lunes, 31 de octubre de 2011

El evangelio según...


Cesare Pavese

Desde las catacumbas literarias



«El arte de desarrollar los pequeños motivos para resolvernos a realizar las grandes acciones que nos son necesarias. El arte de no dejarnos nunca humillar por las reacciones ajenas, recordando que el valor de un sentimiento es un juicio nuestro, pues seremos nosotros quienes hemos de sentirlo, no quien interviene. El arte de mentirnos a nosotros mismos sabiendo que mentimos. El arte de mirar a la cara a la gente, comprendidos nosotros mismos, como si se tratase de personajes de una novela nuestra. El arte de recordar siempre que, no contando nosotros nada y no contando nada ninguno de los demás, nosotros contamos más que nadie, simplemente porque somos nosotros. (…) El arte de tocar fulmíneamente el fondo del dolor, para emerger de un salto. El arte de sustituir nosotros a cada uno, y saber después que cada uno se interesa por sí mismo. El arte de atribuir  cualquier gesto nuestro a otro, para aclararnos al instante si es sensato.

El arte de poder pasarse sin el arte.

El arte de estar solo».

El oficio de vivir (1952).

jueves, 27 de octubre de 2011

Baruc en el río



Es el título de la nueva novela de Rubén Abella, nuestro antiguo profesor de Literatura del siglo XX. Hace unos meses tuvimos también la gratitud de celebrar Un centímetro de mar, el último libro de Ignacio Ferrando, nuestro profesor de Lectura Crítica I del año pasado y coordinador del máster.

Hoy viernes 28 de octubre, Rubén asistirá el bautizo de Baruc en la librería Oletvm a las 19.30 en Valladolid. No sé por qué, mientras leía la invitación me ha venido a la mente la clase en la que él nos contó con verdadera emoción cuando conoció a Coetzee en Australia. Quién sabe si este recuerdo de Coetzee y Abella vengan algún día cuento…

Dejo, de paso, una reseña de su libro para que «oigan a qué suena». Con estas palabras, Rubén nos hizo escuchar muchas de las grandes voces del siglo XX. Así se empieza.

Enhorabuena.


lunes, 24 de octubre de 2011

El placer de las digresiones. Una entrevista con Javier Marías




En el verano, di con esta entrevista que le hizo Juan Gabriel Vázquez  en 2007 a Javier Marías para la revista colombiana El Malpensante. Justo por esos días de agosto, yo había retomado Corazón tan blanco, novela en la que, en mi sentir, se cristalizan dos de las maravillas del autor: el manejo del tiempo y la narración digresiva. “I progress as I digress”, decía Sterne, su maestro, tal y como lo apunta el periodista entre sus notas. Y no cabe duda de que Marías es un gran digresionario.

A continuación, extraigo uno de los fragmentos más lúcidos de aquella conversación: 

¿Pero cuál es tu intención al manipular el tiempo de esta manera?
No es irritar al lector, desde luego. Habría dos intenciones: cuando abro una digresión, por larga que sea, mi desiderátum es que, aunque en un lector convencional pueda haber un momento de irritación (“pero dígame, ¿le corta o no la cabeza?”), la propia digresión tenga el suficiente valor y la suficiente fuerza como para que también sea interesante. Es lo que sucede en El padrino II, ¿no? Es una película extraordinaria: uno va viendo la parte del presente, con Al Pacino como Michael Corleone, y en determinado momento eso se corta y nos llevan a los comienzos de Vito Corleone, con De Niro. Y luego lo mismo, pero al revés. Cada vez que se hace uno de esos cambios, uno está tan interesado en lo que está viendo que detesta que lo saquen de allí. Yo quisiera que se produjera eso con mis digresiones: que al final resulten tan interesantes como la historia principal, y cueste salir de ellas.

