jueves, 18 de octubre de 2012

Un apunte para el 7-O




Hace pocos días, todavía en medio del deslave verbal que produjeron las elecciones venezolanas del 7-O, encontré en el barro un viejo metal encantado. Una edición que compiló en el 2010 la Universidad de Los Andes con los Dichos del poeta Rafael Cadenas. El hallazgo ha sido reparador: «un instante sonoro de metal antiguo» en medio del diluvio y el disparadero.

Me llamó la atención que Cadenas empezara a escribir sus primeros aforismos a principios de los años 70, con las últimas detonaciones de la guerrilla y al borde de otro diluvio, el de la Venezuela Saudita. Ah, la Venezuela Saudita: esa chica plástica.

De esas que cuando se agitan,
sudan Channel number 3

Al derroche nacional (y sus descorches), Cadenas ha opuesto la austeridad del aforismo. Una piedra en el torrente. Un toque de cencerro en el matadero. De ahí que en el prólogo, Joaquín Marta Sosa se refiera al aforismo como el «anti-discurso», como «un género para tiempos de crisis». Es así: nada más adverso a los excesos de la retórica hueca, esa otra chica plástica.

No le hablan a nadie si no es su igual
a menos que sea «fulano de tal»
(Qué fallo)

A la palabra, Cadenas dedica en sus aforismos la ética sin cosmética. 

Uno de los hallazgos más valiosos de este 7-O para la política venezolana fue el discurso de Capriles luego de la derrota. También lo ha sido su recorrido por el país, su conversación con los venezolanos. Creo que Capriles ha hablado desde la honestidad, con ética y sin cosmética. Ese camino, sí que lo vi.

*
Aún, hay dos cosas que considero fundamentales del prólogo de Marta Sosa. La primera es la cercanía que guardan estos Dichos con la sabiduría del refranero castellano y criollo y que, en Cadenas, dialoga con la tradición del proverbio oriental y del haikú y estrecha su afinidad natural con el alma popular. La segunda alude al ejercicio de una conciencia moral y cívica, política en su mejor sentido, pero que, sin embargo, «no se agota en lo político».

En una ocasión, aquí en Madrid, escuché a Cadenas hablar del río de su infancia en Barquisimeto. Luego contó que «Barquisimeto» significaba «río de agua color ceniza». Esta memoria me trae el apunte de uno de sus Dichos:

«Protege tu sencilla camisa que aún está sobre la cuerda de los patios de la infancia».

Me parece que esto vale por todo cuanto se pudo haber escrito sobre el 7-O.

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Algunos Dichos

El espíritu es cosa desarmada.

Que los seres humanos se vean a sí mismos como son, sin juzgarse, constituye hoy tal vez la subversión más válida.

Estar sin ídolos, con la vida, siendo.

Lo esencial no es de ninguna época.

El fanatismo es la absolutización de un lenguaje.

Siempre espero palabras que toquen el cuerpo.

La otra orilla pertenece a los que aman, y ellos la convierten en esta orilla.

Cuando nada pedimos, el mundo destella.

No se puede escribir cosa valedera sin haber estado en el infierno.

Nos reunimos para hablar de lo que no es esencial.

Aceptar la idea de nación es aceptar la idea de guerra.

Somos arenas susurrantes.

La vida, ese hecho deslumbrante, inasible, tremendo, no es suficiente para el hombre. Él
exige más, y por supuesto, nada puede aplacar su descontento.

Sólo el niño ve brillar el barro.

Los ojos reciben innombradas las cosas.

El mayor cargo que puede hacérsele a la utopía: nos quita del presente que es lo mayor.

Cuántas utopías derrumbadas. Eso te abrió los ojos. Agradécelo.

El hombre ha hecho tal culto del cambio que se olvidó de vivir.

Hemos empleado vanamente la inteligencia en la tarea de explicar el esplendor. No nos interesa sentirlo. Estamos un poco muertos. Entonces nos damos a buscar. “sensaciones nuevas”. Como si el mundo no estuviera siempre haciendo eclosión frente a nosotros.

Estoy lejos del lugar hacia donde partí, pero a veces puedo ver que es el mismo donde siempre estoy.

Haber herido a personas queridas le ha dejado cicatrices sobre las que ha tratado de formarse.

