domingo, 18 de diciembre de 2011

Hiroshima, cheewing gum



Ayer tuvimos la última Aula Creativa de este año con Amparo Seijo: Taller de desestereotipación. Así se llamó al encuentro. Jugamos a estereotipar y a romper estereotipos, a explorar la funcionalidad y las posibilidades de los personajes planos y a reconocer la transfusión de los propios prejuicios a la escritura.

Una de las conclusiones generosas de Amparo se cerró sobre este pensamiento: «El escritor crea orden. Un marginal es diferente a un artista porque el artista rompe para reconstruir y dar sentido».

El que copio a continuación es uno de los ejercicios del taller. Consistía en estereotipar a un personaje a partir del grupo al que pertenece y subrayar el prejuicio para luego romperlo. Este texto, por espontáneo, me divirtió mucho.

Los gordos somos la bomba. Aunque un gordo jamás se hubiese dejado caer sobre Hiroshima. No así. En la imaginación de un gordo Hiroshima sería un chicle esponjoso, un globo elástico y fucsia que se adhiere a la cara como una máscara al reventar y que las chicas te arrancan con las uñas y te devuelven a la boca encantadas como a los críos. Los gordos no hacemos más que masticar. Siempre estamos masticando, pero casi nunca en público. En público solo goma y sacarina: Hiroshima, chewing gum. Recuerdo aquella chica con la que salí un par de veces: «Como es que estás así, nene, si tú ni comes. Nomás masticar puro plástico». Y yo sonreír y tragar saliva y, cómo no, hincharme los mofletes con plástico y pujar un globo fucsia y verlo reventárseme en la cara de un manotón. Es que somos la bomba, los gordos. Un amor de Hiroshimas.

viernes, 16 de diciembre de 2011

El evangelio según...

Juan Carlos Onetti

Desde las catacumbas literarias


«Por un tiempo siguieron llegando y saliendo cartas, y de repente una noche ella apagó la luz cuando estaban en la cama y dijo: “Si me dejas, te voy a contar una cosa, y tenés que oírla sin decir nada”. Él dijo que sí, y se mantuvo estirado, inmóvil al lado de ella, dejando caer ceniza de cigarrillo en el doblez de la sábana con la atención pronta, como un dedo en un gatillo, esperando que apareciera un hombre en lo que iba contando la mujer. Pero ella no habló de ningún hombre y, con la voz ronca y blanda, como si acabara de llorar, le dijo que podían dejarse las bicicletas en la calle, o los negocios abiertos cuando uno va a la iglesia o a cualquier lado, porque en Dinamarca no hay ladrones; le dijo que los árboles eran más grandes y más viejos que los de cualquier lugar del mundo, y que tenían olor, cada árbol un olor que no podía ser confundido, que se conservaba único aun mezclado con los otros olores de los bosques; dijo que al amanecer uno se despertaba cuando empezaban a chillar pájaros de mar y se oía el ruido de las escopetas de los cazadores; y allí la primavera está creciendo escondida debajo de la nieve hasta que salta de golpe y lo invade todo como una inundación y la gente hace comentarios sobre el deshielo. Ese es el tiempo, en Dinamarca, en que hay más movimiento en los pueblos de pescadores. También ella repetía: Esbjerg er naerved kystten, y esto era lo que más impresionaba a Montes, aunque no lo entendía: dice él que esto le contagiaba las ganas de llorar que había en la voz de su mujer cuando ella le estaba contando todo eso, en voz baja, con esa música que sin querer usa la gente cuando está rezando. Una y otra vez. Eso que no entendía lo ablandaba, lo llenaba de lástima por la mujer —más pesada que él, más fuerte—, y quería protegerla como a una nena perdida. Debe ser, creo, porque la frase que él no podía comprender era lo más lejano, lo más extranjero, lo que salía de la parte desconocida de ella. Desde aquella noche empezó a sentir una piedad que crecía y crecía, como si ella estuviese enferma, cada día más grave, sin posibilidad de curarse»

Esbjerg, en la costa (1946).

jueves, 15 de diciembre de 2011

Las parábolas de Javier Sagarna



Apuntó tres pecados. Recuerdo, alma y alféizar. Esas fueron las tres cruces de su homilía en la última clase de Proyectos. Tres palabras que prohíbe en los textos a modo de ejercicio franciscano (o, quizá, jesuita, habría que preguntarle).

«La palabra recuerdo refiere obviedades». Dice que cuando se habla en pasado, cuando se cuenta una historia en retrospectiva, desde la memoria de lo acontecido, la conjugación del verbo recordar refiere, en cierto modo, una redundancia. Equivaldría, por extensión, a todas las aclaraciones superfluas con las que minamos la escritura. «Porque nunca podemos olvidar que el lector es inteligente y sensible».

