lunes, 28 de noviembre de 2011

La niña que besaba camisas



Ana María Matute era tartamuda de pequeña por los bombardeos. Cuando estalló la Guerra Civil Española tenía once años y por esa época se enamoró de un hombre casado que podía ser su padre. Ella esperaba detrás del visillo de su cocina a que la esposa tendiera las camisas del marido y, cuando nadie la veía, entraba al patio interior, se ponía de puntillas y las besaba.

Esta imagen vale por todo cuanto Ana María Matute hubo dicho en el Festival Eñe sobre la literatura.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Contar un cuento


Contar un cuento
es también bogar de mí hacia ti
ciar de ti hacia mí.

Dimanar.

Somos tú y yo
vaiveniando
en lo inmenso
de una verdad. 

lunes, 21 de noviembre de 2011

Oraciones ambiguas




Yo siempre he querido cantar. Es lo que más me gusta. Con más o menos oído, con más laringitis o  menos sordera: cantar es de las cosas que más me emocionan en el mundo. Recuerdo que, de pequeña, tenía la voz demasiado grave para mi edad, una voz, quizá, de niño que se avergonzaba ante la voz  diáfana de otras niñas.

Tal vez por eso me gustó pronto la poesía, porque descubrí que la poesía se podía cantar en silencio. Entonces en lugar de apuntarme a una escuela de canto, me inscribí en un taller de poesía. Pero ahí tampoco aprendí a cantar como cantan los poetas de verdad. Mi poesía era igual desafinada, arrítmica, tenía dos manos zurdas. Me quedó, entonces, el refugio de la ducha y la prosa, recodos, en fin, mucho más solitarios.

Porque lo que más me gusta de la música y de la poesía es la experiencia festiva: es la amistad, y el vino, y la fiesta misma: lo que ambas comparten de mundanidad y sacralidad, de santa bachata, de oración ambigua. Es a lo que seguramente se refería mi amigo Gianpaolo con aquello de una orginipiñatabingobailable (y seguro que lo decía por el lirismo de las bailantas). Con la música y con la poesía sucede lo mismo, me parece, que lo que apuntaba Kawabata respecto a la belleza: enciende esa emoción que nos hace pensar en la gente querida y el deseo de tenerla cerca.

La narrativa, en eso, es un poco más triste, más mezquina, aunque luego haya trozos endemoniados de prosa poética o de imágenes potentísimas en algunos escritores que provoquen tanta alegría como descorches. Pero solo logran esos instantes de vivacidad cuando la prosa se acerca a la poesía por la música y nos parece que no estamos tan solos en el mundo con quinientas sesenta y tres páginas bajo el brazo.

El sábado pasado tuvimos en la Escuela un Aula Creativa sobre «La musicalidad de las palabras». Leímos a Carpentier y a Lezama Lima, dos «novelistas extraños» por su cercanía a la poesía, afinamos el oído con Borges y Onetti, y pasamos toda la mañana escuchando literatura. Justo Borges daba el epígrafe al encuentro con una frase: «Todo arte debería aspirar a la música». Al cabo de tres horas, Luis Luna quiso hablar del lenguaje coloquial y no pudo. «En cada conversación…», empezó a decir y se interrumpió. «No sé por qué me ha salido un comienzo de Pablo Milanés».

Al día siguiente, llegó Adriana de Buenos Aires con un rosario de «oraciones ambiguas», un Domingo en Llamas. Oficiado, además, por lo que viene a ser para mí un Sabina de Baruta. Así provoca santificar las fiestas todos los días y alzar el cáliz entre amigos. Y meterse a evangélico.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Fingir demencia



Esa expresión se la escuché por primera vez a mi prima Fabiana, cuyo repertorio de coloquialismos, neologismos y sabiduría popular es del ingenio y el desparpajo de un llanero o un oriental.

Recuerdo que una vez me dijo algo así:

«Cuán de repente, el nene se apareció por donde yo estaba, sin avisarme ni nada, mana, porque andaba con un dale que te pego y un que tú que yo y, ¡mí!, mamita, fingí demencia». Ya luego cuando me vio lila, nomás sonriendo y asintiendo —signo inequívoco de que, en efecto, no nos enteramos de nada— me explicó qué era eso de fingir demencia: «O sea, mi reina, hacerte la loca, la paisa, la willimei».

Ayer justo en la clase de Romanticismo me vine a acordar de aquella lección de farsa popular, de paripé chino, de sueco fingimiento. Porque justo mentaron a Ibsen, aunque ni por sueco ni por noruego, sino por todo lo contrario. Nos explicaba Luis Luna que el Romanticismo combatió en todos los rines la moral burguesa y su reverencia —siempre un poco jorobada y jorobadora— a las buenas costumbres. «Lo que critican los románticos es el “aquí no pasa nada” del burgués». Así: la demencia fingida y difundida.

No sabía yo que mi prima fuera tan burguesa, mucho más burguesa, está claro, por paisa y por willimei. Igual y lee esto y se ofende, o lo mismo se le sube el petú al tupé porque, darling, eso de fingir demencia es súper cool. Ni cartelúo ni bandera que es muy plebeyo, mon cherie —¡asco! —, sino cool. Fingir demencia que es tan cool y tan burgués y tan aparencial y tan preferiblemente anti-romántico. A ver de qué fruteros nos hemos librado por valorar lo sabio que tiene de consejo popular eso de fingir demencia y las que nos han caído por seguirlo al pie de la letra.