Si bien se mira, la alegría es más profunda que la tristeza.

Culparte es derramar tu vino.

Son tantas las ideas arrasadas que sólo debería quedar la realidad sin más.

Hay quienes no se permiten ser suaves por temor a disolverse.

Sólo si no te juzgas, puedes hacer transacciones con tu sombra.

Los rótulos no dejan ver a los seres humanos.

Trata de que tu mirada sea libre.

Los de veras vivientes no hacen revoluciones; la revolución son ellos.

Siempre espero que las palabras se salven de nosotros.

¿Por qué hablamos de lo desconocido como algo separado de nosotros?

Aún no te veo encaminarte a donde hablarás sin alzar la voz.

Desconocía su idioma; por eso hizo una brillante carrera política.

Su cultura no le impedía servir a un dictador.

Qué recio el tenerse en vilo sobre lo arrasado.

Abandonado te quiere lo inmenso.

Lo único que no termina nunca es el presente.

Cada instante es un regalo. Esto nos debería volver humildes y hacernos dar las gracias ¿A quién?

viernes, 24 de agosto de 2012

Llorona, nos vemos en Comala




La noticia de que Chavela Vargas había muerto me llegó primero de México. Al minuto, recibí la segunda campanada de París. Y a las horas, un pañuelo blanco desde Shanghái. Todos han sido mensajes de amigos que han ido sumándose. Yo diría que Chavela Vargas fue, sobre todo, una gran amiga. Las palabras de Sabina y Almodóvar valen por un tratado de amistad, de adoración. Eso hace Chavela en mí: querer más a mis amigos. Chavela Vargas fue una gran amiga de sus amigos, entre otras cosas, porque fue una mujer sola, no una mujer solitaria, sino sola. Sus amigos fueron sus grandes amores.

Hace unos días, escribí este artículo para una revista. Me animo a compartirlo hoy que se casan dos amigos muy queridos, Ángel y Marián, hoy que estamos de Noche de bodas y que Chavela ríe y llora.

*

Llorona, nos vemos en Comala


Cuando Mercedes Sosa fue a cantar a México en los años setenta, dijo que quería visitar la tumba de Chavela Vargas. En 1991, apareció en un escenario de Coyoacán, pero nunca verdaderamente se apartó de Comala, de ese pueblo de adioses y nostalgias que poetizó Juan Rulfo en Pedro Páramo. Con el título del bolero de José Alfredo Jiménez la periodista mexicana María Cortina reunió sus verdades: Dos vidas necesito. Las verdades de Chavela: «La Llorona y yo, solas, esa es nuestra verdad»

«Mi nombre es Chavela Vargas, tengo noventa años y estoy viva. Viva de tanto vivir, de tanto amar, de tanto gritar que estoy viva como la vida, como el color rojo». La cara desnuda sin sombra ni maquillaje, la sonrisa «lúbrica y pura» como la luna de Lorca y los brazos abiertos. Hay quien ha dicho que, desde Cristo, nadie abre los brazos como Chavela Vargas. Y allí está, cuando amanece y también cuando anochece, sola, con los brazos abiertos en cruz frente al Chalchi. El Chalchi, que es el cerro que la entiende, que la escucha, que le hace preguntas. Y ella que quizá sea ese volcán que despidió su amigo Pedro Almodóvar, un volcán de fuego lento y canto en las faldas del cerro.

«¿Cuándo escuchaste el primer canto, Chavela?», le pregunta María Cortina en esa prolongada conversación que duró dos vidas. Chavela Vargas llora. Es una tarde de mayo y tiene ochenta y nueve años. Recuerda la historia de los indígenas que anunciaron su nacimiento cantando y llora. Recuerda cómo la cuidaron, cómo la arroparon con sus voces desconocidas y cómo volvió a ellos, aún de niña, años después, cuando mamaba de una vaca y era amiga de las serpientes, para que la curaran de la polio, de la orfandad, de esa primera soledad, de ese primer desamor incurable de la infancia. «Me dieron hierbas quebradas con raíces machacadas para la fiebre, hojas, pétalos. Muchas cosas. Y canto, también me dieron su canto. Con eso me curaron».