La palabra alma encabeza, en este ayuno inflingido, toda la palabrería que sirve de escapatoria para no profundizar en el trabajo de la escritura, en la resistencia al cliché, ese torno laborioso en el que el arte se forja según Brodsky. «Escribir algo como “se me quebró el alma” es un mecanismo tópico para evitarnos el esfuerzo que implica decir algo que verdaderamente nos ataña, algo de veras personal». Esto me remontó al famoso «pecado de pereza» con el que Alfonso, nuestro profesor de Técnicas narrativas II, regañaba los textos.

Para la palabra alféizar, Javier se valió de una historia en un taller de escritura orientado por Ángel Zapata. El elemento primario del relato de una chica del curso debía estar sobre un alféizar. «Pero nadie logró verlo y el relato perdió todo sentido porque la palabra alféizar era más grande que la del objeto al que debíamos nuestra atención. Lo único que se veía era el alféizar que lo ocupaba todo». La chica rebatió las recomendaciones de Ángel cuando le sugirió sustituir la palabra por otra con el argumento de que la palabra alféizar era bella. Ángel le preguntó, entonces, si no consideraba, por ejemplo, que perro fuese igual de bella que alféizar. La chica se escandalizó ante la comparación porque perro era cualquier palabra, una palabra de andar por casa, una palabra que meaba esquinas. Zapata le refirió en respuesta el relato de un hombre solitario que vivía en una colina y que desde allí miraba siempre las luces de la ciudad. La historia culmina con la imagen del hombre descendiendo hacia esas luces: Y el corazón me seguía como un perro grande y paciente. «¿Acaso en esa frase la palabra perro no es bella?», preguntó Zapata. Javier cerró el versículo con una parábola: «Las palabras de un texto son las que el texto necesita. Que el alféizar no tape la verdadera historia».

martes, 13 de diciembre de 2011

Lo que será recordar esos pañuelos cuando Faustine se haya ido


A mis amigos



Fíjese todo lo que han hecho y no han podido resolver ese asunto.
¿Qué asunto?
El de la muerte. Han resuelto otras cosas. ¿Pero por qué no se concentran en eso?

Desde aquel 3 de diciembre de 2011, me quedó rondando ese final de encuentro entre la periodista Leila Guerriero y el poeta Nicanor Parra. Y como quien busca respuestas en un oráculo o vacía una caja de herramientas para reparar un armatoste, me puse a revolver La invención de Morel, la novela con la que Bioy Casares se concentró en resolver ese asunto, el de la muerte.

Morel, el personaje de Bioy, crea una máquina capaz de captar imágenes y de reproducirlas infinitamente. Sin embargo, lo que logra no es una proyección cinematográfica sino una representación, una representación teatral infinita y recurrente de la semana en la que Morel y sus amigos se van de vacaciones a una isla. Esa era la ambición de Morel: eternizar ese tiempo compartido de despreocupada felicidad, esa vivencia: «dar perpetua realidad a mi fantasía sentimental» (porque dice Bioy que en la memoria de los hombres es donde quizá está el cielo). Los amigos de Morel desconocen, no obstante, la implicación final de su invención: la máquina, al retener sus imágenes para recrearlas, les roba el alma y mueren.

De en medio de bastidores, irrumpe en la historia un fugitivo venezolano que se refugia en el archipélago donde Morel está urdiendo su obra y allí se encuentra con la extravagancia de una isla con días de dos soles y noches de dos lunas. La isla es el escenario en el que constantemente se está perpetuando ese «pequeño teatro de la vasta eternidad» y que el fugitivo, en principio, ignora. El fugitivo, narrador y protagonista, se enamora de Faustine, la amante supuesta de Morel, una mujer que todas las tardes a la hora del poniente baja al malecón, con sus pañuelos de colores en la cabeza, a leer. Cuando intenta abordarla, descubre que es una mujer inaccesible, indolente a su presencia. El protagonista desconoce su condición de espectador y sufre la indiferencia de Faustine. Sin embargo, ciertas recurrencias que interpreta al inicio como propio delirio, van desovillando el enigma: las reiteradas conversaciones entre los «actores», la circularidad de las escenas, la repetición de hábitos, de manías, de costumbres, de gestos.

El protagonista asiste al discurso en el que Morel confiesa a sus amigos su invención y descubre, finalmente, el sótano que habita la máquina y el mecanismo de mareas, orquestador de todas aquellas imágenes. Luego, comprende: Grité en esa casa vacía: “¡Faustine! ¡Faustine!”. (…) Faustine ha muerto; (…) no hay más Faustine que esta imagen para la que no existo. Finalmente, el protagonista decide inmolarse ante la máquina para encontrarse con Faustine en la eternidad y representarse junto a ella.

