viernes, 22 de abril de 2011

Volvamos a Comala

Una de las procesiones más lacónicas y más festivas que puede hacerse esta Semana Santa es el recorrido de las veinticinco fotografías de Juan Rulfo que expone la Fnac de Callao, a propósito del 25° aniversario de la muerte del escritor mexicano. Es una peregrinación, en su mayoría, sobre las piedras de Jalisco —las de Comala—, un camino sobre esa tierra quebrada que entraña las voces de los muertos, de sus personajes. Las piedras, en las fotografías de Rulfo, se aíslan en la pirámide de algún dios, se oprimen en el rostro de un Cristo, se arruinan en las casas solas, se anidan en los matorrales, enlutan las iglesias, resquebrajan los campos, dilapidan el paisaje, ayean. 

Acceso al atrio y templo de Yecapixtla, década de 1950

Quizá por estas piedras Pedro Páramo sea un libro de murmullos y, por ellas, haya pensado así en llamarlo: Los murmullos. Quizá por estas piedras Rulfo se enmudeció después de escribirlo y se consumió en esa «estética del silencio» de la que habló Susan Sontag y que presintió en su trabajo fotográfico. Rulfo calló después de escribir la historia de Comala —de Tuxcacuesco, su pueblo natal—, ese lugar arruinado sobre «un montón de piedras calientes que se desmoronaron en mitad del páramo». Eso fue lo que encontró cuando regresó muchos años después: un desorden de lápidas y solo «voces quebradas, deshechas, solo unidas por el hilito del sollozo».

«—Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas como cansadas de reír. (…) Sí, este pueblo está lleno de ecos». Todo esto dice Rulfo a través de Damiana Cisneros, se lo dice a Juan Preciado, al hijo de Dolores que ha vuelto a Comala para buscar a su padre y donde encontró la muerte.

«—Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos». Le confiesa Juan Preciado abrazado a ella en el mismo sepulcro, bajo las mismas piedras.  

Autorretrato de Juan Rulfo en el Nevado de Toluca, década de 1940
En estas veinticinco imágenes está fotografiada la soledad de los hombres y las mujeres de esas breñas, en las que, como los habitantes de Comala, esperan algo, no se sabe qué exactamente, hasta que se disuelven como sombras: las ancianas de la calle Cardonal, las tres mujeres mixes barbechando, surcando la tierra, revolviendo las voces de los muertos; los hombres que esperan escuchar la música de unos instrumentos abandonados sobre una colina pétrea, una anciana que teje como una parca olvidada en el umbral de una casa sola. Y allí está el propio Rulfo en su autorretrato, sobre el Nevado de Toluca, escuchando el rumor del silencio y esas voces apagadas en la «más remota lejanía». 

Como Pedro Páramo, la exposición es un viaje al olvido para rememorar, para hacer memoria. No en vano, la novela está situada en los confines de la Revolución Mexicana, que olvidó mucho, que arrasó y olvidó a muchos pueblos y a mucha gente.  La novela y las imágenes arrojan la certeza de que, en Latinoamérica, la verdadera historia la cuentan los muertos, como dijo en una ocasión —si no me traiciona la desmemoria latinoamericana—  el propio García Márquez. Pero contra ese olvido, se erigen las piedras de los paisajes de Rulfo con sus rumores, sus gritos, sus ecos: con su acústica del recuerdo, ese monumento escombrado pero fragoso. 

Y sin embargo, al final de un vía crucis de piedras, aparece la carne: una fotografía de Clara Aparicio de Rulfo, de Susana San Juan: de la carne milagrosa, del amor cuando era posible amar en Comala. Esta última fotografía le ha conferido, para mí, un nuevo final a la novela. Allí, en el libro, Pedro Páramo, luego de la muerte de Susana San Juan la única mujer que amó y cuya indiferencia fue su más ardiente castigo, se va «desmoronando como si fuera un montón de piedras»: así termina la novela. No obstante, Clara Aparicio es la última imagen de este imaginario: es la piedra hecha carne. Es la imagen de la vida rediviva, del amor recobrado, sin más. 
Clara Aparicio de Rulfo, 1948

Es como si, de nuevo, Pedro Páramo viera cómo se sacude el paraíso «dejando caer sus hojas» y como, en lugar de verlos partir por ese camino que todos escogían, toda Comala volviera y, con ella, Susana, a quien le habla justo antes de morir, es decir, antes de renacer.

«—Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Suana San Juan». 

Comala, con esta última imagen fotográfica, deja de ser ese pueblo de adioses. Es más que un «puro murmullo de la vida». Este jueves santo sentí que podíamos volver a Comala.

1 comentario:

  1. Lorena,
    Hay una película -que se debe conseguir en esa misma FNAC de Callao- que se llama "Del olvido al no me acuerdo". Es de Juan Carlos Rulfo, el hijo del escritor, donde rastrea la memoria de su papá para conseguir que realmente nadie se acuerda. Es una gema, búscate ese documental que es una belleza.
    Un abrazo

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