jueves, 28 de junio de 2012

Sabía oír





Volviendo sobre aquella conversación con Eloy Tizón sobre cómo leer poesía y las anotaciones que de ello hace Hanni Ossot, recordé un fragmento que leímos en la última clase de Lectura Crítica II.

Hace dos digresiones, recurría a esta imagen de alguien que, para leer poesía, cierra los ojos. Y escucha. Lo curioso es que en el fondo, en el pozo de lo poético, en su eco más recóndito habla lo femenino. El ánima. Esa acústica del habla de las musas que el poema recoge, en su abismo, como una memoria, y que el poeta supo escuchar.

«La poesía se escribe con el ánima —apunta Hanni Ossot—, no con el logos, no desde el animus. El tiempo de la poesía es el tiempo del ánima».

Alguna vez le escuché decir a alguien que los mejores narradores han sido aquellos desterrados por la poesía, los que se quedaron en medio, un poco tocados, quizá, escuchando, en una prosa sin prisa. No creo que haya mucha verdad en ello, al menos ningún axioma, pero en todo caso, la historia de Joyce, según nos cuenta Ricardo Piglia en sus Formas breves, es también la de un oyente de lo femenino:

«Joyce estaba muy atento a la voz de las mujeres. Él escuchaba a las mujeres que tenía cerca: escuchaba a Nora, que era su mujer, una mujer extraordinaria; escuchándola, escribió muchas de las mejores páginas del Ulises, y los monólogos de Molly Bloom tienen mucho que ver con las cartas que le había escrito Nora en distintos momentos de su vida. Digamos que Joyce estaba muy atento a la voz femenina, a la voz secreta de las mujeres a las que amaba. Sabía oír».

Eso de poetas y de conserjes que tienen los grandes narradores. 

Cuscurros



Por el cuscurro, se hace susurros el pan.

jueves, 21 de junio de 2012

La pasión paciente



Hace unas semanas, conversaba con Eloy Tizón en un café de Madrid sobre cómo leer poesía. Una mañana me desperté con una imagen: la de un cielo estrellado que alguien mira. Quizá, leer poesía sea algo así. Lo que está allí, ese espejismo, se lee a destiempo, años luz de cuando fue escrito, aunque la lectura que hacemos sea presente. Pero también leemos un futuro, es decir, el destello de un advenimiento, de algo que podría revelársenos. La más de las veces, leemos, pues, sin leer. Leemos un espejismo o una admonición. 
dicho de otro modo: leemos sin entender.

Cuando leo literatura, pero, sobre todo, poesía, o, al menos, cuando intento contactar cierta experiencia de lo poético en un texto literario, siempre tengo en cuenta una frase de Ángel Zapata: «Leer no es entender». Desde este sentir, habla también Hanni Ossot en su bello libro Cómo leer poesía: «Uno puede quedarse veintitrés años con una frase incomprensible y alegrarse por ella…, porque en el fondo casi la comprende».


Refiere como ejemplo dos versos de Corbin «que me fascinan, pero no puedo decir exactamente qué significan».

Y los pájaros al desprenderse como hojas cortan
la cabeza del cazador en la noche.

La poesía nos sitúa en una luz crepuscular en que la lectura se dificulta, una sombra sonora que nos atrae, más bien, a la escucha. Aquel que miraba el cielo, cierra los ojos, por fin, para escucharlo.

«La poesía —prosigue Hanni más adelante— tiene una duración, un tiempo, un cuajar en nuestra alma que nada tiene que ver con nuestras decisiones».

Leer poesía, sí, exige otra entrega, otro detenimiento, otra fidelidad: otro amor. «También es bueno amar —nos anima Rilke— porque el amor es difícil».

*

Una mañana de octubre, tomaba un café en Atocha con Alfonso Fernández, nuestro profesor de Técnicas Narrativas I.

«Cada mañana —me dijo—, cuando me levanto y me miro al espejo, me pregunto si, al final de todo, conseguiré que la poesía esté en mis textos».

Hanni Ossot la llama «la pasión paciente».

viernes, 15 de junio de 2012

«La Zarzamora» de Javier Sagarna



Entre los recuerdos de estos dos años en la Escuela (esos que ya van apilándose hacia el final), tengo entre los inolvidables aquella noche después de nuestra clase de Proyectos en la que Javier Sagarna nos llevó al karaoke. Infaltable a esta memoria es el arrojo con el que abrió fuego al micrófono del Máster Plató de Gran Vía y la contagiosa impunidad con la que cantó, aplaudió y zapateó «La Zarzamora». Esa imagen vale tanto por la del amigo festivo y perseverante como por la del profesor.