La verdadera ventaja de mi solución es que hace de la muerte el requisito y la garantía de la eterna contemplación de Faustine. (…) La hermosura de Faustine merece estas locuras, estos homenajes, estos crímenes. (…)  Han quedado grabados siete días. Representé bien: un espectador desprevenido puede imaginar que no soy un intruso. Este es el resultado natural de una laboriosa preparación: quince días de continuos ensayos y estudios. Infatigablemente, he repetido cada uno de mis actos. Estudié lo que dice Faustine, sus preguntas y sus respuestas; muchas veces, intercalo con habilidad alguna frase; parece que Faustine me contesta. No siempre la sigo; conozco sus movimientos y suelo caminar adelante. Espero que, en general, demos la impresión de ser amigos inseparables, de entendernos sin necesidad de hablar.

En 1963, Bioy Casares se pregunta en una entrevista sobre el arraigo de lo fantástico en su escritura: «El horror y la fascinación del primer enfrentamiento con el más allá se mantienen frescos. Aunque todo el trato que tenemos con el más allá se limita a la desolación de la muerte, no perdemos la esperanza de encontrar la llave que, tras media vuelta, depare otros prodigios».

Hay una escena del libro que ha entrado en mi memoria como «el fondo azulado de un río», en ese sótano de máquinas. Es la escena en que los amigos de Morel, todos reunidos, sacan el fonógrafo de un cuarto verde, contiguo al salón del acuario y, sentados en bancos o en el pasto, cuenta el protagonista, conversan, oyen música y bailan en medio de una tempestad de agua y viento que amenaza con arrancar todos los árboles. Y se escucha hasta la salida del sol Té para dos.

Lo que será recordar esa música, digo. 

Lo que será recordar esos pañuelos cuando Faustine se haya ido.

Hay que concentrarse en resolver ese asunto.



domingo, 11 de diciembre de 2011

Nicanor





Yo he leído poco a Nicanor Parra. Digamos que el nuestro ha sido de esos encuentros que no han cuajado. No sé por qué, la verdad, porque en Latinoamérica se crece a la sombra de su nombre, a la sombra de una hoja de parra como él mismo llamó aquel libro. Quizá es porque, en general, soy una escéptica de los antismos. Una anti-antis y Parra se vendía como eso: la antinomia, la antítesis. El Antígona de la poesía. Es lo que tiene la literatura cuando es en verdad literaria: acoge también a los que la niegan, reafirmándola, y no excluye ninguna especie de su creación. Más poeta o más antipoeta, no puede negar sus orígenes. Parra está a codo con Neruda y con Vallejo y con una tradición y, por si quedaran dudas, ahora también con Cervantes.

También pienso en Nicanor como en ese Baco vetusto que apartó su parra esa parra florida con la que otros poetas ocultan y custodian lo prohibido (el genital de un dios griego, el pezón de un ángel) y él la apartó, en cambio, Nicanor apartó su parra para desocultar y negarse a sí mismo y ser también un anti-Parra.

A Parra lo seguí durante un tiempo a través de un compañero de un taller de poesía que lo imitaba. De esas lecturas tangenciales, ahora recuerdo un verso de aquellos años que quizá le deba a Nicanor:

Volver es revolver con revólver

Como dijo Bolaño: «El que sea valiente, que siga a Parra».

Dejo como epílogo a esta nota un cuidado perfil de la periodista argentina Leila Guerriero para El País

-Fíjese todo lo que han hecho y no han podido resolver ese asunto.
-¿Qué asunto?
-El de la muerte. Han resuelto otras cosas. ¿Pero por qué no se concentran en eso?

viernes, 2 de diciembre de 2011

El villancico de La niña rosa

Vista interior de Carranza. 1 de diciembre


Algo tienen los primeros de diciembre de festividad nostálgica. Quizá sea ese feliz temblor que producen los puentes cuando los cruzamos o esa añoranza tremenda de los umbrales cuando se abren. (Umbral. Esa es la palabra favorita de Carolina en español). El primero de diciembre tal vez tenga la épica de los puentes y la lírica de los umbrales: la dulzura de esos viajes en los que se canta a tono con las modulaciones del paisaje (de pequeñas, mi hermana, mi prima y yo cantábamos mucho en las carreteras, en los peñeros y nunca entendimos por qué no podíamos cantar en los aviones si cuando se está sobre las nubes dan siempre ganas de cantar).

Ayer, primero de diciembre, encendieron la cruz del Ávila en Caracas y vi titilar en Madrid la Puerta de Alcalá (cómo se habrán visto los Champs-Élysées y las ranas tristes del Guaire). En nuestro piso de Carranza salió el sol sobre el vapor del tejado y vine a acordarme, por la pared agrietada bajo esa luz esencial de diciembre, de aquel pintor (qué habrá sido de su vida). Que se zanjara la pared de mi casa por una filtración fue un hecho relevante en mi adolescencia. Una mañana salí medio desnuda de mi cuarto y estaba aquel hombre de casi dos metros, alto como un pincel en la sala de mi casa, con su brocha gorda pared arriba pared abajo y unas botas marrones salpicadas de blanco. Y por esto de ponerme a conversar con desconocidos que siempre he tenido y de darles el rollo, este hombre me empezó a hablar de poesía y aquel amor estaba lleno de erres guturales que se encresparon, más amorosamente, en la erre de Rubén Darío.