No sé qué tienen las flores, Llorona / las flores del camposanto / que cuando las mueve el viento, Llorona / parece que están llorando. La curaron con el canto y con el llanto, con ese don chamánico de llorar cantando o de cantar llorando con el que tantas veces curó también a quienes la escucharon. «Gracias», le dijeron las hijas de un hombre en Veracruz. La besaron, la abrazaron y le dieron las gracias porque en su último concierto su padre había llorado. «Por su música supimos que nuestro padre sentía». Tiene razón el escritor Carlos Monsiváis cuando dice que Chavela ha sabido expresar la desolación de las rancheras con la radical desnudez del blues. Y ha hecho del llanto una música, un género: ese es el acto milagroso de Chavela Vargas. Pero no es solo su llanto, sino su catarsis: lo que de nosotros llora en ella y sana. Monsiávis insiste: «Chavela libera la canción de todo automatismo y la convierte en pura expresividad emocional». Ahí siempre La Llorona, viva de vida, como el color rojo. Y viva de muerte. Rosa funeraria. Podría decirse con verdad que Chavela Vargas ha estado siempre tan viva en la vida como en la muerte. Catrina en flor: duelo y festividad.

«Tú eras la muerte. La muerte que le cantó a Frida», le dice María Cortina. Yo soy como el chile verde, Llorona, / picante pero sabroso. «Cántame, mientras yo pinto», le pedía Frida. La conoció en Coyoacán, donde vivía con Diego Rivera. Ellos le revelaron el secreto de su arte, dice, un secreto que calló para siempre. En la intimidad, Chavela le cantaba a Frida, a la Vida, a la Muerte. Les cantaba siempre desde el mismo lugar, desde Comala. Desde el desconsuelo, desde la pérdida. Canta como quien llora algo perdido e inhallable. «Esa noche volvieron a sucederse los sueños —escribe Rulfo—. ¿Por qué ese recordar intenso de tantas cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte y no esa música tierna del pasado?». La verdad es que Chavela cantó con tanta desolación y buscó con tal despecho prehispánico eso perdido que llegó al infierno y la dieron por muerta. «¿Dónde estabas, Chavela? Estaba dentro de mí». Veinte años le costó volver. Se escapó de una cárcel de amor, de un delirio de alcohol, de mil noches en vela, anunció Joaquín Sabina. Volvió a la vida o a su bulevar. Porque eso le oyó decir Sabina cuando la conoció en Madrid: «Yo vivo en el bulevar de los sueños rotos». Otra Comala.

Una noche en el Teatro Español, en su segunda vida, cuando volvió a nacer, Chavela cantó desde la sombra, envuelta en la penumbra del escenario. Chavela Vargas era solo una voz, «un canto ronco, hondo, agrietado», una voz de rayo en la intemperie de su bulevar, puro murmullo de vida cantando unos versos de una canción popular del siglo XIX que Rulfo había reproducido en Pedro Páramo: Mi novia me dio un pañuelo con orillas para llorar, decía y cantaba Chavela. Mi novia me dio un pañuelo con orillas para llorar. Un pañuelo o un jorongo: eso le dio la Muerte antes de nacer o la Vida antes de morir —Chavela fue una amante bígama; amó a ambas por igual—. La Vida, la Muerte o Macorina.  Un pañuelo o un jorongo con orillas para llorar, que la arropara y le recogiera el espesor y la abundancia de las lágrimas. «Tú vida ha sido muy dolorosa», escuchó decirle. A un Santo Cristo de fierro, Llorona / mis penas le conté yo. / Cuáles no serían mis penas, Llorona / que el Santo Cristo lloró.

«Tú vida ha sido muy dolorosa». Eso escuchó decirle a la otra Chavela. «La encontré cuando buscaba algo que no sabía qué era. Desde niña, desde siempre. Y me dio mucho gusto encontrarme con la otra Chavela. Y nos saludamos. Y me dijo: “Tu vida ha sido muy dolorosa”. Estamos juntas siempre y juntas hemos ido hasta el fin del mundo. De día y de noche. La noche ha sido para nosotras la búsqueda del alma. De noche se busca, de noche se encuentra». Cada vez que Chavela y Rulfo juntaban las copas, brindaban por las dos: «Por la vida y por la muerte». María Cortina lo comprendió cuando lo escuchó de labios de Chavela: «Comala está siempre donde uno va».

