domingo, 18 de diciembre de 2011

Hiroshima, cheewing gum



Ayer tuvimos la última Aula Creativa de este año con Amparo Seijo: Taller de desestereotipación. Así se llamó al encuentro. Jugamos a estereotipar y a romper estereotipos, a explorar la funcionalidad y las posibilidades de los personajes planos y a reconocer la transfusión de los propios prejuicios a la escritura.

Una de las conclusiones generosas de Amparo se cerró sobre este pensamiento: «El escritor crea orden. Un marginal es diferente a un artista porque el artista rompe para reconstruir y dar sentido».

El que copio a continuación es uno de los ejercicios del taller. Consistía en estereotipar a un personaje a partir del grupo al que pertenece y subrayar el prejuicio para luego romperlo. Este texto, por espontáneo, me divirtió mucho.

Los gordos somos la bomba. Aunque un gordo jamás se hubiese dejado caer sobre Hiroshima. No así. En la imaginación de un gordo Hiroshima sería un chicle esponjoso, un globo elástico y fucsia que se adhiere a la cara como una máscara al reventar y que las chicas te arrancan con las uñas y te devuelven a la boca encantadas como a los críos. Los gordos no hacemos más que masticar. Siempre estamos masticando, pero casi nunca en público. En público solo goma y sacarina: Hiroshima, chewing gum. Recuerdo aquella chica con la que salí un par de veces: «Como es que estás así, nene, si tú ni comes. Nomás masticar puro plástico». Y yo sonreír y tragar saliva y, cómo no, hincharme los mofletes con plástico y pujar un globo fucsia y verlo reventárseme en la cara de un manotón. Es que somos la bomba, los gordos. Un amor de Hiroshimas.

viernes, 16 de diciembre de 2011

El evangelio según...

Juan Carlos Onetti

Desde las catacumbas literarias


«Por un tiempo siguieron llegando y saliendo cartas, y de repente una noche ella apagó la luz cuando estaban en la cama y dijo: “Si me dejas, te voy a contar una cosa, y tenés que oírla sin decir nada”. Él dijo que sí, y se mantuvo estirado, inmóvil al lado de ella, dejando caer ceniza de cigarrillo en el doblez de la sábana con la atención pronta, como un dedo en un gatillo, esperando que apareciera un hombre en lo que iba contando la mujer. Pero ella no habló de ningún hombre y, con la voz ronca y blanda, como si acabara de llorar, le dijo que podían dejarse las bicicletas en la calle, o los negocios abiertos cuando uno va a la iglesia o a cualquier lado, porque en Dinamarca no hay ladrones; le dijo que los árboles eran más grandes y más viejos que los de cualquier lugar del mundo, y que tenían olor, cada árbol un olor que no podía ser confundido, que se conservaba único aun mezclado con los otros olores de los bosques; dijo que al amanecer uno se despertaba cuando empezaban a chillar pájaros de mar y se oía el ruido de las escopetas de los cazadores; y allí la primavera está creciendo escondida debajo de la nieve hasta que salta de golpe y lo invade todo como una inundación y la gente hace comentarios sobre el deshielo. Ese es el tiempo, en Dinamarca, en que hay más movimiento en los pueblos de pescadores. También ella repetía: Esbjerg er naerved kystten, y esto era lo que más impresionaba a Montes, aunque no lo entendía: dice él que esto le contagiaba las ganas de llorar que había en la voz de su mujer cuando ella le estaba contando todo eso, en voz baja, con esa música que sin querer usa la gente cuando está rezando. Una y otra vez. Eso que no entendía lo ablandaba, lo llenaba de lástima por la mujer —más pesada que él, más fuerte—, y quería protegerla como a una nena perdida. Debe ser, creo, porque la frase que él no podía comprender era lo más lejano, lo más extranjero, lo que salía de la parte desconocida de ella. Desde aquella noche empezó a sentir una piedad que crecía y crecía, como si ella estuviese enferma, cada día más grave, sin posibilidad de curarse»

Esbjerg, en la costa (1946).

jueves, 15 de diciembre de 2011

Las parábolas de Javier Sagarna



Apuntó tres pecados. Recuerdo, alma y alféizar. Esas fueron las tres cruces de su homilía en la última clase de Proyectos. Tres palabras que prohíbe en los textos a modo de ejercicio franciscano (o, quizá, jesuita, habría que preguntarle).

«La palabra recuerdo refiere obviedades». Dice que cuando se habla en pasado, cuando se cuenta una historia en retrospectiva, desde la memoria de lo acontecido, la conjugación del verbo recordar refiere, en cierto modo, una redundancia. Equivaldría, por extensión, a todas las aclaraciones superfluas con las que minamos la escritura. «Porque nunca podemos olvidar que el lector es inteligente y sensible».