Yo tendría entonces doce años, quizá, y no tenía puñetera idea de ningún Rubén Darío, salvo por el protagonista, tal vez, de alguna telenovela. El caso es que el pintor premió mi ignorancia con una antología de Austral que llevaba en el bolso. Mirando ayer la pared desflorecida me vinieron los versos de La niña rosa, de ese poema que quince años después todavía me emociona como un villancico. 

Lo más inspirador de esta historia es que hace unos meses aguardaban a un pintor en el restaurante donde trabajaba. Yo esperaba a un pintor como aquel con su braga áspera y su pintura de aceite; en vez, apareció uno con boina y lienzos. Pero este pintor quería vender sus cuadros, no venía a perder el tiempo con la poesía ni a regalar libros de Rubén Darío.  

Sea, en agradecimiento de aquel, el recuerdo de este villancico un primero de diciembre.

La niña rosa

Cristal, oro y rosa. Alba en Palestina. 
Salen los tres reyes de adorar al rey, 
flor de infancia llena de una luz divina 
que humaniza y dora la mula y el buey. 

Baltasar medita, mirando la estrella 
que guía en la altura. Gaspar sueña en 
la visión sagrada. Melchor ve en aquella 
visión la llegada de un mágico bien. 

Las cabalgaduras sacuden los cuellos 
cubiertos de sedas y metales. Frío 
matinal refresca belfos de camellos 
húmedos de gracia, de azul y rocío. 

Las meditaciones de la barba sabia 
van acompasando los plumajes flavos, 
los ágiles trotes de potros de Arabia 
y las risas blancas de negros esclavos. 

¿De dónde vinieron a la Epifanía? 
¿De Persia? ¿De Egipto? ¿De la India? Es en vano 
cavilar. Vinieron de la luz, del Día, 
del Amor. Inútil pensar, Tertuliano. 

El fin anunciaban de un gran cautiverio 
y el advenimiento de un raro tesoro. 
Traían un símbolo de triple misterio, 
portando el incienso, la mirra y el oro. 

En las cercanías de Belén se para 
el cortejo. ¿A causa? A causa de que 
una dulce niña de belleza rara 
surge ante los magos, todo ensueño y fe. 

¡Oh, reyes! Les dice. Yo soy una niña 
que oyó a los vecinos pastores cantar, 
y desde la próxima florida campiña 
miró vuestro regio cortejo pasar. 

Yo sé que ha nacido Jesús Nazareno, 
que el mundo está lleno de gozo por El, 
y que es tan rosado, tan lindo y tan bueno, 
que hace al sol más sol, y a la miel más miel. 

Aún no llega el día... ¿Dónde está el establo? 
Prestadme la estrella para ir a Belén. 
No tengáis cuidado que la apague el diablo, 
con mis ojos puros la cuidaré bien. 

Los magos quedaron silenciosos. Bella 
de toda belleza, a Belén tornó 
la estrella y la niña, llevada por ella 
al establo, cuna de Jesús, entró. 

Pero cuando estuvo junto a aquel infante, 
en cuyas pupilas miró a Dios arder, 
se quedó pasmada, pálido el semblante, 
porque no tenía nada que ofrecer. 

La Madre miraba a su niño lucero, 
las dos bestias buenas daban su calor; 
sonreía el santo viejo carpintero, 
la niña estaba temblando de amor. 

Allí había oro en cajas reales, 
perfumes en frascos de hechura oriental, 
incienso en copas de finos metales, 
y quesos, y flores, y miel de panal. 

Se puso rosada, rosada, rosada... 
ante la mirada del niño Jesús. 
(Felizmente que era su madrina un hada, 
de Anatole France o el doctor Mardrús). 

¡Qué dar a ese niño, qué dar sino ella! 
¿Qué dar a ese tierno divino Señor? 
Le hubiera ofrecido la mágica estrella, 
la de Baltasar, Gaspar y Melchor... 

Mas a los influjos del hada amorosa, 
que supo el secreto de aquel corazón, 
se fue convirtiendo poco a poco en rosa, 
en rosa más bella que las de Sarón. 

La metamorfosis fue santa aquel día 
(la sombra lejana de Ovidio aplaudía), 
pues la dulce niña ofreció al Señor, 
que le agradecía y le sonreía, 
en la melodía de la Epifanía, 
su cuerpo hecho pétalos y su alma hecha olor.

lunes, 28 de noviembre de 2011

La niña que besaba camisas



Ana María Matute era tartamuda de pequeña por los bombardeos. Cuando estalló la Guerra Civil Española tenía once años y por esa época se enamoró de un hombre casado que podía ser su padre. Ella esperaba detrás del visillo de su cocina a que la esposa tendiera las camisas del marido y, cuando nadie la veía, entraba al patio interior, se ponía de puntillas y las besaba.