Estoy convencida de que nadie, ni siquiera Lola Flores ni tampoco Isabel Pantoja cantaron jamás «La Zarzamora» como Javier Sagarna (¡y, vaya, del que me contradiga!). Asimismo, dudo que muchos profesores enseñen con mejor ejemplo el arte de embestir el pánico escénico de la escritura y, aún más, de un proyecto literario.

Los apuntes que siguen son una reafirmación del espíritu zarzamorista de Sagarna, una compilación de algunas de las frases que nos han acompañado en este debut karaokil de la escritura, de modo que, nótese bien, esta selección debe ser, más bien, cantada que leída, por supuesto, sobre su correspondiente animación de Power Point. No nos olvidemos, eso sí, de aplaudir, abanicarnos, zapatear y olé, olé, olé.

*
-Si estás escribiendo, no estás perdiendo el tiempo por definición.

-En la escritura vale más la imaginación que el intelecto.

-El oficio del escritor es buscar con la pluma, no con la cabeza. Un escritor no piensa, un escritor escribe. Piensa, escribiendo. Línea a línea.

-Se aprende a escribir, escribiendo: de ningún modo, esperando la escritura.

-Cuando no hay inspiración, hay que currar. Ese es el oficio.

-Escribir de un tirón, meterse en ese mundo. Estaréis escribiendo un proyecto cuando sea una obsesión.

-Acercar la voz a las emociones de los personajes. Dejar caer qué hay en el alma de los personajes. Ir mostrando su alma.

-Que las frases digan primero lo que tengan que decir. Evitar las palabrerías, las típicas escapatorias para no profundizar y decir algo personal.

-Trabajar voces con verdad y combatir las voces impostadas. La verdad es lo único que no es negociable. Que la escritura no sea un ejercicio de retórica y estilo.

-Recordar siempre lo que Nabokov llama «los divinos detalles». La literatura es singularización.

-Contar con lentitud, trabajando la visibilidad del texto, sus imágenes: la inmersión del lector. Contar por planos, detenerse en los detalles, en las sensaciones, en las emociones. Lo que mostramos es infinitamente más poderoso que lo que decimos.

-Más técnica y menos palabras.

-Recordar siempre que el lector es sensible e inteligente.

-Darles confianza a esas voces interiores más que a cualquier argumento. Dejarlas hablar desordenadamente para ver qué tienen que contar, para averiguar qué les pasa.

-Uno escribe, muchas veces, para conocer a un personaje.

-Escribir siempre desde el cuerpo. Pregúntate: ¿qué me está pidiendo el cuerpo?

-Cuidado con lo que evoca una palabra.

-En el proceso creativo, hay que darle permiso al niño de jugar. En esa primera fase, el creador tiene que cuidarse del corrector que busca sabotearlo. El corrector es un vago que no quiere dejar escribir al creador para que luego no lo dé trabajo.

-A una de las primeras cosas que se tiene que acostumbrar un escritor es a tirar papel.

-Si uno quiere escribir, escribe. Ray Bradbury escribió Fahrenheit 451 en la máquina de escribir de una biblioteca a la que tenía que insertarle monedas cada cierto tiempo porque no tenía una máquina propia.

-Hay que darse el permiso de escribir mal. Muchas veces, hay que dejar que salgan los relatos malos para que, finalmente, salga el bueno. Como una tubería: hay que darle canal a la mugre que está taponándola para que salga el agua. Si no dejamos salir lo malo, estamos perdidos.

-El desánimo solo nos sirve para fracasar. No hay que darse permiso para fracasar.

-Nada detiene a un hombre testarudo.

martes, 12 de junio de 2012

Una figurilla de Giacometti que sueña a lo lejos





Cuando aún era estudiante de Periodismo, entrevisté en una ocasión al pintor venezolano Sigfredo Chacón. Para llegar a su taller había que descender por un laberinto de helechos que salía, finalmente, a la claridad explosiva de un sótano, a una evocación ritual del blanco. El orden era su taller.

En un momento de aquella larga conversación, Sigfredo Chacón se levantó, fue hasta su biblioteca y regresó a la mesa que nos reunía con un libro que recordaba las figurillas de Giacometti. «Giacometti decía que era la gente vista desde lejos. Y es verdad. Cuando las veías era así».

