jueves, 26 de enero de 2012

Máster Plató

A mis chicos del máster:

Después de la merecida noche de karaoke literario (y lo de literario lo digo porque quién sabe qué hubiese sido de nosotros sin las letras de las canciones proyectadas sobre un fondo tropical), les dejo esta versión de «Un beso y una flor», cantada por Fito Páez, alterego de nuestro Isma, en honor a esta noche de compartida desvergüenza. Escucharla de ti, cariño, supera cualquier cliché insípido sobre la grandeza del rockero argentino (Fito no es nadie, tesoro, al lado del cantante de Badajoz).

Y, sí, me estoy haciendo la cáncer y la extramística.

Amor total, mis chicos. A por el estrellatus del Máster, pero Plató.




miércoles, 25 de enero de 2012

Historias rocambolescas



Vaya morro el de Stalin






«Tener o echarle morro», esa frase con la que quiere expresarse el descaro o la desfachatez de alguien fomenta aún una dimensión que yo desconocía. «Morro» es también la palabra designada para la interjección que se usa al llamar a un gato «por imitación del murmullo que forma cuando lo acarician», refiere la Real Academia. Todavía hay una variante más: «morrear», que equivale a besar en la boca «persistentemente», aclaran los académicos. A mí todo esto del morro y sus declinaciones, por isotopía, se me hace una cosa de Judas. Que Judas con todo el morro, morró a Jesucristo para morreárselo para mí está claro. Entiendo que más o menos lo mismo hizo Stalin con Bulgákov. A cuento de esto viene tanta digresión.

Adelantaba en la publicación anterior que Elena Serguéievna, la tecera mujer del autor de El maestro y Margarita, contó que la noche del 18 de abril de 1930, Stalin telefoneó a su marido una mañana cuando aún dormía, luego de una espera extendida que había mantenido en vilo su condición de «escritor caído en desgracia». La conversación entre Bulgákov y Stalin ocurrió al día siguiente del funeral de Mayakovski, poeta que siempre había estado vinculado a la revolución y que se había suicidado cuatro días antes, el 14 de abril de 1930. Zamiatin juzgó esa llamada como una estrategia del dictador para «desmarcarse de la muerte del poeta».

Asimismo, Bulgákov sentía que Mayakovski, muerto el primer día de Semana Santa, lo había sustituido en la cruz, «había pagado por él»; de ahí, la recreación de la Pasión del poeta, según se ha visto, alrededor de la figura de Yoshuá Ga-Nozri (Jesús de Nazareth) en El maestro y Margarita.

Así se escuchó la conversación entre Bulgákov y Stalin en el recuerdo de Elena Serguéievna:

«—¿Mijaíl Afanásievich Bulgákov?
—Sí.
—El camarada Stalin va a hablarle.
—¿Qué? ¿Stalin? ¿Stalin?

Tras esto, una voz con pronunciado acento georgiano dijo:

—Sí, le habla el camarada Stalin. Buenos días, camarada Bulgákov.
—Buenos días, Iosif Visarionovich.
—Hemos recibido su carta. La hemos leído con los camaradas. Va a recibir usted una respuesta positiva… Y, quizá… ¿Quiere marcharse al extranjero, no es eso? ¿Verdaderamente está harto de nosotros?
—Últimamente, me he planteado reiteradamente la siguiente pregunta: ¿puede un ruso vivir fuera de su patria? Y me parece que no.
—Tiene usted razón. Esa es también mi opinión. ¿Dónde quiere usted trabajar? ¿En el Teatro de Arte?
—Sí, me gustaría, pero no he recibido más que negativas.
—Presente una solicitud. Me parece que esta vez la aceptarán. Tendríamos que reunirnos para charlar.
—¡Oh, sí, Iosif Visarionovich! Tengo que conversar con usted.
—Sí, habrá que encontrar un momento apropiado para eso. Y, ahora, adiós y enhorabuena».

Después de todo, me parece que no era tan disparatada aquella digresión casi histórica sobre el morro. Porque, la verdad sea dicha: vaya morro que tienen los dictadores. 

martes, 24 de enero de 2012

El maestro y Margarita





Hace un par de años, mi amigo Alfredo me habló de este libro. No lo había leído entonces y cuando lo vi en la lista de las lecturas del segundo año, me emocioné sinceramente. Nadie logrará disuadirme de esa magia diabólica —reafirmada por Voland, el demonio de Bulgákov, el autor— por la que un libro se abre definitivamente, ni tampoco del siniestro artilugio por el que el mismo libro se sigue perpetuando en sueños, tal y como ocurre con la novela del maestro en la conciencia de Iván Nikoláyevich. Como lectores, acudimos a un pacto luciferino, está claro; pactamos con un escritor-satán, ubicuo y omnisciente, para que nos revele esa historia imposible que conoce y nos atañe. Un soplo de amor, locura y subversión, me parece, entra en la propia vida con este libro para enriquecerla en su forma de estrechar hombros con una letra de Andrés Calamaro que dice que no hay bien ni mal, sino más o menos.