Esta imagen vale por todo cuanto Ana María Matute hubo dicho en el Festival Eñe sobre la literatura.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Contar un cuento


Contar un cuento
es también bogar de mí hacia ti
ciar de ti hacia mí.

Dimanar.

Somos tú y yo
vaiveniando
en lo inmenso
de una verdad. 

lunes, 21 de noviembre de 2011

Oraciones ambiguas




Yo siempre he querido cantar. Es lo que más me gusta. Con más o menos oído, con más laringitis o  menos sordera: cantar es de las cosas que más me emocionan en el mundo. Recuerdo que, de pequeña, tenía la voz demasiado grave para mi edad, una voz, quizá, de niño que se avergonzaba ante la voz  diáfana de otras niñas.

Tal vez por eso me gustó pronto la poesía, porque descubrí que la poesía se podía cantar en silencio. Entonces en lugar de apuntarme a una escuela de canto, me inscribí en un taller de poesía. Pero ahí tampoco aprendí a cantar como cantan los poetas de verdad. Mi poesía era igual desafinada, arrítmica, tenía dos manos zurdas. Me quedó, entonces, el refugio de la ducha y la prosa, recodos, en fin, mucho más solitarios.

Porque lo que más me gusta de la música y de la poesía es la experiencia festiva: es la amistad, y el vino, y la fiesta misma: lo que ambas comparten de mundanidad y sacralidad, de santa bachata, de oración ambigua. Es a lo que seguramente se refería mi amigo Gianpaolo con aquello de una orginipiñatabingobailable (y seguro que lo decía por el lirismo de las bailantas). Con la música y con la poesía sucede lo mismo, me parece, que lo que apuntaba Kawabata respecto a la belleza: enciende esa emoción que nos hace pensar en la gente querida y el deseo de tenerla cerca.

La narrativa, en eso, es un poco más triste, más mezquina, aunque luego haya trozos endemoniados de prosa poética o de imágenes potentísimas en algunos escritores que provoquen tanta alegría como descorches. Pero solo logran esos instantes de vivacidad cuando la prosa se acerca a la poesía por la música y nos parece que no estamos tan solos en el mundo con quinientas sesenta y tres páginas bajo el brazo.

El sábado pasado tuvimos en la Escuela un Aula Creativa sobre «La musicalidad de las palabras». Leímos a Carpentier y a Lezama Lima, dos «novelistas extraños» por su cercanía a la poesía, afinamos el oído con Borges y Onetti, y pasamos toda la mañana escuchando literatura. Justo Borges daba el epígrafe al encuentro con una frase: «Todo arte debería aspirar a la música». Al cabo de tres horas, Luis Luna quiso hablar del lenguaje coloquial y no pudo. «En cada conversación…», empezó a decir y se interrumpió. «No sé por qué me ha salido un comienzo de Pablo Milanés».

Al día siguiente, llegó Adriana de Buenos Aires con un rosario de «oraciones ambiguas», un Domingo en Llamas. Oficiado, además, por lo que viene a ser para mí un Sabina de Baruta. Así provoca santificar las fiestas todos los días y alzar el cáliz entre amigos. Y meterse a evangélico.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Fingir demencia



Esa expresión se la escuché por primera vez a mi prima Fabiana, cuyo repertorio de coloquialismos, neologismos y sabiduría popular es del ingenio y el desparpajo de un llanero o un oriental.

Recuerdo que una vez me dijo algo así:

«Cuán de repente, el nene se apareció por donde yo estaba, sin avisarme ni nada, mana, porque andaba con un dale que te pego y un que tú que yo y, ¡mí!, mamita, fingí demencia». Ya luego cuando me vio lila, nomás sonriendo y asintiendo —signo inequívoco de que, en efecto, no nos enteramos de nada— me explicó qué era eso de fingir demencia: «O sea, mi reina, hacerte la loca, la paisa, la willimei».

Ayer justo en la clase de Romanticismo me vine a acordar de aquella lección de farsa popular, de paripé chino, de sueco fingimiento. Porque justo mentaron a Ibsen, aunque ni por sueco ni por noruego, sino por todo lo contrario. Nos explicaba Luis Luna que el Romanticismo combatió en todos los rines la moral burguesa y su reverencia —siempre un poco jorobada y jorobadora— a las buenas costumbres. «Lo que critican los románticos es el “aquí no pasa nada” del burgués». Así: la demencia fingida y difundida.

No sabía yo que mi prima fuera tan burguesa, mucho más burguesa, está claro, por paisa y por willimei. Igual y lee esto y se ofende, o lo mismo se le sube el petú al tupé porque, darling, eso de fingir demencia es súper cool. Ni cartelúo ni bandera que es muy plebeyo, mon cherie —¡asco! —, sino cool. Fingir demencia que es tan cool y tan burgués y tan aparencial y tan preferiblemente anti-romántico. A ver de qué fruteros nos hemos librado por valorar lo sabio que tiene de consejo popular eso de fingir demencia y las que nos han caído por seguirlo al pie de la letra.

Me acuerdo de que, por una época, el eslogan de una cerveza venezolana —Polar Ice, nada menos— rezaba así: «Polar Ice. Y todo bien». Recuerdo que aquello me horrorizó por cuanto tenía de verdad escandalosa. También esa podría ser una frase de Torvaldo en una versión bipartidista a la antigua (tan vigente en España) o boliburguesa de Casa de muñecas:


HELMER: (…) Se trata de ahogar el asunto a todo trance. Y, en cuanto a nosotros, como si nada hubiese cambiado. Por supuesto, hablo sólo de las apariencias, y, por consiguiente, seguirás viviendo aquí, lógicamente; pero te está prohibido educar a los niños. No me atrevo a confiártelos. (…) En fin, todo pasó, no hay más remedio. En lo sucesivo no hay que pensar ya en la felicidad, sino sólo en salvar restos, ruinas, apariencias... Y todo bien...






Fingir demencia es lo que Ibsen llamaba «tender velos».

Pero, finalmente, reacciona Nora, ese personaje adorable, romántico y anti-cool:

NORA:
Voy a quitarme el traje de máscaras.

Y de ahí en adelante, en la escena final, es escucharla y mirarle las manos resueltas deshacer velos hasta llegar a la puerta con su sombrero, su abrigo, su maleta de viaje—, a la puerta del teatro y cerrarla, por fin, sin demasiado fingimiento. Eso que ya no hacen los personajes de ahora.



viernes, 11 de noviembre de 2011

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Historias rocambolescas

15:00


Esta historia divertía a Onetti al recordarla, a propósito de los desvaríos del reconocimiento a los que es arrojada la suerte de un escritor y a la infausta profecía de Warhol y el número quince. Onetti cuenta que cuando William Faulkner murió en julio de 1962, los comerciantes de su pueblo, Oxford, arraigado en la Norteamérica profunda, decidieron rendirle homenaje. Acordaron, entonces, colocar en sus escaparates un cartel con el siguiente encomiástico:

«EN MEMORIA DE WILLIAM FAULKNER, ESTE NEGOCIO PERMANECERÁ CERRADO DESDE LAS 2.00 HASTA LAS 2.15 P.M.»

Quince había contabilizado Warhol en su reloj. «Ese es el tiempo de celebridad al que podemos aspirar: quince minutos». 

Y mejor que a Faulkner no se le hubiese ocurrido regatear un solo segundo de prórroga. Probablemente, se hubiese tenido que conformar con un vasto minuto de silencio...

domingo, 6 de noviembre de 2011

Herbolario de malas hierbas


Gertrude Stein


Juro que elegí la foto más fotogénica


Hace un par de semanas, iniciamos la clase de Lectura Crítica II con Eloy Tizón. Como introducción al curso, después de haber elogiado la lectura y sus reinos, reservamos un trozo de la tertulia al inframundo despiadado de la crítica y el desconcertante idilio de la fama. Eloy compartió con nosotros un pequeño libro que a modo de juerga leímos en voz alta y que registraba las decapitaciones más yuguladoras que han hecho los críticos con los grandes escritores. Fue un ejercicio de catarsis mucho más ligero y generoso, quiero creer, que los ya vistos en las plazas de la Revolución. Me encargaré de ir compartiendo con el tiempo este herbolario de malas hierbas.

Es el caso de Gertrude Stein, quien en 1912 envió su manuscrito para la publicación de A long gay book a un editor londinense. Uno de los fragmentos que recogía aquel libro gravitaba en torno a cierta prosa alambicada y «cubista» que pareció merecerle la respuesta posterior:

«Amar es algo. Cualquier cosa es algo. Los bebés son algo. Ser un bebé es algo. No ser un bebé es algo. Llegar a ser cualquier cosa es algo. No llegar a ser cualquier cosa es algo. Amar es algo. No amar es algo. Amar es amar. Algo es algo. Cualquier cosa es algo. Cualquier cosa es algo. No llegar a cualquier cosa es algo. Amar es algo. Necesitar llegar a algo es algo. No necesitar llegar a algo es algo. Amar es algo. Cualquier cosa es algo».