Desde ese lugar crepuscular, le hablaba a García Lorca en sus noches de insomnio. Le hablaba al alma del poeta que, como ha dicho, ha acompañado su soledad. «Hablábamos de cómo iba el mundo, de su poesía, del canto, de la palabra, de la música, de la verdad y del silencio». Cuenta Chavela que una noche en su casa de Tepoztlán escuchó una voz. «Era Federico y le pregunté: “¿Qué hicieron con tu muerte?”». De ese diálogo, surgió el sentimiento de su último trabajo, La luna grande, un homenaje a la poesía de Lorca acompañada con su voz, junto a un repertorio de sus melodías más íntimas. Anoche los dos con la luna llena / yo me puse a llorar / y tú reías

Chavela recuerda con emoción una noche que cantó en la Huerta de San Vicente, la casa de verano de Lorca en Granada. Desde la ventana de la habitación del poeta se veía la Sierra Nevada y la Alhambra. Los gitanos dijeron que esa noche el duende estuvo más vivo que nunca. «”Federico”, le dije yo, “estás aquí con nosotros, en tu casa, bienvenido seas”. Su sombra, su luz, su presencia. Eso fue lo que sucedió aquella noche. Laura, su sobrina, lloró a mares ese día y la gente también lloró sin descanso, pero ese día fue tan especial por Federico». Una vez también dijo que jugaría el juego de no regresar. «Me quedaré en Granada con Federico».

Pero ya Rulfo la había visto en Comala: «Y aquí aquella mujer, de pie en el umbral (…) dejando asomar a través de sus brazos retazos de cielo y debajo de sus pies regueros de luz; una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto…». Si porque te quiero quieres, Llorona, / quieres que te quiera más. / Si ya te he dado la vida, Llorona / ¿qué más quieres? Chavela Vargas así lo suscribió desde aquel lugar, desde su Comala: «Cuando escribas esto —le pidió a María Cortina—  di que hay veces que sueño que estoy muerta. Y que cuando me despierto me escucho hablar y pienso que, en realidad, estoy muerta. Pero regreso, siempre regreso a la vida».





miércoles, 25 de julio de 2012

Últimos apuntes desde la Escuela de Escritores





Esta publicación llega con retraso. Es mucho más cercana al recuerdo que a la novedad: ya es más una memoria que una noticia. Y en caso tal, si llegó a serlo, fue una noticia escolar como las que circulaban en la escuela o el instituto en periódicos austeros escritos por colegiales febriles. Escolaridad febril: quizá ese sea el título más franco entre los que habríamos podido recibir el sábado 7 de julio: «por haber cursado regularmente y aprovechado las 876 horas correspondientes a los dos ciclos». Si así lo fuera, si mereciéramos el título de la escolaridad febril, bastaría; valdría como congratulación suficiente en un mundo sin calenturas ni vocaciones.

Con una imagen de fuego, iniciamos hace dos años esta búsqueda: con la imagen de una casa en llamas en medio de un lago. Esa fue la fotografía del máster. Una imagen, quizá, de aquel verano de 2010 que ardía o una metáfora del alma de un escritor, la de Dostoievski, por ejemplo, siempre tan afiebrado. Una imagen de ignición: de encendimiento y lumbre. Pero también una imagen funeraria. Ambas rituales como lo es también la escritura.

Solo quería rescatar esa imagen y hacerla presente como las imágenes de algunos sueños que no dejan de acompañarnos. Alguna vez lo escribí y aún así lo siento: la experiencia de la escritura ha sido y es ese sueño que nos hace despertar profundamente. La imagen final del máster se ha hecho nítida en las palabras de Silvia, palabras en cuanto «exploradoras de un abismo».

Gracias a Silvia por la belleza y la verdad de estas líneas. He querido copiar estos fragmentos entre mis apuntes más esenciales de estos dos años. No recuerdo haber escuchado un dictado hace mucho tiempo en una voz con tanto temblor y tanta bondad.

*
Madrid, 7 de julio de 2012
Escuela de Escritores (promoción 2010-2012).




Ante todo, quiero ser sincera. Durante este último curso, he sentido en varias ocasiones ganas de llorar y aún no lo he conseguido. Espero que no lo haga hoy precisamente, cuando menos lo deseo.