Ésta sería tu primera intención.
Sí. Y la segunda es esta: yo creo que la novela es el género literario –e incluso el arte– que mejor permite la existencia del tiempo que en la vida real no tiene tiempo de existir. Existe la dimensión objetiva del tiempo: un minuto siempre tiene sesenta segundos. Pero en otra dimensión, las cosas tienen diferente duración subjetiva aunque la duración objetiva sea la misma. Lo que realmente uno recuerda de una larga noche en que abandonó a su pareja, o fue abandonado por ella, puede ser un solo gesto, una frase, una mirada, y a uno le hubiera gustado que el tiempo se detuviera. Eso es lo que permanece en la memoria. Mi intención en las novelas es que las cosas tengan la duración que nunca tienen al suceder pero que siempre tienen después de haber sucedido. En la novela se puede conseguir eso. Hacia el final de la escena de la discoteca, el narrador cifra incluso la duración de la escena: dice que debió durar ocho a diez minutos. Sin embargo, ha ocupado un montón de páginas, porque para mí ésa es la duración real. Claro, Cervantes es más osado: en el capítulo del caballero vizcaíno, la acción se interrumpe con las espadas en alto. Y uno cree que va a volver a la escena, pero no. No vuelve. Esas espadas llevan 400 años en alto y no van a bajar nunca.



sábado, 22 de octubre de 2011

El club de la felicidad



Ayer pasó que entré doblada por el dolor de estómago a la clase de Personaje Literario y, cuando me senté en la primera silla, ya estaba esperándonos Isabel Cañelles, la profesora, con unos pelos de cableado eléctrico al borde del cortocircuito. En seguida me contó de la mudanza y del piso y de que había tenido una semana que no veas porque, claro, a los niños les hacía mucha ilusión lo de la casa nueva, pero tú imagínate el estrés…

Al minuto entró Silvia estornudando y, con la nariz todavía en el pañuelo, se dio cuenta de que se había equivocado de carpeta y de que había dejado los deberes en la fucsia. Cristina abrió la puerta de la clase enjugándose las lágrimas de la alergia. Andrea, muy regia, ocupó su lugar, cruzó y descruzó un par de veces las piernas y, cumplida la venia, dijo que la disculpáramos porque estaba ardiendo en fiebre.

Ya todos empezamos a mirar a Rubén con instintos criminales porque daba la impresión de estar demasiado abstraído y absuelto de la catástrofe con su Ipad clínico y su tónica inmunosuficiente y le pedimos que, por favor, se solidarizara con el club de la felicidad.

—Vale. Tengo sífilis. O pañalitis—. Y parecía que ya nos bastaba aquella mentira indiferente para echarnos todos a llorar. Así que con voluntad de purgarnos los ánimos, resolvimos leer un relato de Medardo Fraile sobre la historia de un pescador que en uno de sus viajes conoce a la mujer de su vida y de quien luego, al partir, solo conserva una camisa que ella le ha regalado. Esa camisa se convierte en el símbolo total del relato. Finalmente, y dicho a la luz de un fósforo, el pescador muere de amor.

Ya parecía que todos nos subíamos con Fermín Ulía al carel del barco para esperar esa ola que nos llevaría con él —momento en el que el espíritu del club de la felicidad iba in crescendo, al borde del espasmo: yo me arrodillaba sobre las tripas, Silvia se desatornillaba la nariz con un kleenex, Andrea perdía el autobús hacia su casa con cuarenta de fiebre— y, sin embargo, siguió una frase redentora: «Pero lo curioso fue lo que pasó aquella madrugada en que el marinero y su camisa no fueron juntos a pescar».

—¡Esta frase, chicos! —festejó Isabel Cañelles fuera de sí—. Esta frase es la visagra hacia la imagen final, hacia el gran hallazgo del relato! ¡Que no se diga que la literatura no es bonita! ¡Miren lo que se puede conseguir!

Isabel hablaba poseída por el daimon de las letras universales, justo en el instante previo a que un rayo partiera en dos un árbol y una mitad cayera sobre el cableado eléctrico que la tenía de punta. Leyó, de nuevo, y a viva voz:

«La camisa, con el gris y el violeta, el amarillo y el rosa recién lavados, había quedado colgada de una cuerda, secándose. A eso de las cuatro, sin viento alrededor, la camisa comenzó a moverse. Se agitaba con la angustia de su vacío, como queriendo romper las ligaduras que le apretaban los hombros. Las mangas, retorcidas, subían y bajaban con un invisible soplo de llanto de tragedia. Se juntaban a veces por los puños, se abrían en cruz. Y el cuerpo, prendido a los hombros, giraba convulso y se doblaba una y otra vez en una misteriosa corriente de tortura. Luego se quedó rígida, extenuada, como un palo; con las mangas señalando el suelo».

Esa noche, todos repetimos en un solo cuerpo los movimientos de la camisa de Fermín Ulía, casi como en un ballet payasil.

—¿Tú qué crees, Isabel? —le preguntó Rubén con mirada de pocos años a su maestra. ¿Crees que es mejor encontrar algo aunque en seguida lo pierdas?

Es difícil decir si todo nos dolía más o menos al cabo del relato y de esa imagen final. Pero no cabía duda de que éramos el club de la felicidad. Y no lo sabíamos. 

viernes, 14 de octubre de 2011

Proteo

A Alfred y a Sergio




Este poema fue el hallazgo del verano. No lo compartí con nadie hasta hace muy poco. Fue por un tiempo para mí una oración íntima y silenciosa.

Pertenece a una antología de la escritora uruguaya Ida Vitale, cuyo título respondió de una forma iluminadora a una interrogación que empezaba a hacerse: Mella y criba. No hay mucho más que decir.

Proteo

Lo veraz es el cambio,
el meduseo Proteo,
lo amado y desamado
sin maniatadas lógicas,
la absurda zambullida
en lo remoto y ciego,
la senda del desastre
que te ha tentado siempre
a avanzar por lo oscuro
de un nunca visto bosque
de árboles inhumanos.
La vida te ha ofrecido
imprevistas derivas,
el riesgo de excavar
topo, túneles nuevos.

Pero la luz acecha
aun para lo enterrado.
Insiste en dar con ella.



domingo, 9 de octubre de 2011

De vuelta a la escuelita de los lápices





Demoramos todo un verano en volver. Ismael estuvo en Sicilia; Silvia, en Cádiz; Cristina, en Mallorca. Rubén cogió un avión y Carmen un tren y Andrea su bicicleta y yo una mochila. Todos huimos y nos cruzamos a conciencia en ese naufragio cadencioso que es el verano, en ese desierto de inescrúpulos, en ese escrupulario desierto. Quiero decir que no se tiene grandes escrúpulos en verano. Justo como en la ficción porque, a saber, la ficción es muy inescrupulosa. Y no me refiero a que hayamos traficado en Sodoma y manducado en Gomorra, sino a lo que intentaba explicarnos Bernardo Atxaga en su clase magistral el día de la inauguración del máster el viernes 29 de septiembre con el ejemplo de Robinson Crusoe.

El escritor vasco, en el lugar que el año pasado ocupó Vila-Matas y que presidió Baricco el anterior, nos dijo esa primera noche de vuelta a la escuelita de los lápices que Robinson Crusoe, en la soledad de su isla desierta, jamás hubiese podido escribir. Atxaga se remontó al recuerdo del primer manuscrito que compartió con un amigo del instituto y que encontró dos semanas después, doblado y redoblado, debajo de la aceitera de su casa. «Ese fue el destino de mi primera publicación», bromeó. Pero en un sentido, el destino siempre había sido un amigo. Y eso es lo que mueve al escritor, dice, escribir para ser leído. «La presión social afecta a la forma de la propia escritura. Por eso, el escritor debe tener una idea de los lectores de los que quiere rodearse. Robinson Crusoe no hubiese podido escribir jamás porque no tenía lectores». Ni oyentes, ni amigos.

García Márquez a quien Carver, nos contó Atxaga, no soportaba por su «abundosa abundancia»  dijo en una ocasión que uno escribe para que sus amigos lo quieran más. En cierta forma, quizá esta sea una de las hipérboles más rigurosas que le he escuchado al Gabo y con la que Carver, seguramente, podría asentir.  
Al final, la escuelita de los lápices, al cabo de un año, se ha convertido en un lugar de amigos. De amigos que te escuchan de ese modo que solo te pueden escuchar los amigos. «Hay que volver a la Escuela nos animó el inventor de Obabakoak  porque el mundo de las cafeterías se ha perdido y lo que más ayuda a la creación es un grupo que crea que escribir es importante».

La vuelta después del verano, de esa ficción que se vive sin escrúpulos con los ojos abiertos y desbordados para escribirse después, en el otoño quizá y en casa, se siente, tal cual, como la continuación de una larga y sabrosa conversación entre amigos. «Los escritores tenemos derecho a pedir milagros», nos confió Javier Sagarna, director de la Escuela, esa misma noche. Cumpliremos con enviarle el mensaje en una botella al señor Crusoe. Quizá ocurra un milagro.