Así las cosas, esta fue la elegante esquela de rechazo que le envió aquel editor:

«Querida y estimada señora, soy solamente uno, sólo uno, sólo uno. Sólo un ser, un ser solo simultáneamente. Ni dos ni tres, sólo uno. Sólo una vida por vivir, sólo sesenta minutos en una hora. Sólo un par de ojos. Sólo un cerebro. Sólo un ser. Y por ser sólo uno, por no tener más que un par de ojos, no poseer más que un tiempo, sólo una vida, no puedo leer su manuscrito tres y cuatro veces. Ni una sólo. Sólo una mirada, sólo una mirada basta. Apenas si se vendería un ejemplar. Apenas uno. Apenas uno. Muchas gracias. Le devuelvo el manuscrito por correo certificado. Un solo manuscrito por un solo correo. Atentamente suyo, A. C. Fifield».

Para qué, si no, existen los eufemismos.

lunes, 31 de octubre de 2011

El evangelio según...


Cesare Pavese

Desde las catacumbas literarias



«El arte de desarrollar los pequeños motivos para resolvernos a realizar las grandes acciones que nos son necesarias. El arte de no dejarnos nunca humillar por las reacciones ajenas, recordando que el valor de un sentimiento es un juicio nuestro, pues seremos nosotros quienes hemos de sentirlo, no quien interviene. El arte de mentirnos a nosotros mismos sabiendo que mentimos. El arte de mirar a la cara a la gente, comprendidos nosotros mismos, como si se tratase de personajes de una novela nuestra. El arte de recordar siempre que, no contando nosotros nada y no contando nada ninguno de los demás, nosotros contamos más que nadie, simplemente porque somos nosotros. (…) El arte de tocar fulmíneamente el fondo del dolor, para emerger de un salto. El arte de sustituir nosotros a cada uno, y saber después que cada uno se interesa por sí mismo. El arte de atribuir  cualquier gesto nuestro a otro, para aclararnos al instante si es sensato.

El arte de poder pasarse sin el arte.

El arte de estar solo».

El oficio de vivir (1952).

jueves, 27 de octubre de 2011

Baruc en el río



Es el título de la nueva novela de Rubén Abella, nuestro antiguo profesor de Literatura del siglo XX. Hace unos meses tuvimos también la gratitud de celebrar Un centímetro de mar, el último libro de Ignacio Ferrando, nuestro profesor de Lectura Crítica I del año pasado y coordinador del máster.

Hoy viernes 28 de octubre, Rubén asistirá el bautizo de Baruc en la librería Oletvm a las 19.30 en Valladolid. No sé por qué, mientras leía la invitación me ha venido a la mente la clase en la que él nos contó con verdadera emoción cuando conoció a Coetzee en Australia. Quién sabe si este recuerdo de Coetzee y Abella vengan algún día cuento…

Dejo, de paso, una reseña de su libro para que «oigan a qué suena». Con estas palabras, Rubén nos hizo escuchar muchas de las grandes voces del siglo XX. Así se empieza.

Enhorabuena.


lunes, 24 de octubre de 2011

El placer de las digresiones. Una entrevista con Javier Marías




En el verano, di con esta entrevista que le hizo Juan Gabriel Vázquez  en 2007 a Javier Marías para la revista colombiana El Malpensante. Justo por esos días de agosto, yo había retomado Corazón tan blanco, novela en la que, en mi sentir, se cristalizan dos de las maravillas del autor: el manejo del tiempo y la narración digresiva. “I progress as I digress”, decía Sterne, su maestro, tal y como lo apunta el periodista entre sus notas. Y no cabe duda de que Marías es un gran digresionario.

A continuación, extraigo uno de los fragmentos más lúcidos de aquella conversación: 

¿Pero cuál es tu intención al manipular el tiempo de esta manera?
No es irritar al lector, desde luego. Habría dos intenciones: cuando abro una digresión, por larga que sea, mi desiderátum es que, aunque en un lector convencional pueda haber un momento de irritación (“pero dígame, ¿le corta o no la cabeza?”), la propia digresión tenga el suficiente valor y la suficiente fuerza como para que también sea interesante. Es lo que sucede en El padrino II, ¿no? Es una película extraordinaria: uno va viendo la parte del presente, con Al Pacino como Michael Corleone, y en determinado momento eso se corta y nos llevan a los comienzos de Vito Corleone, con De Niro. Y luego lo mismo, pero al revés. Cada vez que se hace uno de esos cambios, uno está tan interesado en lo que está viendo que detesta que lo saquen de allí. Yo quisiera que se produjera eso con mis digresiones: que al final resulten tan interesantes como la historia principal, y cueste salir de ellas.