(…)

El motivo de mi desánimo es la escritura. Este año tengo el síndrome de Bartleby. El pánico de escribir un solo libro; el miedo de que, a partir de ahora, no haya más historias en mi vida. Es una sensación angustiosa que no sé bien cómo describir, pero me identifico con un personaje de Beckett que no hacía más que cambiar de lugar las piedras de sus bolsillos. Y es que la escritura tiene una función liberadora pero también de frustración. Cuando le preguntaban a Juan Rulfo la causa por la que llevaba tantos años sin escribir nada, respondía que se le había muerto el tío Celerino que era el que le contaba las historias. Quizá esa sea la sensación del escritor que no escribe. El interminable duelo por la voz de un familiar desaparecido.

(…)

¿Qué puedo deciros del Máster? Son dos cursos de mucho trabajo y esfuerzo que no garantiza nada. Por haber estudiado el Máster, no podemos considerarnos escritores. Para eso es necesario escribir, encerrarnos en una habitación propia, como decía Virginia Woolf, y buscar algo que nos duela.

(…)

Ni siquiera conseguiremos un título oficial que adjuntar al currículum. Entonces, pensarán algunos, ¿para qué derrochar el dinero en una formación que no nos va a abrir ninguna puerta?

(…)

Ahora, a punto de terminarlo, comprendo que lo importante no son las puertas que se abren hacia fuera. Escuchad lo que le he robado a Eloy Tizón de su facebook. Es una cita del libro “88 sueños” de Juan-Eduardo Cirlot. Dice lo siguiente: «Atravieso habitaciones y habitaciones, todas iguales, en las que solo el papel de las paredes cambia de color. No hay muebles en ninguna de ellas. No encuentro lo que busco.»

En el Máster, lo hemos hecho. Hemos pasado con frecuencia de una habitación a otra de distinto color. Y buscamos. Lo sé. He mirado los ojos de mis compañeros en muchas clases y he intuido cuando se estaba abriendo una puerta en ellos. Pero hablo de las puertas de las que no solemos acordarnos, de aquellas sin picaportes, puertas oníricas que se abren hacia adentro y, si nos atrevemos a cruzarlas, nos conducen al sótano. Seguramente no nos gusta lo que descubrimos en su interior: un espacio tenebroso, repleto de arañas y de trastos inservibles, no es un paisaje atractivo. Es cierto. Pero es necesario adentrarnos en él para escribir la verdad.

Clarice Lispector lo explica mejor que yo: «Tengo miedo de escribir, es tan peligroso. Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto y el mundo no va a la deriva, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío». Y añade: «Si la “verdad” fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo tan sólo una verdad pequeña, de mi tamaño».

(…)

El curso que viene, cuando no tenga que correr y sudar para llegar puntualmente a clase, para devolver los libros en la biblioteca, para reconciliarme con la frase de un relato, me quedaré en mi habitación con los maestros antiguos. (…) Me convertiré en una exploradora del abismo. Pero, quiero pensar, que no estaré sola. Oiré vuestras voces y las de mis compañeros, sentiré vuestro aliento en la nuca.

¡Mis compañeros! Creo sinceramente que hemos formado un grupo compenetrado, bien avenido. Hace dos años, cuando comenzamos a compartir aula, nada nos unía, salvo presumiblemente una afición un tanto enfermiza por la literatura: la locura de embarcarnos en un programa de formación que solo nos garantizaba ser unos ilusos. Nos sentamos en las aulas de colores, con un poco de temor y vergüenza, hasta que fuimos levantando las cabezas de avestruces y nos miramos de frente. Pero creo que son nuestros escritos los que nos han acercado; los que, en realidad, nos han permitido conocernos, descubrir cuando un texto dolía y, por qué no decirlo, conmoviéndonos. (…) Ahora, verdaderamente, somos compañeros.

De derecha a izquierda: Silvia Fernández, Carmen Estirado, Rubén Hurtado, Ismael Álvarez, Cristina Estrades, Andrea Baltateanu, Lorena Briedis


De esta compañía, me quedo con las sonrisas de Carmen, con tu inconformismo, tus despistes inocentes, con la coincidencia de nuestros gustos por las mismas lecturas. Me quedo con tu tenacidad de escritora. Carmen, me quedo contigo.