Esa imagen era una metáfora involuntaria de sí mismo que el pintor me entregaba, sin saberlo. En el transcurso de los años, Sigfredo Chacón también se había convertido en una de las figurillas de Giacometti que vio en la Galería Nacional de Londres a los veinticuatro años. No sé si imaginó entonces que él también se iría haciendo cada vez más distante, más pensativo como la gente que se mira desde lejos. «Uno con los años se va ensimismando me confió en aquella ocasión. Ahora visito pocas exposiciones, salgo poco. Pienso en mi trabajo plástico las veinticuatro horas. Es un sub-pensamiento, un doble pensamiento constante».

En Caracas, la visión de El Ávila, siempre inesperada y cambiante, impresionable a cada hora del día por la luz del trópico y las sombras de sus nubes, se me hace un sub-pensamiento de la ciudad, un doble pensamiento. Quizá el sueño recurrente de ese valle y de nosotros que mirábamos la montaña y la soñábamos y que, en algún momento, en esa instantánea aérea, fuimos también figurillas de Giacometti.




Me parece que la experiencia de escribir un proyecto literario es algo así: ser una figurilla de Giacometti que sueña a lo lejos.

viernes, 8 de junio de 2012

Retórica



Este poema llegó a mí hace ya algunos años. En aquel momento, lo transcribí varias veces y lo olvidé hasta hace poco tiempo que volvió. Es lo misterioso de la poesía y que Eugenio Montejo anotó en un verso: eso de llegar lejos y sin hora.


Que tus errores no sean fruto del azar o del prejuicio,
sino que tú los elijas como quien elige su remordimiento
y el consiguiente castigo. Y que conozcas, por fin,
tu íntima flaqueza y una abyección distinta.
Inútiles tus disculpas ante eso que aflora:
la cursilería, tan mal gusto.
Y ojalá la libertad, arduamente conseguida,
te devore y te anule
concediéndote la dicha inadjetivable
de ser tú mismo
o sea, nadie, nada;
apenas algo que se repite, y se repite.

Juan Gustavo Cobo Borda.

miércoles, 6 de junio de 2012

Zapatazos



Un zapato muy violento



Este Zapatazo fue a propósito del análisis del relato de Sergi Pamies, «La próxima estación». Lo contaré a la luz de un fósforo: un maquinista decide incumplir el reglamento en su último día de trabajo, en la víspera de su jubilación. De modo que detiene la locomotora, baja a la vía y cruza el campo para acariciar a la vaca que lo ha visto pasar seis días a la semana, durante treinta años, a esa misma hora.

En las ventanillas de los vagones, los pasajeros exigen, a gritos, que el maquinista vuelva inmediatamente. Tienen prisa, dicen. Es inadmisible, se quejan. Reclamarán, amenazan. Una minoría más paciente, en cambio, contempla cómo un hombre que, por su uniforme, debe de ser el maquinista, abraza a la vaca durante un buen rato y, al acabar, regresa hacia la locomotora con la satisfacción del deber cumplido.

«Ese es el momento, la última oportunidad que tiene para saber quién es él (dice Ángel Zapata empezando a descalzarse): si es una vaca o si ha cumplido con el deber porque él lo ha querido. Pero para saber si es así tiene que pasar por un acto de transgresión (el zapato se atasca, insiste con el índice en el talón): ha hecho lo que él quería, o sea, que no es una puta vaca, porque se demostró a sí mismo que es capaz de transgredir (pluf, la horma ha cedido; se mira aliviado los dedos de los pies, los palpa, los huele). Pero para eso tenía que pasar por el mal, eso que llaman violencia desde hace varios años ¿Qué vas a hacer sin violencia? (ahora Ángel empuña el zapato y nos lo muestra amenazante; el piso está frío y no lo nota). Sin violencia no puedes hacer nada. Sin violencia, mejor me siento en la puerta de mi casa y vegeto. Todo lo que despliegue mi potencia, mi ser va a molestar a alguien. Sí, claro (nos apunta a cada uno con el zapato, aprieta el gatillo ¿Cuáles serán las estadísticas de la violencia profesoril?). Si no puedo usar mi violencia, estoy separado de mi fuerza (se calzó de nuevo y se escuchó en Francisco de Rojas el taconazo)».

lunes, 4 de junio de 2012

A wind-window blues



El viento entró por el ventanal
levantó la cortina
corrió en ráfaga del pasillo al salón
sabía a lo que venía
no se detuvo:
rompió el florero.

Y no robó la flor.