Volviendo sobre aquella
conversación con Eloy Tizón sobre cómo leer poesía y las anotaciones que de ello hace Hanni Ossot, recordé un fragmento que leímos en la última clase de
Lectura Crítica II.
Hace dos digresiones, recurría
a esta imagen de alguien que, para leer poesía, cierra los ojos. Y escucha. Lo
curioso es que en el fondo, en el pozo de lo poético, en su eco más recóndito
habla lo femenino. El ánima. Esa acústica del habla de las musas que el poema
recoge, en su abismo, como una memoria, y que el poeta supo escuchar.
«La poesía se escribe
con el ánima —apunta Hanni Ossot—, no con el logos, no desde el animus. El tiempo de la poesía es el
tiempo del ánima».
Alguna vez le escuché
decir a alguien que los mejores narradores han sido aquellos desterrados por la
poesía, los que se quedaron en medio, un poco tocados, quizá, escuchando, en
una prosa sin prisa. No creo que haya mucha verdad en ello, al menos ningún axioma, pero en todo caso, la historia de Joyce, según nos cuenta Ricardo
Piglia en sus Formas breves, es
también la de un oyente de lo femenino:
«Joyce
estaba muy atento a la voz de las mujeres. Él escuchaba a las mujeres que tenía
cerca: escuchaba a Nora, que era su mujer, una mujer extraordinaria;
escuchándola, escribió muchas de las mejores páginas del Ulises, y los monólogos de Molly Bloom tienen
mucho que ver con las cartas que le había escrito Nora en distintos momentos de
su vida. Digamos que Joyce estaba muy atento a la voz femenina, a la voz
secreta de las mujeres a las que amaba. Sabía oír».
Eso
de poetas y de conserjes que tienen los grandes narradores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario