sábado, 16 de abril de 2011

La tinta invisible de algunos astros


Cuando descubro un libro y me descubro, pienso en los libros que nunca conoceré, en los libros próximos e imposibles de mi biblioteca que no me están destinados y en los que posiblemente, sin saberlo, se encriptan algunas claves propias. Reflexiono sobre ello y me sorprenden los versos de Borges:
 
            Ahí están en los altos anaqueles,
cercanos y lejanos a un tiempo,
secretos y visibles como los astros.
 
Esos libros nunca los recordaremos. Nunca brotarán de sus páginas frases que en un momento vertiginoso puedan rescatarnos o sostenernos; mucho menos un pasaje que pudiera advertirnos al modo de un deja vu de los peligros de tal o cual aventura. Y, sin embargo, estamos implícitos en sus leyes, en capítulos enteros o en hexámetros exactos alguna imprenta tatuó fragmentos de nuestra vida. Ese extraño que los escribió quería hablarnos, quiso hablarnos veinte años antes, hace dos siglos pero sólo lo sabríamos si se nos revelaran esas largas epístolas que serían sus libros pero que nunca, nunca leeremos y que quizá, para esta hora, ardan en alguna hoguera porque sus verdades nos serían irresistibles.
 
Sin embargo, las líneas de nuestra mano han de prolongarse en las nervaduras de sus hojas y en las hojas de los libros que se nos han abierto como un oráculo. Precisamente por ello, siempre he sentido cierto pudor por revelar en público, ya sea en el vagón del metro o en la terraza de un café, el libro que leo. Temo estar exponiendo ingenuamente secretos recónditos que un desconocido pudiera anticipar acerca de mí, incluso antes de que pudiesen manifestárseme; temo que alguien más pudiera intuir las necesidades más íntimas que me han acercado a un libro o deshilachar el enigma que se ha urdido hasta encontrarlo. No me refiero, claro está, a la lectura indiferente u ociosa, sino a aquellos textos que se develan como espejos nítidos ante nosotros, en los que nos vemos reflejados en la incandescencia de sus palabras. «Yo temo que ahora el espejo (o el libro) encierre / el verdadero rostro de mi alma, / lastimada de sombras y de culpas, / el que Dios ve y acaso ven los hombres», confiesa Borges.
 
Nuestros libros, esos libros que han decidido hablarnos y que nos desocultan los reconocemos enseguida por dos razones: la primera, porque los leemos en soledad; la segunda, porque no los prestamos. La tinta con la que hemos subrayado ya es una savia propia; detrás de las palabras que cualquiera pudiera leer nos está reservada otra lengua madre que nada más a nosotros nos habla y nos abriga, y en su fondo, como en los estanques de la infancia, fulguran las imágenes de nuestra vida.
 
Mis libros —prosigue Borges— (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como este rostro
(…)
que vanamente busco en los cristales
y que recorro con la mano cóncava.
(…)
pienso que las palabras esenciales que me expresan
están en esas hojas.
 
Quizá alguien coincida en la creencia de que los libros que nos son indispensables nos han sido concedidos como los misterios y, como tales, generalmente, nos proponen una reflexión que podría ser la alquimia de un aprendizaje profundo hacia una vida más humana. En esa medida es en la que la lectura se nos presenta como un privilegio de compenetración con nosotros mismos y con las complejidades tanto de la existencia como de la realidad; de ese modo, cesan de ser simplemente «monumentos a la distracción» tal y como lo denuncia el poeta Rafael Cadenas en su ensayo de 1979, Realidad y literatura. «Tradicionalmente —apunta— se ha considerado que la finalidad (de la literatura y de la poesía) es crear belleza mediante la imaginación; no mostrar, descubrir, revelar lo que existe. (…) En lugar de sacudir (al ser humano), lo arrulla; lo mece, no lo estremece».
 
Pero los libros que nos aguardan entre estrechas constelaciones exigen preparación. Hace nueve años, cuando estudiaba en Duino, la profesora del curso de Español nos hizo leer la I Elegía de Rilke. En aquel momento, a los dieciocho años, Rilke se me hacía inaccesible. Pero años después cuando volví a Venezuela me siguió y fue allí, muy lejos de Duino, el lugar natal de sus Elegías, donde me acerqué a él al punto de convertirse en uno de mis poetas más necesarios. Lo que distaba entre Rilke y yo en aquellos primeros años de contacto era un trecho de vida no vivida que tenía que desarrollarse para llegar hasta él; mudanzas lunares, vueltas de sol, eclipses, tormentas, deshielos: vida de preparación para un posible encuentro. En este sentido, Ezra Pound acierta al proponer que los libros deben vivirse, además de leerse o, mejor dicho, deben vivirse para leerse y leerse para vivirse: «Los hombres no comprenden los libros hasta que han vivido una considerable porción de la vida. En todo caso, ningún hombre comprende un libro profundo mientras no haya visto y vivido al menos en gran parte de su contenido. Los prejuicios contra los libros han aumentado por culpa de la estupidez de los hombres que se han limitado a leer los libros».
 
Confío, sin embargo, en que esos libros que nunca leeré se me irán revelando en la vida, donde resultarán, al final, prescindibles. Y algunos hemos de vivirlos no para poder leerlos luego, sino quizá para escribirlos. Aún así, cada vez que algo ordinario o extraordinario me ha sucedido he querido fantasear e intentar reconocer quién y cómo lo habría escrito. Sé, por ejemplo, que ese día indefenso pudo haber sido de un Chéjov, no de Chéjov, sino de algún desconocido que hubiese podido relatar con sensibilidad consanguínea aquel día en páginas que nunca leeré. De ese mismo modo, sé también que las oblicuidades sentimentales de aquel viaje pudieron escribirse con la caligrafía de un Lawrence Durrell, que cada día era de ese modo por un Kafka, que casi no nos dijimos nada en aquella despedida por un Cadenas y que aquellos días pasaron así, musicalmente, por un Montejo.
 
¿Quién anota por nosotros esos pasajes de nuestra vida que nunca veremos escritos? ¿Quién los edita? ¿Quién hace un verso, una línea que los rescate del olvido? Pareciera que durante años y años nos damos a la diligente tarea de ordenar enormes tomos de silencio que el tiempo va apilando sin orden alfabético en el revés de nuestra biblioteca. Pero entre ellos, estarán los libros esenciales, espejos que otros lustraron por nosotros para descubrirnos; astros terrestres, lunas caídas, en los que quizá pueda adivinarse el único libro que verdaderamente nunca leeremos: el de esa galaxia secreta y visible que fue nuestra vida.

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