La palabra alma encabeza, en este ayuno inflingido, toda la palabrería que sirve de escapatoria para no profundizar en el trabajo de la escritura, en la resistencia al cliché, ese torno laborioso en el que el arte se forja según Brodsky. «Escribir algo como “se me quebró el alma” es un mecanismo tópico para evitarnos el esfuerzo que implica decir algo que verdaderamente nos ataña, algo de veras personal». Esto me remontó al famoso «pecado de pereza» con el que Alfonso, nuestro profesor de Técnicas narrativas II, regañaba los textos.

Para la palabra alféizar, Javier se valió de una historia en un taller de escritura orientado por Ángel Zapata. El elemento primario del relato de una chica del curso debía estar sobre un alféizar. «Pero nadie logró verlo y el relato perdió todo sentido porque la palabra alféizar era más grande que la del objeto al que debíamos nuestra atención. Lo único que se veía era el alféizar que lo ocupaba todo». La chica rebatió las recomendaciones de Ángel cuando le sugirió sustituir la palabra por otra con el argumento de que la palabra alféizar era bella. Ángel le preguntó, entonces, si no consideraba, por ejemplo, que perro fuese igual de bella que alféizar. La chica se escandalizó ante la comparación porque perro era cualquier palabra, una palabra de andar por casa, una palabra que meaba esquinas. Zapata le refirió en respuesta el relato de un hombre solitario que vivía en una colina y que desde allí miraba siempre las luces de la ciudad. La historia culmina con la imagen del hombre descendiendo hacia esas luces: Y el corazón me seguía como un perro grande y paciente. «¿Acaso en esa frase la palabra perro no es bella?», preguntó Zapata. Javier cerró el versículo con una parábola: «Las palabras de un texto son las que el texto necesita. Que el alféizar no tape la verdadera historia».

martes, 13 de diciembre de 2011

Lo que será recordar esos pañuelos cuando Faustine se haya ido


A mis amigos



Fíjese todo lo que han hecho y no han podido resolver ese asunto.
¿Qué asunto?
El de la muerte. Han resuelto otras cosas. ¿Pero por qué no se concentran en eso?

Desde aquel 3 de diciembre de 2011, me quedó rondando ese final de encuentro entre la periodista Leila Guerriero y el poeta Nicanor Parra. Y como quien busca respuestas en un oráculo o vacía una caja de herramientas para reparar un armatoste, me puse a revolver La invención de Morel, la novela con la que Bioy Casares se concentró en resolver ese asunto, el de la muerte.

Morel, el personaje de Bioy, crea una máquina capaz de captar imágenes y de reproducirlas infinitamente. Sin embargo, lo que logra no es una proyección cinematográfica sino una representación, una representación teatral infinita y recurrente de la semana en la que Morel y sus amigos se van de vacaciones a una isla. Esa era la ambición de Morel: eternizar ese tiempo compartido de despreocupada felicidad, esa vivencia: «dar perpetua realidad a mi fantasía sentimental» (porque dice Bioy que en la memoria de los hombres es donde quizá está el cielo). Los amigos de Morel desconocen, no obstante, la implicación final de su invención: la máquina, al retener sus imágenes para recrearlas, les roba el alma y mueren.

De en medio de bastidores, irrumpe en la historia un fugitivo venezolano que se refugia en el archipélago donde Morel está urdiendo su obra y allí se encuentra con la extravagancia de una isla con días de dos soles y noches de dos lunas. La isla es el escenario en el que constantemente se está perpetuando ese «pequeño teatro de la vasta eternidad» y que el fugitivo, en principio, ignora. El fugitivo, narrador y protagonista, se enamora de Faustine, la amante supuesta de Morel, una mujer que todas las tardes a la hora del poniente baja al malecón, con sus pañuelos de colores en la cabeza, a leer. Cuando intenta abordarla, descubre que es una mujer inaccesible, indolente a su presencia. El protagonista desconoce su condición de espectador y sufre la indiferencia de Faustine. Sin embargo, ciertas recurrencias que interpreta al inicio como propio delirio, van desovillando el enigma: las reiteradas conversaciones entre los «actores», la circularidad de las escenas, la repetición de hábitos, de manías, de costumbres, de gestos.

El protagonista asiste al discurso en el que Morel confiesa a sus amigos su invención y descubre, finalmente, el sótano que habita la máquina y el mecanismo de mareas, orquestador de todas aquellas imágenes. Luego, comprende: Grité en esa casa vacía: “¡Faustine! ¡Faustine!”. (…) Faustine ha muerto; (…) no hay más Faustine que esta imagen para la que no existo. Finalmente, el protagonista decide inmolarse ante la máquina para encontrarse con Faustine en la eternidad y representarse junto a ella.

