama como posibilidad de comunicarse momentáneamente y vibrar, alguna vez, en compañía; lo triste sobreviene por la reafirmación prolongada de su ausencia y, en consecuencia, por esa imposibilidad de ser amado que deviene, finalmente, en soledad. Así, el éxtasis embriagador inicial de la belleza termina por arrojar al amante en un leve y paulatino desconsuelo. Lo bello y lo triste es, al mismo tiempo, ascenso y caída, goce y turbación, suspensión que termina en dulce desdicha.
Kawabata reconoce que la tristeza, en una encarnada simbiosis, vierte profundidad y densifica la belleza, pues desde adentro la posee como un espíritu lánguido y arrullador que suaviza cada uno de sus gestos. En este sentido, las mujeres jóvenes de Kawabata son fuente de belleza pura porque aparecen nimbadas por un misticismo cargado de conmovedora sensualidad. «De no ser por la mirada melancólica cuando pensaba en Oki, nadie habría advertido su tristeza. Y hasta esa ocasional sombra sólo contribuía a acentuar su belleza». Lo bello y lo triste solo los disfruta en su total complejidad aquel que puede disfrutar ambos.

En su discurso «El bello Japón y yo», pronunciado durante la ceremonia de la Academia Sueca, Kawabata confiesa ya hacia el final: «Al contemplar la belleza de la nieve, de la luna llena, de los cerezos en flor, es decir, cuando despertamos ante las bellezas de las cuatro estaciones y entramos en contacto con ellas, cuando sentimos la felicidad de habernos encontrado con la belleza, es cuando más pensamos en quienes amamos y deseamos compartir con ellos esa felicidad. La emoción ante lo bello despierta fuertes anhelos de amistad y compañerismo, de modo que la expresión ser querido puede ser tomada como equivalente a ser humano».

«La charla en lengua extranjera lo hacía sentirse más solitario. La butaca que giraba en el vagón panorámico volvió a su memoria. Era como si viera su propia soledad, que giraba y giraba dentro de su corazón».

En contraposición a lo triste, lo bello emerge también del momentáneo roce de almas, de ese extraño consuelo que procura la comunión entre los amantes justo en el instante antes de perderse definitivamente. «El solo hecho de estar sentados allí, próximos el uno al otro, creaba una corriente de sentimientos entre ambos. *** Otoko se volvió y Keiko extendió la mano para acomodarle unos cabellos que le caían sobre la nuca. *** Keiko se arrodilló junto a su maestra y levantó una taza de té verde, mientras sus rodillas rozaban las de Otoko. *** Taichiro sintió las largas pestañas de Keiko entre sus labios. *** Keiko apoyó su mano sobre la de él y se la acarició con el dedo índice». Justo después de este sutil y breve connubio, nuevamente, brota de los amantes ese acorde triste de la separación. «Se hizo un repentino silencio cuando desde el paseo junto al río ascendió el lamento de un violín chino y las melodías de unos músicos ambulantes».

Así, para Kawabata, en Lo bello y lo triste palpitan los sonidos de la infancia, las campanas de las viejas festividades japonesas, los ecos estivales de la muerte que lo arrojó en la orfandad prematura, las pulsiones del recuerdo, todo esto, a su vez, abrazado al lirismo de la temprana primavera, a los ademanes de la naturaleza del Japón, a la poesía lacónica de sus paisajes, a las torsiones del espíritu y al arte vivido en la más absoluta soledad.

«¿A qué obedecían esos repentinos sentimientos? ¿Serían una consecuencia de su visión del loto en llamas? Empezaba a creer que el loto era Keiko. ¿Por qué florecía aquel loto en medio de una hoguera? ¿Por qué no se marchitaba?».

Lo bello y lo triste: un loto en llamas.

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