martes, 1 de julio de 2014

La Mala


Puerto de Trieste (Italia). Junio, 2004


A La Mala la conocí en Duino hace diez años cuando estudiábamos el bachillerato en Italia. Así la llamaban: La Mala. Estaría entonces entre los dieciocho y los veinte. Era gorda y era la bomba. Ella misma dijo una vez que llegó a pesar tres cifras (más o menos así: $$$) y era la bomba. Un amor de Hiroshimas. Soplaba y engordaba. Y eso tenía su música.

Iba casi siempre con unos bluyines que enfundaba luego con un faldón floreado por encima y hasta los tobillos y con unos zarcillos redondos de fieltro rojo que había comprado en un mercadillo en Helsinki y que batía cantando «songoro-cosongo-songoré». Yo no diría exactamente que fuese gorda, sino abundante. Rubensiana. Y tetuda. Copiosa de tetas, más bien. Y era el colmo del exceso y del barroquismo porque casi siempre se le desbordaban por entre las costuras como si ellas mismas estuviesen a punto de liberarse como una ballena del sostén  (eran las Willy-Secret: llamémoslas así). Pero habría que verla otra vez como hace diez años, apechugando a unas y otros, y allí, entre una de María Guevara y la otra de Pilar Ternera, reclinaba la cabeza del cariñoso interlocutor que se quedaba entre almohadones y almidonado, corazónmente, allí, cucurruteando y caribeñeando frente al Adriático, y entonces le hablaba al oído, lo aconsejaba, le musicaba, lo enternecía, lo consolaba. La Mala. 

Hablaba poco inglés, pero tenía mucho lenguaje corporal (y nunca, que yo sepa, pasó hambre por eso; aunque de vez en cuando tenías sus enroques y deslices: el rap por el rape, Naples por nipples). Yo digo que si tenía algo del realismo mágico de la Guevara y la Ternera lo sacaba cuando exorcizaba y ponía a todo el mundo a barloventear (y por todo el mundo, me refiero a finlandeses, rumanos, lituanos, sudafricanos, chinos, musulmanes, catalanes, albinos y mochos, pero ¡ay! les advertía—: «No le pegue a la negra»). La de bachatas que se corría... Se iba al Mickey’s —el bar de Duino— y se montaba el Tropicana. Ya decía entonces que era más latina que Virgilio y, por esa época, tenía una cumbia vishera que le cantaban: «Ay, la Lore, ay la Lore Ma-la, baila, baila, pero no me a-ma».

Ya les digo, yo no diría exactamente que fuese gorda, sino que tenía mucho amor que dar. Y daba mucho porque le sobraba. Era rumbosa. Pero eso sí ¡quencúyere! cuando La Mala se ponía a enamorar o a enamorarse (ya La Lupe sabía que tenía que sacarse un tacón y enristrarlo y todo lo Sagrado subirse el cielo). Aquello venía seguro con catástrofe telúrica y profiterol. Sei tanto volcanica, le decía Viviana. Sei così sismica, le insistía Cristina. Y es que era todo eso: un amor en escala Richter. Un día, ya en Caracas, esculpiéndose en carnes en una bailanta (u orgipiñata, como cariñosamente las llamaban), en un movimiento tetudo y batiente, cacheteando y noqueando por igual a amigos que a desconocidos —era así de desmandada y carecía de esos pudores— ella misma se coronó y quedó así temida: Tsunami (mucho más exclamativa, con más papelillo, claro: ¡¡¡¡Tsunamiiiii!!!).

Qué divertida era la Mala, de verdad. Es que era la bomba calórica y el tsunami. La bomba de Ricky Martin y la bomba pastelera (de las que hacía La Agüela, de las que rebotaban). Y ni hablar de cuando se ponía a repartir besos (a veces los repartía y otras veces los infligía). Era como el personaje de Cortázar, pero en lugar de vomitar conejitos, a La Mala le daba por salivar y endulzar con besos que iba eligiendo y entrompando como de una bombonera. Pasaba que estaba muy viva y aquella vida creía que había que insuflarla dulcemente así, tal cual, sin bozales y boca a boca (cuánto nos divertimos con el cotillón de la bombonera, que sí que sí que no que no).

Creo que pocas veces me he reído tanto en estos diez años como con ella y con sus amigos. Aquel sentido del humor se descorchaba solo y ya era solo burbujearse y reírse encima, y sorber de la misma botella entre todos y dejarse espumar. Ah, y esa borrachera, esa alegría espumante del vino para mí ha sido —lo juro— la pura felicidad.

A partir de los últimos veintes, La Mala y yo dejamos de frecuentarnos. No sé exactamente qué pasó. La Mala fue adelgazándose (me consta que hizo algunos recortes presupuestarios y cambió la Nutella por la miel, y luego la miel por la Splenda), se escabullía creo—, tuvo miedo de algo. Entonces la eché mucho de menos. La extrañaba a bombonones. Siempre pensaba: «Aquí La Mala diría esto y haría aquello»«Seguro que La Mala no se habría perdido este bombardeo por nada del mundo». La Mala.

Supongo que puedo contarles todo esto de ella porque ya no somos (ni creo tampoco que podríamos volver a ser). Supongo también que les cuento todo esto porque fue una persona que me hizo muy feliz.  Esto es lo que pasa cuando se cumplen treinta años. Pasa que ya no soy La Mala y ustedes, quizá, ya tampoco son los que fueron, los que ella recordaría.

Todavía con el último de los veinte, cuando llegue esta tarde a Duino, en esta víspera del 3 de julio, me empezaré a despedir de ella. Allí nos reencontraremos diez años después, nos abrazaremos y brindaremos juntas a la salud de todos los que nos acompañaron en esta década. Brindaremos allí, en la copa alta del Adriático, brindaremos por nuestros grandes amores, por ustedes, los amores de toda una década.

Y, poco a poco, despediré a La Mala e iré bienviniendo a esa otra, a esa nueva desconocida que ya soy. 

Pero una copa esta copa siempre quedará servida entre nosotras.