La verdadera ventaja de mi solución es que hace de la muerte el requisito y la garantía de la eterna contemplación de Faustine. (…) La hermosura de Faustine merece estas locuras, estos homenajes, estos crímenes. (…)  Han quedado grabados siete días. Representé bien: un espectador desprevenido puede imaginar que no soy un intruso. Este es el resultado natural de una laboriosa preparación: quince días de continuos ensayos y estudios. Infatigablemente, he repetido cada uno de mis actos. Estudié lo que dice Faustine, sus preguntas y sus respuestas; muchas veces, intercalo con habilidad alguna frase; parece que Faustine me contesta. No siempre la sigo; conozco sus movimientos y suelo caminar adelante. Espero que, en general, demos la impresión de ser amigos inseparables, de entendernos sin necesidad de hablar.

En 1963, Bioy Casares se pregunta en una entrevista sobre el arraigo de lo fantástico en su escritura: «El horror y la fascinación del primer enfrentamiento con el más allá se mantienen frescos. Aunque todo el trato que tenemos con el más allá se limita a la desolación de la muerte, no perdemos la esperanza de encontrar la llave que, tras media vuelta, depare otros prodigios».

Hay una escena del libro que ha entrado en mi memoria como «el fondo azulado de un río», en ese sótano de máquinas. Es la escena en que los amigos de Morel, todos reunidos, sacan el fonógrafo de un cuarto verde, contiguo al salón del acuario y, sentados en bancos o en el pasto, cuenta el protagonista, conversan, oyen música y bailan en medio de una tempestad de agua y viento que amenaza con arrancar todos los árboles. Y se escucha hasta la salida del sol Té para dos.

Lo que será recordar esa música, digo. 

Lo que será recordar esos pañuelos cuando Faustine se haya ido.

Hay que concentrarse en resolver ese asunto.



domingo, 11 de diciembre de 2011

Nicanor





Yo he leído poco a Nicanor Parra. Digamos que el nuestro ha sido de esos encuentros que no han cuajado. No sé por qué, la verdad, porque en Latinoamérica se crece a la sombra de su nombre, a la sombra de una hoja de parra como él mismo llamó aquel libro. Quizá es porque, en general, soy una escéptica de los antismos. Una anti-antis y Parra se vendía como eso: la antinomia, la antítesis. El Antígona de la poesía. Es lo que tiene la literatura cuando es en verdad literaria: acoge también a los que la niegan, reafirmándola, y no excluye ninguna especie de su creación. Más poeta o más antipoeta, no puede negar sus orígenes. Parra está a codo con Neruda y con Vallejo y con una tradición y, por si quedaran dudas, ahora también con Cervantes.

También pienso en Nicanor como en ese Baco vetusto que apartó su parra esa parra florida con la que otros poetas ocultan y custodian lo prohibido (el genital de un dios griego, el pezón de un ángel) y él la apartó, en cambio, Nicanor apartó su parra para desocultar y negarse a sí mismo y ser también un anti-Parra.

A Parra lo seguí durante un tiempo a través de un compañero de un taller de poesía que lo imitaba. De esas lecturas tangenciales, ahora recuerdo un verso de aquellos años que quizá le deba a Nicanor:

Volver es revolver con revólver

Como dijo Bolaño: «El que sea valiente, que siga a Parra».

Dejo como epílogo a esta nota un cuidado perfil de la periodista argentina Leila Guerriero para El País

-Fíjese todo lo que han hecho y no han podido resolver ese asunto.
-¿Qué asunto?
-El de la muerte. Han resuelto otras cosas. ¿Pero por qué no se concentran en eso?

viernes, 2 de diciembre de 2011

El villancico de La niña rosa

Vista interior de Carranza. 1 de diciembre


Algo tienen los primeros de diciembre de festividad nostálgica. Quizá sea ese feliz temblor que producen los puentes cuando los cruzamos o esa añoranza tremenda de los umbrales cuando se abren. (Umbral. Esa es la palabra favorita de Carolina en español). El primero de diciembre tal vez tenga la épica de los puentes y la lírica de los umbrales: la dulzura de esos viajes en los que se canta a tono con las modulaciones del paisaje (de pequeñas, mi hermana, mi prima y yo cantábamos mucho en las carreteras, en los peñeros y nunca entendimos por qué no podíamos cantar en los aviones si cuando se está sobre las nubes dan siempre ganas de cantar).

Ayer, primero de diciembre, encendieron la cruz del Ávila en Caracas y vi titilar en Madrid la Puerta de Alcalá (cómo se habrán visto los Champs-Élysées y las ranas tristes del Guaire). En nuestro piso de Carranza salió el sol sobre el vapor del tejado y vine a acordarme, por la pared agrietada bajo esa luz esencial de diciembre, de aquel pintor (qué habrá sido de su vida). Que se zanjara la pared de mi casa por una filtración fue un hecho relevante en mi adolescencia. Una mañana salí medio desnuda de mi cuarto y estaba aquel hombre de casi dos metros, alto como un pincel en la sala de mi casa, con su brocha gorda pared arriba pared abajo y unas botas marrones salpicadas de blanco. Y por esto de ponerme a conversar con desconocidos que siempre he tenido y de darles el rollo, este hombre me empezó a hablar de poesía y aquel amor estaba lleno de erres guturales que se encresparon, más amorosamente, en la erre de Rubén Darío.