De Lorena, me quedo con tu cariño, con tus comentarios certeros, con tu poesía. Con tus ansias de aprender. Y las maravillosas entradas de tu blog Digresionario, con anécdotas y reflexiones sobre el Máster, que he seguido con agrado durante estos dos cursos. Me quedo con Lorena.

Cristina, me quedo con tu inocencia, con tu esfuerzo de superación. Con tu velocidad al tomar los apuntes, con tu libertad imaginativa, sin trabas internas, sin censuras. Me quedo con Cristina.

Andrea, me quedo con tu manera de entender el arte, con la imagen de una joven que desde niña ya se empapaba de lecturas y escribía. Con el eco de tu voz y con tu optimismo ante el futuro. Me quedo con Andrea.

De Rubén, nuestro delegado, me quedo con tu sinceridad sin cortapisas, con la indefensión que se esconde tras tu armadura. Me quedo con la originalidad de tus ideas, con tu constancia. Me quedo con Rubén.

Ismael. Me quedo con tu bondad. Gracias, Ismael, por estar aquí, en todo momento, descubriendo lo que se esconde tras de este desierto de los tártaros. Me quedo con tus sueños, tus pesadillas y tu manera de narrarlos. Ismael, me quedo contigo.

(…)

Aquí y ahora, me quedo con el fantástico equipo de profesores que me habéis hecho soñar sentada en una silla, imaginar más allá de las ramas del árbol que ondea tras la ventana del aula roja, que me habéis hecho ver a Cosimo, el barón rampante, saltando como una ardilla, que me habéis hecho sentir como el escarabajo de Kafka, y regresar a las clases de literatura como si volviera a ser una niña. Gracias por permitirme jugar.

(…)

Eso es lo que habéis conseguido al detener mi cámara y ayudarme a enfocar la imagen congelada de mis pies descalzos, de puntillas, cruzando los tablones desprendidos de mi sótano; al ayudarme a sentir otra vez el temblor del suelo; el gemido de una puerta que se abre o se cierra, a mi espalda, sin manija; y, en el rincón, la sombra de un gato, su prolongado maullido orientado hacia la estrecha cornisa sobre la que seguiré escribiendo. Las piedras de mis bolsillos desperdigándose como una lluvia de palabras. En el vacío.

(…)

Muchas gracias a todos por emocionarme. Por hacerme sentir viva. Y que empiece la fiesta, antes de que me ponga a llorar. Bailaremos hasta que nuestros cuerpos resistan.

Hasta siempre.

Silvia Fernández.



jueves, 28 de junio de 2012

Sabía oír





Volviendo sobre aquella conversación con Eloy Tizón sobre cómo leer poesía y las anotaciones que de ello hace Hanni Ossot, recordé un fragmento que leímos en la última clase de Lectura Crítica II.

Hace dos digresiones, recurría a esta imagen de alguien que, para leer poesía, cierra los ojos. Y escucha. Lo curioso es que en el fondo, en el pozo de lo poético, en su eco más recóndito habla lo femenino. El ánima. Esa acústica del habla de las musas que el poema recoge, en su abismo, como una memoria, y que el poeta supo escuchar.

«La poesía se escribe con el ánima —apunta Hanni Ossot—, no con el logos, no desde el animus. El tiempo de la poesía es el tiempo del ánima».

Alguna vez le escuché decir a alguien que los mejores narradores han sido aquellos desterrados por la poesía, los que se quedaron en medio, un poco tocados, quizá, escuchando, en una prosa sin prisa. No creo que haya mucha verdad en ello, al menos ningún axioma, pero en todo caso, la historia de Joyce, según nos cuenta Ricardo Piglia en sus Formas breves, es también la de un oyente de lo femenino:

«Joyce estaba muy atento a la voz de las mujeres. Él escuchaba a las mujeres que tenía cerca: escuchaba a Nora, que era su mujer, una mujer extraordinaria; escuchándola, escribió muchas de las mejores páginas del Ulises, y los monólogos de Molly Bloom tienen mucho que ver con las cartas que le había escrito Nora en distintos momentos de su vida. Digamos que Joyce estaba muy atento a la voz femenina, a la voz secreta de las mujeres a las que amaba. Sabía oír».

Eso de poetas y de conserjes que tienen los grandes narradores. 

Cuscurros



Por el cuscurro, se hace susurros el pan.

jueves, 21 de junio de 2012

La pasión paciente



Hace unas semanas, conversaba con Eloy Tizón en un café de Madrid sobre cómo leer poesía. Una mañana me desperté con una imagen: la de un cielo estrellado que alguien mira. Quizá, leer poesía sea algo así. Lo que está allí, ese espejismo, se lee a destiempo, años luz de cuando fue escrito, aunque la lectura que hacemos sea presente. Pero también leemos un futuro, es decir, el destello de un advenimiento, de algo que podría revelársenos. La más de las veces, leemos, pues, sin leer. Leemos un espejismo o una admonición. 
dicho de otro modo: leemos sin entender.

Cuando leo literatura, pero, sobre todo, poesía, o, al menos, cuando intento contactar cierta experiencia de lo poético en un texto literario, siempre tengo en cuenta una frase de Ángel Zapata: «Leer no es entender». Desde este sentir, habla también Hanni Ossot en su bello libro Cómo leer poesía: «Uno puede quedarse veintitrés años con una frase incomprensible y alegrarse por ella…, porque en el fondo casi la comprende».


Refiere como ejemplo dos versos de Corbin «que me fascinan, pero no puedo decir exactamente qué significan».

Y los pájaros al desprenderse como hojas cortan
la cabeza del cazador en la noche.

La poesía nos sitúa en una luz crepuscular en que la lectura se dificulta, una sombra sonora que nos atrae, más bien, a la escucha. Aquel que miraba el cielo, cierra los ojos, por fin, para escucharlo.

«La poesía —prosigue Hanni más adelante— tiene una duración, un tiempo, un cuajar en nuestra alma que nada tiene que ver con nuestras decisiones».

Leer poesía, sí, exige otra entrega, otro detenimiento, otra fidelidad: otro amor. «También es bueno amar —nos anima Rilke— porque el amor es difícil».

*

Una mañana de octubre, tomaba un café en Atocha con Alfonso Fernández, nuestro profesor de Técnicas Narrativas I.

«Cada mañana —me dijo—, cuando me levanto y me miro al espejo, me pregunto si, al final de todo, conseguiré que la poesía esté en mis textos».

Hanni Ossot la llama «la pasión paciente».

viernes, 15 de junio de 2012

«La Zarzamora» de Javier Sagarna



Entre los recuerdos de estos dos años en la Escuela (esos que ya van apilándose hacia el final), tengo entre los inolvidables aquella noche después de nuestra clase de Proyectos en la que Javier Sagarna nos llevó al karaoke. Infaltable a esta memoria es el arrojo con el que abrió fuego al micrófono del Máster Plató de Gran Vía y la contagiosa impunidad con la que cantó, aplaudió y zapateó «La Zarzamora». Esa imagen vale tanto por la del amigo festivo y perseverante como por la del profesor.

Estoy convencida de que nadie, ni siquiera Lola Flores ni tampoco Isabel Pantoja cantaron jamás «La Zarzamora» como Javier Sagarna (¡y, vaya, del que me contradiga!). Asimismo, dudo que muchos profesores enseñen con mejor ejemplo el arte de embestir el pánico escénico de la escritura y, aún más, de un proyecto literario.

Los apuntes que siguen son una reafirmación del espíritu zarzamorista de Sagarna, una compilación de algunas de las frases que nos han acompañado en este debut karaokil de la escritura, de modo que, nótese bien, esta selección debe ser, más bien, cantada que leída, por supuesto, sobre su correspondiente animación de Power Point. No nos olvidemos, eso sí, de aplaudir, abanicarnos, zapatear y olé, olé, olé.

*
-Si estás escribiendo, no estás perdiendo el tiempo por definición.

-En la escritura vale más la imaginación que el intelecto.

-El oficio del escritor es buscar con la pluma, no con la cabeza. Un escritor no piensa, un escritor escribe. Piensa, escribiendo. Línea a línea.

-Se aprende a escribir, escribiendo: de ningún modo, esperando la escritura.

-Cuando no hay inspiración, hay que currar. Ese es el oficio.