Intuyo que esa fue, en cierto modo, la intención de Bulgákov cuando escribió El maestro y Margarita: desmantelar el racionalismo stalinista con un soplo de amor, locura y subversión, tres hijos legítimos, por así decirlo, de la imaginación. Recuerdo a una amiga finlandesa que me decía que si no imaginaba nada nunca me iba a suceder. Y entiendo que el suceder entra por el rabillo de la duda, iniciadora de todo cambio, eso tan tremendamente escandaloso para cualquier régimen totalitarista.

En la discusión que compartimos en clase sobre el libro, Eloy Tizón afirmaba la mirada de Martin Amis sobre el horror stalinista, fija no tanto en las estadísticas de deportados y muertos que inició en 1918 en la Unión Soviética, como en la horrenda metáfora de la «ovación interminable» que suponía asistir a un discurso del dictador. «Imagínense que Stalin terminaba de hablar y el auditorio empezaba a aplaudir de inmediato. Pero el problema era cuándo dejar de hacerlo porque eso te convertía automáticamente en sospechoso». Cuenta Amis que al concluir una conferencia del Partido en la provincia de Moscú durante los años del Terror todos se levantaron a aplaudir, pero nadie se atrevía a parar. Diez minutos más tarde, «mirándose unos a otros con fingido entusiasmo y decreciente esperanza, los jefes de distrito siguieron aplaudiendo hasta que cayeron redondos al suelo, hasta que se los llevaron de la sala en camilla». El primero que dejó de aplaudir, remata Amis, fue detenido al día siguiente y condenado a diez años por otro delito. En esa sofisticada tortura de ovaciones, Bulgákov escribió El maestro y Margarita, una novela, además, profundamente sensual y amorosa.

Justo a ese Moscú aterrorizado llega en la novela de Bulgákov el diablo con su séquito, impaciente por trastornar el orden con una serie de acontecimientos sobrenaturales, astrosos e ilícitos. En las vísceras del poder, irrumpe lo fantástico, que para Todorov consistía en esa vacilación entre lo explicable y lo inexplicable, y que detona las neuronas de la maquinaria autoritaria, embrolla los tentáculos, le pone la zancadilla al pulpo en su imperativo por dar «justificaciones ordinarias para sucesos extraordinarios». Por otra parte, es Voland, el mismísimo diablo quien, en retribución a la incondicionalidad de Margarita que le ha vendido su alma para salvar su amor con el maestro, rescata del fuego la novela del amante, humillada y roída por los críticos del régimen. Es la historia personal de Bulgákov en la Rusia soviética; sin embargo, sobre las cenizas esparcidas de muchos de sus textos que silenció el sistema, el escritor levantó su advertencia: «Los manuscritos no arden: el papel escrito se resiste a arder».

Una noche, contó la tercera esposa del autor, Stalin telefoneó personalmente a Bulgákov. La transcripción de la conversación merece una publicación aparte como historia rocambolesca. En todo caso, esto viene a cuento porque Eloy Tizón subrayó la idea de Bulgákov de que ser escritor en Rusia era tener vocación de héroe. La historia de Mayakovski, Mandelstam, Anna Ajmátova, Zamiatin, Pasternak, Gorki y la del mismo Bulgákov aquilatan esa visión del propio oficio.

«El sufrimiento del hombre era tan intenso que a veces se ponía a hablar consigo mismo», escribe el maestro en un fragmento de su novela sobre Poncio Pilatos. Quizá eso fue El maestro y Margarita para Bulgákov, quizá eso sea, en definitiva, también la literatura: una manera de hablarse a sí mismo para distraer el dolor, el balbucir de un enfermo, de un enamorado o de un loco. 

Sympathy for the Devil de Mick Jagger es un ejemplo de la inspiración extendida de Bulgákov y su novela en otros creadores del siglo XX.






martes, 10 de enero de 2012

Y se hizo el silencio




¿No lo sientes?

Es cierto, el silencio ya casi no se escucha. 
Se siente, digo.


Oído absoluto del sentimiento.

Este es el nuevo año:
empezar a llenarnos, nuevamente, de las voces propias.