lunes, 4 de abril de 2011

Isabel, entre comillas


Isabel Calvo es la profesora de una asignatura nueva: Literatura y experiencia. Llegó de rojo el jueves pasado: con un vestido rojo, una cinta roja en el pelo y gafas rojas. Tenía, además, cierta tortícolis que la hacía interrumpirse entre frases y que la dejaba paralizada con cada corrientazo nervioso. 

—Perdonen, chicos, es que este cuello me está metiendo mucha caña. 

Había algo en ella que me recordaba a esos personajes teatrales de Almodóvar. El caso es que entre un espasmo y otro, nos preguntó directamente por qué escribíamos y nos pidió que nos presentáramos y respondiéramos esa, entre otras preguntas.

—Anda, chiqui, tú —dijo señalando con la mirada, inclinada sobre el escritorio con los brazos cruzados—. ¿Cuál es tu nombre?
 —Silvia.
—¿Sí? —replicó frunciendo el ceño. 

Silvia bajó un poco la vista para confirmar que esa mañana —me imagino— no se hubiese despertado en el cuerpo de Pamela o de Sofía. Luego se volvió hacia nosotros buscando aprobación, como para que le dijéramos con algún gesto «Sí, Silvia, eres tú». 

—Sí. Silvia —reafirmó en voz alta después de unos segundos en frío, aliviada por la certeza de su nombre.

Isabel sonrió (menos mal que Silvia no es Pessoa; quizá no hubiese salido tan fácilmente ilesa del interrogatorio). Aunque me pregunto si Isabel —hasta que se demuestre lo contrario, la llamaremos así— convive con esa duda prohijada por la convicción de que en literatura no hay nombres exactos —solo aproximados— o de que, al menos, nunca tenemos un solo nombre. También cabe la variable de que ella, generalmente, no se llame siempre Isabel —solo, más o menos, Isabel— o de que, alguna vez, cuando la han contactado de Jazztel o de Iberdrola y le han preguntado «Por favor, ¿hablo con la señora Isabel Calvo?» ella se haya quedado perpleja y haya tenido que sacar el espejo del estuche de maquillaje para mirarse y responder con un interrogativo «¿Sí?». Como diciendo «¿Tú crees? ¿Así me llamo todavía?». Como si los nombres desertaran, se cansaran de uno y lo dejaran anónimo o como si se estropearan de tanto uso y hubiera que reemplazarlos al modo de los zapatos o de los coches. 

Ahora que lo pienso, sería un atentado potentísimo contra el terrorismo psicológico de todas estas empresas: «Perdone, jefe, he llamado a cerca de trescientas personas en el día de hoy para ofrecerles nuestros servicios pero ninguna está segura de llamarse por su nombre. ¿Cómo hacemos en estos casos?». Y el jefe, seguramente, le diría (porque harán todo antes de dejarte en paz): «Pues contacte con su álter ego. Que firme contrato el heterónimo». Estoy segura de que Jazztel e Iberdrola, Movistar y Orange y Vodafone han dado más heterónimos al mundo que la propia literatura; gracias a todo ellos y a la lista que les sigue, más de uno hemos deseado cambiarnos de nombre, no ser más, ¡por favor!, el nombre que somos. «¿Lorena Briedis? No, no, se equivoca. Soy Wislawa Szymborska y no pienso deletrearlo». Esto de la esquizofrenia innata a todo escritor sabemos que podría dar para interminables digresiones; sin embargo, me detendré aquí. 

Pero antes de terminar, habría que preguntarle a Irigoyen cómo haríamos, en estos casos, para recibir el premio Nobel sin acabar en una trifulca de violencia por alteridad. Este trastorno seguro que existe. ¿A que sí, Isabel?

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