Ésta sería tu primera intención.
Sí. Y la segunda es esta: yo creo que la novela es el género literario –e incluso el arte– que mejor permite la existencia del tiempo que en la vida real no tiene tiempo de existir. Existe la dimensión objetiva del tiempo: un minuto siempre tiene sesenta segundos. Pero en otra dimensión, las cosas tienen diferente duración subjetiva aunque la duración objetiva sea la misma. Lo que realmente uno recuerda de una larga noche en que abandonó a su pareja, o fue abandonado por ella, puede ser un solo gesto, una frase, una mirada, y a uno le hubiera gustado que el tiempo se detuviera. Eso es lo que permanece en la memoria. Mi intención en las novelas es que las cosas tengan la duración que nunca tienen al suceder pero que siempre tienen después de haber sucedido. En la novela se puede conseguir eso. Hacia el final de la escena de la discoteca, el narrador cifra incluso la duración de la escena: dice que debió durar ocho a diez minutos. Sin embargo, ha ocupado un montón de páginas, porque para mí ésa es la duración real. Claro, Cervantes es más osado: en el capítulo del caballero vizcaíno, la acción se interrumpe con las espadas en alto. Y uno cree que va a volver a la escena, pero no. No vuelve. Esas espadas llevan 400 años en alto y no van a bajar nunca.



sábado, 22 de octubre de 2011

El club de la felicidad



Ayer pasó que entré doblada por el dolor de estómago a la clase de Personaje Literario y, cuando me senté en la primera silla, ya estaba esperándonos Isabel Cañelles, la profesora, con unos pelos de cableado eléctrico al borde del cortocircuito. En seguida me contó de la mudanza y del piso y de que había tenido una semana que no veas porque, claro, a los niños les hacía mucha ilusión lo de la casa nueva, pero tú imagínate el estrés…

Al minuto entró Silvia estornudando y, con la nariz todavía en el pañuelo, se dio cuenta de que se había equivocado de carpeta y de que había dejado los deberes en la fucsia. Cristina abrió la puerta de la clase enjugándose las lágrimas de la alergia. Andrea, muy regia, ocupó su lugar, cruzó y descruzó un par de veces las piernas y, cumplida la venia, dijo que la disculpáramos porque estaba ardiendo en fiebre.

Ya todos empezamos a mirar a Rubén con instintos criminales porque daba la impresión de estar demasiado abstraído y absuelto de la catástrofe con su Ipad clínico y su tónica inmunosuficiente y le pedimos que, por favor, se solidarizara con el club de la felicidad.

—Vale. Tengo sífilis. O pañalitis—. Y parecía que ya nos bastaba aquella mentira indiferente para echarnos todos a llorar. Así que con voluntad de purgarnos los ánimos, resolvimos leer un relato de Medardo Fraile sobre la historia de un pescador que en uno de sus viajes conoce a la mujer de su vida y de quien luego, al partir, solo conserva una camisa que ella le ha regalado. Esa camisa se convierte en el símbolo total del relato. Finalmente, y dicho a la luz de un fósforo, el pescador muere de amor.

Ya parecía que todos nos subíamos con Fermín Ulía al carel del barco para esperar esa ola que nos llevaría con él —momento en el que el espíritu del club de la felicidad iba in crescendo, al borde del espasmo: yo me arrodillaba sobre las tripas, Silvia se desatornillaba la nariz con un kleenex, Andrea perdía el autobús hacia su casa con cuarenta de fiebre— y, sin embargo, siguió una frase redentora: «Pero lo curioso fue lo que pasó aquella madrugada en que el marinero y su camisa no fueron juntos a pescar».

—¡Esta frase, chicos! —festejó Isabel Cañelles fuera de sí—. Esta frase es la visagra hacia la imagen final, hacia el gran hallazgo del relato! ¡Que no se diga que la literatura no es bonita! ¡Miren lo que se puede conseguir!

Isabel hablaba poseída por el daimon de las letras universales, justo en el instante previo a que un rayo partiera en dos un árbol y una mitad cayera sobre el cableado eléctrico que la tenía de punta. Leyó, de nuevo, y a viva voz:

«La camisa, con el gris y el violeta, el amarillo y el rosa recién lavados, había quedado colgada de una cuerda, secándose. A eso de las cuatro, sin viento alrededor, la camisa comenzó a moverse. Se agitaba con la angustia de su vacío, como queriendo romper las ligaduras que le apretaban los hombros. Las mangas, retorcidas, subían y bajaban con un invisible soplo de llanto de tragedia. Se juntaban a veces por los puños, se abrían en cruz. Y el cuerpo, prendido a los hombros, giraba convulso y se doblaba una y otra vez en una misteriosa corriente de tortura. Luego se quedó rígida, extenuada, como un palo; con las mangas señalando el suelo».

Esa noche, todos repetimos en un solo cuerpo los movimientos de la camisa de Fermín Ulía, casi como en un ballet payasil.

—¿Tú qué crees, Isabel? —le preguntó Rubén con mirada de pocos años a su maestra. ¿Crees que es mejor encontrar algo aunque en seguida lo pierdas?

Es difícil decir si todo nos dolía más o menos al cabo del relato y de esa imagen final. Pero no cabía duda de que éramos el club de la felicidad. Y no lo sabíamos.