Yo tendría entonces doce años, quizá, y no tenía puñetera idea de ningún Rubén Darío, salvo por el protagonista, tal vez, de alguna telenovela. El caso es que el pintor premió mi ignorancia con una antología de Austral que llevaba en el bolso. Mirando ayer la pared desflorecida me vinieron los versos de La niña rosa, de ese poema que quince años después todavía me emociona como un villancico. 

Lo más inspirador de esta historia es que hace unos meses aguardaban a un pintor en el restaurante donde trabajaba. Yo esperaba a un pintor como aquel con su braga áspera y su pintura de aceite; en vez, apareció uno con boina y lienzos. Pero este pintor quería vender sus cuadros, no venía a perder el tiempo con la poesía ni a regalar libros de Rubén Darío.  

Sea, en agradecimiento de aquel, el recuerdo de este villancico un primero de diciembre.

La niña rosa

Cristal, oro y rosa. Alba en Palestina. 
Salen los tres reyes de adorar al rey, 
flor de infancia llena de una luz divina 
que humaniza y dora la mula y el buey. 

Baltasar medita, mirando la estrella 
que guía en la altura. Gaspar sueña en 
la visión sagrada. Melchor ve en aquella 
visión la llegada de un mágico bien. 

Las cabalgaduras sacuden los cuellos 
cubiertos de sedas y metales. Frío 
matinal refresca belfos de camellos 
húmedos de gracia, de azul y rocío. 

Las meditaciones de la barba sabia 
van acompasando los plumajes flavos, 
los ágiles trotes de potros de Arabia 
y las risas blancas de negros esclavos. 

¿De dónde vinieron a la Epifanía? 
¿De Persia? ¿De Egipto? ¿De la India? Es en vano 
cavilar. Vinieron de la luz, del Día, 
del Amor. Inútil pensar, Tertuliano. 

El fin anunciaban de un gran cautiverio 
y el advenimiento de un raro tesoro. 
Traían un símbolo de triple misterio, 
portando el incienso, la mirra y el oro. 

En las cercanías de Belén se para 
el cortejo. ¿A causa? A causa de que 
una dulce niña de belleza rara 
surge ante los magos, todo ensueño y fe. 

¡Oh, reyes! Les dice. Yo soy una niña 
que oyó a los vecinos pastores cantar, 
y desde la próxima florida campiña 
miró vuestro regio cortejo pasar. 

Yo sé que ha nacido Jesús Nazareno, 
que el mundo está lleno de gozo por El, 
y que es tan rosado, tan lindo y tan bueno, 
que hace al sol más sol, y a la miel más miel. 

Aún no llega el día... ¿Dónde está el establo? 
Prestadme la estrella para ir a Belén. 
No tengáis cuidado que la apague el diablo, 
con mis ojos puros la cuidaré bien. 

Los magos quedaron silenciosos. Bella 
de toda belleza, a Belén tornó 
la estrella y la niña, llevada por ella 
al establo, cuna de Jesús, entró. 

Pero cuando estuvo junto a aquel infante, 
en cuyas pupilas miró a Dios arder, 
se quedó pasmada, pálido el semblante, 
porque no tenía nada que ofrecer. 

La Madre miraba a su niño lucero, 
las dos bestias buenas daban su calor; 
sonreía el santo viejo carpintero, 
la niña estaba temblando de amor. 

Allí había oro en cajas reales, 
perfumes en frascos de hechura oriental, 
incienso en copas de finos metales, 
y quesos, y flores, y miel de panal. 

Se puso rosada, rosada, rosada... 
ante la mirada del niño Jesús. 
(Felizmente que era su madrina un hada, 
de Anatole France o el doctor Mardrús). 

¡Qué dar a ese niño, qué dar sino ella! 
¿Qué dar a ese tierno divino Señor? 
Le hubiera ofrecido la mágica estrella, 
la de Baltasar, Gaspar y Melchor... 

Mas a los influjos del hada amorosa, 
que supo el secreto de aquel corazón, 
se fue convirtiendo poco a poco en rosa, 
en rosa más bella que las de Sarón. 

La metamorfosis fue santa aquel día 
(la sombra lejana de Ovidio aplaudía), 
pues la dulce niña ofreció al Señor, 
que le agradecía y le sonreía, 
en la melodía de la Epifanía, 
su cuerpo hecho pétalos y su alma hecha olor.