Ayer conocí a Ana María Matute sin conocerla. Quiero decir: la vi y la escuché por primera vez en vivo, sin haberla leído nunca, en la conferencia que organizó el Círculo de Bellas Artes, a propósito de la celebración de la Noche de los Libros en Madrid. Miento. La había visto antes; la había visto por primerísima vez la mañana de ayer, en las pantallas del Carrefour cuando estaba recibiendo de manos del rey Juan Carlos, en Alcalá de Henares, nada menos que el premio Cervantes con el que solo han sido galardonadas dos mujeres más: la filósofa María Zambrano (1988) y la poeta cubana Dulce María Loynaz (1992).
Ana María Matute apareció en el podio de la sala Valle-Inclán en su silla de ruedas. Allí se encumbró una señora ínfima y portentosa que lleva, a la par, la fragilidad y el brío de ochenta y cinco años a cuestas. Y con la certeza que le otorgan esos escaños reafirmó frente a todos los presentes que «la infancia es más larga que la vida» y que «un niño no es el proyecto de un hombre, sino que un hombre es lo que queda de un niño». Nos habló, así, de su muñeco Gorogó, un regalo de su padre que todavía conservaba y quien, nos dijo, ha sido su compañero de confesiones: «Yo le hablo y sé que él me comprende».
Nos contó algún cuento, habló de la soledad de la infancia y de la preeminencia de la lectura en los niños y nos confesó que cuando escribía para ellos intentaba crear finales felices: «No vaya a ser que los niños dejen de leer porque las historias los hacen llorar. Aunque está bien que lloren. Luego llorarán mucho más». Respondió sin entresijos a las preguntas que le hizo el escritor y moderador del evento Gustavo Martín Garzo, corrigió alguna falsa aseveración que le habían atribuido y hasta regañó en público a una mujer que se atrevió a confiarle —como una gran hazaña— que cuando les contaba sus cuentos a los niños a veces modificaba algunos personajes. Mejor que no.
Con la misma franqueza de la enmienda y de la censura suscribió que «el amor es una maravillosa equivocación» y que en el mundo debería haber más equivocaciones como esas. Dijo que la escritura es una forma de protestar contra un mundo que no comprendemos, que ha sido su forma de estar en el mundo, que «el que no inventa no vive» y que ella está viva porque no ha dejado de escribir: «Mi vida ha sido una vida de papel».
Luego de que acabó la conferencia, tuve que correr a la Escuela para la clase de Lectura Crítica. Cuando llegué, le comenté a Ignacio Ferrando que había estado en el encuentro con Ana María Matute. «Esa sí que es una escritora de verdad», casi exclamó Nacho. En el discurso del premio Cervantes —el más corto de todos los que ha recogido el galardón—, Matute había dicho una gran verdad que lo había emocionado: «En la literatura de verdad, no la de la fiestas y el espectáculo, se entra con dolor y lágrimas». Lo dijo esa mujer que dejó de escribir durante veinte años de «mucho sufrimiento».
La vida de Ana María Matute ha sido, ciertamente, una vida de papel, de un papel blanco que ha llevado en la solapa.
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