lunes, 21 de noviembre de 2011

Oraciones ambiguas




Yo siempre he querido cantar. Es lo que más me gusta. Con más o menos oído, con más laringitis o  menos sordera: cantar es de las cosas que más me emocionan en el mundo. Recuerdo que, de pequeña, tenía la voz demasiado grave para mi edad, una voz, quizá, de niño que se avergonzaba ante la voz  diáfana de otras niñas.

Tal vez por eso me gustó pronto la poesía, porque descubrí que la poesía se podía cantar en silencio. Entonces en lugar de apuntarme a una escuela de canto, me inscribí en un taller de poesía. Pero ahí tampoco aprendí a cantar como cantan los poetas de verdad. Mi poesía era igual desafinada, arrítmica, tenía dos manos zurdas. Me quedó, entonces, el refugio de la ducha y la prosa, recodos, en fin, mucho más solitarios.

Porque lo que más me gusta de la música y de la poesía es la experiencia festiva: es la amistad, y el vino, y la fiesta misma: lo que ambas comparten de mundanidad y sacralidad, de santa bachata, de oración ambigua. Es a lo que seguramente se refería mi amigo Gianpaolo con aquello de una orginipiñatabingobailable (y seguro que lo decía por el lirismo de las bailantas). Con la música y con la poesía sucede lo mismo, me parece, que lo que apuntaba Kawabata respecto a la belleza: enciende esa emoción que nos hace pensar en la gente querida y el deseo de tenerla cerca.

La narrativa, en eso, es un poco más triste, más mezquina, aunque luego haya trozos endemoniados de prosa poética o de imágenes potentísimas en algunos escritores que provoquen tanta alegría como descorches. Pero solo logran esos instantes de vivacidad cuando la prosa se acerca a la poesía por la música y nos parece que no estamos tan solos en el mundo con quinientas sesenta y tres páginas bajo el brazo.

El sábado pasado tuvimos en la Escuela un Aula Creativa sobre «La musicalidad de las palabras». Leímos a Carpentier y a Lezama Lima, dos «novelistas extraños» por su cercanía a la poesía, afinamos el oído con Borges y Onetti, y pasamos toda la mañana escuchando literatura. Justo Borges daba el epígrafe al encuentro con una frase: «Todo arte debería aspirar a la música». Al cabo de tres horas, Luis Luna quiso hablar del lenguaje coloquial y no pudo. «En cada conversación…», empezó a decir y se interrumpió. «No sé por qué me ha salido un comienzo de Pablo Milanés».

Al día siguiente, llegó Adriana de Buenos Aires con un rosario de «oraciones ambiguas», un Domingo en Llamas. Oficiado, además, por lo que viene a ser para mí un Sabina de Baruta. Así provoca santificar las fiestas todos los días y alzar el cáliz entre amigos. Y meterse a evangélico.

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