-Escribir de un tirón, meterse en ese mundo. Estaréis escribiendo un proyecto cuando sea una obsesión.

-Acercar la voz a las emociones de los personajes. Dejar caer qué hay en el alma de los personajes. Ir mostrando su alma.

-Que las frases digan primero lo que tengan que decir. Evitar las palabrerías, las típicas escapatorias para no profundizar y decir algo personal.

-Trabajar voces con verdad y combatir las voces impostadas. La verdad es lo único que no es negociable. Que la escritura no sea un ejercicio de retórica y estilo.

-Recordar siempre lo que Nabokov llama «los divinos detalles». La literatura es singularización.

-Contar con lentitud, trabajando la visibilidad del texto, sus imágenes: la inmersión del lector. Contar por planos, detenerse en los detalles, en las sensaciones, en las emociones. Lo que mostramos es infinitamente más poderoso que lo que decimos.

-Más técnica y menos palabras.

-Recordar siempre que el lector es sensible e inteligente.

-Darles confianza a esas voces interiores más que a cualquier argumento. Dejarlas hablar desordenadamente para ver qué tienen que contar, para averiguar qué les pasa.

-Uno escribe, muchas veces, para conocer a un personaje.

-Escribir siempre desde el cuerpo. Pregúntate: ¿qué me está pidiendo el cuerpo?

-Cuidado con lo que evoca una palabra.

-En el proceso creativo, hay que darle permiso al niño de jugar. En esa primera fase, el creador tiene que cuidarse del corrector que busca sabotearlo. El corrector es un vago que no quiere dejar escribir al creador para que luego no lo dé trabajo.

-A una de las primeras cosas que se tiene que acostumbrar un escritor es a tirar papel.

-Si uno quiere escribir, escribe. Ray Bradbury escribió Fahrenheit 451 en la máquina de escribir de una biblioteca a la que tenía que insertarle monedas cada cierto tiempo porque no tenía una máquina propia.

-Hay que darse el permiso de escribir mal. Muchas veces, hay que dejar que salgan los relatos malos para que, finalmente, salga el bueno. Como una tubería: hay que darle canal a la mugre que está taponándola para que salga el agua. Si no dejamos salir lo malo, estamos perdidos.

-El desánimo solo nos sirve para fracasar. No hay que darse permiso para fracasar.

-Nada detiene a un hombre testarudo.

martes, 12 de junio de 2012

Una figurilla de Giacometti que sueña a lo lejos





Cuando aún era estudiante de Periodismo, entrevisté en una ocasión al pintor venezolano Sigfredo Chacón. Para llegar a su taller había que descender por un laberinto de helechos que salía, finalmente, a la claridad explosiva de un sótano, a una evocación ritual del blanco. El orden era su taller.

En un momento de aquella larga conversación, Sigfredo Chacón se levantó, fue hasta su biblioteca y regresó a la mesa que nos reunía con un libro que recordaba las figurillas de Giacometti. «Giacometti decía que era la gente vista desde lejos. Y es verdad. Cuando las veías era así».

Esa imagen era una metáfora involuntaria de sí mismo que el pintor me entregaba, sin saberlo. En el transcurso de los años, Sigfredo Chacón también se había convertido en una de las figurillas de Giacometti que vio en la Galería Nacional de Londres a los veinticuatro años. No sé si imaginó entonces que él también se iría haciendo cada vez más distante, más pensativo como la gente que se mira desde lejos. «Uno con los años se va ensimismando me confió en aquella ocasión. Ahora visito pocas exposiciones, salgo poco. Pienso en mi trabajo plástico las veinticuatro horas. Es un sub-pensamiento, un doble pensamiento constante».

En Caracas, la visión de El Ávila, siempre inesperada y cambiante, impresionable a cada hora del día por la luz del trópico y las sombras de sus nubes, se me hace un sub-pensamiento de la ciudad, un doble pensamiento. Quizá el sueño recurrente de ese valle y de nosotros que mirábamos la montaña y la soñábamos y que, en algún momento, en esa instantánea aérea, fuimos también figurillas de Giacometti.




Me parece que la experiencia de escribir un proyecto literario es algo así: ser una figurilla de Giacometti que sueña a lo lejos.