Me acuerdo de que, por una época, el eslogan de una cerveza venezolana —Polar Ice, nada menos— rezaba así: «Polar Ice. Y todo bien». Recuerdo que aquello me horrorizó por cuanto tenía de verdad escandalosa. También esa podría ser una frase de Torvaldo en una versión bipartidista a la antigua (tan vigente en España) o boliburguesa de Casa de muñecas:


HELMER: (…) Se trata de ahogar el asunto a todo trance. Y, en cuanto a nosotros, como si nada hubiese cambiado. Por supuesto, hablo sólo de las apariencias, y, por consiguiente, seguirás viviendo aquí, lógicamente; pero te está prohibido educar a los niños. No me atrevo a confiártelos. (…) En fin, todo pasó, no hay más remedio. En lo sucesivo no hay que pensar ya en la felicidad, sino sólo en salvar restos, ruinas, apariencias... Y todo bien...






Fingir demencia es lo que Ibsen llamaba «tender velos».

Pero, finalmente, reacciona Nora, ese personaje adorable, romántico y anti-cool:

NORA:
Voy a quitarme el traje de máscaras.

Y de ahí en adelante, en la escena final, es escucharla y mirarle las manos resueltas deshacer velos hasta llegar a la puerta con su sombrero, su abrigo, su maleta de viaje—, a la puerta del teatro y cerrarla, por fin, sin demasiado fingimiento. Eso que ya no hacen los personajes de ahora.



viernes, 11 de noviembre de 2011

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Historias rocambolescas

15:00


Esta historia divertía a Onetti al recordarla, a propósito de los desvaríos del reconocimiento a los que es arrojada la suerte de un escritor y a la infausta profecía de Warhol y el número quince. Onetti cuenta que cuando William Faulkner murió en julio de 1962, los comerciantes de su pueblo, Oxford, arraigado en la Norteamérica profunda, decidieron rendirle homenaje. Acordaron, entonces, colocar en sus escaparates un cartel con el siguiente encomiástico:

«EN MEMORIA DE WILLIAM FAULKNER, ESTE NEGOCIO PERMANECERÁ CERRADO DESDE LAS 2.00 HASTA LAS 2.15 P.M.»

Quince había contabilizado Warhol en su reloj. «Ese es el tiempo de celebridad al que podemos aspirar: quince minutos». 

Y mejor que a Faulkner no se le hubiese ocurrido regatear un solo segundo de prórroga. Probablemente, se hubiese tenido que conformar con un vasto minuto de silencio...

domingo, 6 de noviembre de 2011

Herbolario de malas hierbas


Gertrude Stein


Juro que elegí la foto más fotogénica


Hace un par de semanas, iniciamos la clase de Lectura Crítica II con Eloy Tizón. Como introducción al curso, después de haber elogiado la lectura y sus reinos, reservamos un trozo de la tertulia al inframundo despiadado de la crítica y el desconcertante idilio de la fama. Eloy compartió con nosotros un pequeño libro que a modo de juerga leímos en voz alta y que registraba las decapitaciones más yuguladoras que han hecho los críticos con los grandes escritores. Fue un ejercicio de catarsis mucho más ligero y generoso, quiero creer, que los ya vistos en las plazas de la Revolución. Me encargaré de ir compartiendo con el tiempo este herbolario de malas hierbas.

Es el caso de Gertrude Stein, quien en 1912 envió su manuscrito para la publicación de A long gay book a un editor londinense. Uno de los fragmentos que recogía aquel libro gravitaba en torno a cierta prosa alambicada y «cubista» que pareció merecerle la respuesta posterior:

«Amar es algo. Cualquier cosa es algo. Los bebés son algo. Ser un bebé es algo. No ser un bebé es algo. Llegar a ser cualquier cosa es algo. No llegar a ser cualquier cosa es algo. Amar es algo. No amar es algo. Amar es amar. Algo es algo. Cualquier cosa es algo. Cualquier cosa es algo. No llegar a cualquier cosa es algo. Amar es algo. Necesitar llegar a algo es algo. No necesitar llegar a algo es algo. Amar es algo. Cualquier cosa es algo».

Así las cosas, esta fue la elegante esquela de rechazo que le envió aquel editor:

«Querida y estimada señora, soy solamente uno, sólo uno, sólo uno. Sólo un ser, un ser solo simultáneamente. Ni dos ni tres, sólo uno. Sólo una vida por vivir, sólo sesenta minutos en una hora. Sólo un par de ojos. Sólo un cerebro. Sólo un ser. Y por ser sólo uno, por no tener más que un par de ojos, no poseer más que un tiempo, sólo una vida, no puedo leer su manuscrito tres y cuatro veces. Ni una sólo. Sólo una mirada, sólo una mirada basta. Apenas si se vendería un ejemplar. Apenas uno. Apenas uno. Muchas gracias. Le devuelvo el manuscrito por correo certificado. Un solo manuscrito por un solo correo. Atentamente suyo, A. C. Fifield».

Para qué, si no, existen los eufemismos.