Quiere uno hablar de la
belleza derramada del trópico, de ese cáliz que desborda, de esta luz que nos
pone de rodillas, del zorro que cruzó hace unos días el patio de mi abuela, de
los fresones obscenos que venden los buhoneros en Plaza Caracas. Quiere uno
besar esta tierra de gracia y digresionar, perderse en el embrujo de la selva
húmeda tropical, uno, dos, tres clicks en el mapa, sí, aquí, maravilla pura,
Caracas, Venezuela.
Quiere uno digresionar
y, qué dolor, qué dolor, Mambrú, termina uno desgracionando. Basta con tener
que pisar un ministerio, necesitar, por favorcito, una cédula, oh, pecado,
hacer un trámite mínimo, renovar un pasaporte, como era mi caso hoy a las 6.25
de la mañana en el Servicio
Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería de la Baralt.
Siete horas de espera —ya
pude haber llegado a Mochima, mojar los pies aquí mismo en Patanemo, pero no—, siete horas en una silla
inmóvil de piñata sin cotillón, ahí, braceando con los pies, para morir
ahogados en la orilla. Un clásico.
Al cabo de las siete
horas llaneras, llego, por fin, al mostrador de Angie, le explico lo de la
renovación, le explico que necesito volver a España, y va uno deshojando
papeles, total, somos dueños del Amazonas, venga, va, que no somos finlandeses,
veinticinco copias, Angie, cuánto vale aquel árbol de allá que necesito volver
a España. Tala y quema, la pira burocrática. Todo parecía arder a favor, hasta
que Angie tecleó el siniestro número y lo ingresó en “El sistema”.
—Ay, mamita, aquí “El sistema” me dice que
tú estás divorciada. ¿Tú no eres divorciada, verdad? Si no es así, no te puedo
tramitar el pasaporte, reina, hasta que no me traigas una carta de soltería
notariada porque si no está notariada no vale.
Uno de verdad quiere hablar
bonito de Angie, piropear a esa morenaza simpática, contar lo linda que se veía
masticando su chocolate blanco justo antes de teclear el siniestro número.
—¡¿Divorciada?! ¡¿Yo?!
Como dice mi amigo
Ángel, había que parar la escena allí e invitarle un guayoyito a Angie para
explicarle lo francamente imposible, lo jurídicamente inviable que era que yo
estuviera divorciada. Por mi madre, Angie, ¿con azúcar o así mismito, mi negra?
—Mi amor, “El sistema”. No puedo hacer
nada. Vente mañana con tu cartica y lo modificamos.
Allí comenzó mi
desgracionar. Después de siete horas, un
madrugonazo llanero, tres cafés y treinta y cinco copias, cuarenta, sesenta “El
sistema” supo mejor que yo de mi divorcio. Es más, por lo visto, anteriormente,
comió tequeños, bebió güisqui y hasta me arrancó el liguero en mi propia boda
(dado que supongo que hay que casarse primero para poderse divorciar), pero eso
sí, después del divorcio me dejó indocumentada y loca en la repartición de
bienes. “El sistema”. Una desgracia kafkiana, pura burundanga administrativa.
Te pone a dudar, lo juro.
Mi historial con la
administración pública de este país es para escribir el Desgracionario porque
da para mucho desgracionar. A lo mejor usted cree que está felizmente casado,
¿verdad? Imagínese. En ese caso, tiene dos opciones. O blindar su fantasía y
nunca jamás ocurrírsele someter su felicidad a la ruleta de la fortuna en la
que consiste abandonar los dígitos de su cédula de identidad a “El sistema” (en
ese caso, no le queda otro destino que vivir indocumentado, burlar las
fronteras entre melones o guacales de yuca, entre balsas jineteras, o hacerse también
el Jairo o la garota). O, si por el contrario, es grande su sospecha o su
curiosidad acerca de los hilos profundos que mueven su vida conyugal, está
disponible la opción de jugarse el tarot del Saime. Los escenarios son variados,
insospechados, aleatorios y rocambolescos. El tarot del Saime puede arrojar
sobre su cándido pañuelo todo tipo de arcanos: infidelidades, rupturas,
casamientos, divorcios y defunciones. Y así desenmascarar a los actores
conyugales o quizá revelarle su más oculto deseo (quizá, el mío, era el
divorcio; no lo sé, ahora me pone a pensar). Otro oráculo bolivariano. El
vergatario del esoterismo y la superchería. "El sistema".
Fígurense. El marido o
la esposa que creía usted su compañero o compañera de vida, regio de salud, en
plena flor de la juventud, puede que ya “El sistema” le haya diagnosticado algo
si usted aparece como “viudo” o “viuda”. O, puede darse el caso de que a aquella
relación que creía duradera, firme, finalmente asentada pueda entrarle, de
pronto, la malaria de la duda si aparece usted como “divorciado” o
“divorciada”. Ya lo pone a usted nervioso aquel incidente; un poco irritable,
la confusión; y es probable que por la misma predisposición, “El sistema” acabe
teniendo razón sobre su destino. Hay que pensárselo dos veces antes de
mostrarle el número al brujo. Con suerte, saldrá usted ilesamente “soltero”, en
caso de que no lo fuera, aparentemente con traumas menores y, por supuesto,
deberá agradecerlo: “El sistema” habrá sido generoso con usted. Le habrá dado
otra oportunidad.
Pero si se creía usted soltero
—¡como hubiese jurado que era mi caso!— y resulta “divorciado-ado-ado” (con eco, por
supuesto, como “culpable-able-able”) las probabilidades se tuercen. Ya
está pensado uno en cambiar cerraduras, enterrar las morocotas de la abuela
(aquella herencia ínfima), irse los jueves a Yesterday a buscar marido. Pero
después de todo, después de aquel despelote fundacional, de aquel desvarío, uno
lo que ve al final de la orilla, —siete
horas remando, la sed, la somnolencia, el delirio— es a Murphy, a Morfi Rafael, sonriéndonos de lado, pelándonos
el diente de oro.
De verdad, queridos
míos, hace mucho que ya que no vivimos en el trópico, sino en el psicotrópico.