Esta
publicación llega con retraso. Es mucho más cercana al recuerdo que a la
novedad: ya es más una memoria que una noticia. Y en caso tal, si llegó a
serlo, fue una noticia escolar como las que circulaban en la escuela o el
instituto en periódicos austeros escritos por colegiales febriles. Escolaridad
febril: quizá ese sea el título más franco entre los que habríamos podido
recibir el sábado 7 de julio: «por haber cursado regularmente y aprovechado las
876 horas correspondientes a los dos ciclos». Si así lo fuera, si mereciéramos el
título de la escolaridad febril, bastaría; valdría como congratulación
suficiente en un mundo sin calenturas ni vocaciones.
Con una
imagen de fuego, iniciamos hace dos años esta búsqueda: con la imagen de una
casa en llamas en medio de un lago. Esa fue la fotografía del máster. Una imagen,
quizá, de aquel verano de 2010 que ardía o una metáfora del alma de un
escritor, la de Dostoievski, por ejemplo, siempre tan afiebrado. Una imagen de
ignición: de encendimiento y lumbre. Pero también una imagen funeraria. Ambas rituales
como lo es también la escritura.
Solo
quería rescatar esa imagen y hacerla presente como las imágenes de algunos sueños
que no dejan de acompañarnos. Alguna vez lo escribí y aún así lo siento: la experiencia de la escritura ha sido y es ese sueño que nos hace despertar profundamente. La imagen final del máster se ha hecho nítida en las palabras de Silvia, palabras en cuanto «exploradoras
de un abismo».
Gracias
a Silvia por la belleza y la verdad de estas líneas. He querido copiar estos fragmentos
entre mis apuntes más esenciales de estos dos años. No recuerdo haber escuchado
un dictado hace mucho tiempo en una voz con tanto temblor y tanta bondad.
*
Madrid,
7 de julio de 2012
Escuela
de Escritores (promoción 2010-2012).
Ante
todo, quiero ser sincera. Durante este último curso, he sentido en varias
ocasiones ganas de llorar y aún no lo he conseguido. Espero que no lo haga hoy
precisamente, cuando menos lo deseo.
(…)
El
motivo de mi desánimo es la escritura. Este año tengo el síndrome de Bartleby.
El pánico de escribir un solo libro; el miedo de que, a partir de ahora, no
haya más historias en mi vida. Es una sensación angustiosa que no sé bien cómo describir,
pero me identifico con un personaje de Beckett que no hacía más que cambiar de
lugar las piedras de sus bolsillos. Y es que la escritura tiene una función
liberadora pero también de frustración. Cuando le preguntaban a Juan Rulfo la
causa por la que llevaba tantos años sin escribir nada, respondía que se le
había muerto el tío Celerino que era el que le contaba las historias. Quizá esa
sea la sensación del escritor que no escribe. El interminable duelo por la voz
de un familiar desaparecido.
(…)
¿Qué
puedo deciros del Máster? Son dos cursos de mucho trabajo y esfuerzo que no
garantiza nada. Por haber estudiado el Máster, no podemos considerarnos
escritores. Para eso es necesario escribir, encerrarnos en una habitación
propia, como decía Virginia Woolf, y buscar algo que nos duela.
(…)
Ni
siquiera conseguiremos un título oficial que adjuntar al currículum. Entonces,
pensarán algunos, ¿para qué derrochar el dinero en una formación que no nos va
a abrir ninguna puerta?
(…)
Ahora, a
punto de terminarlo, comprendo que lo importante no son las puertas que se
abren hacia fuera. Escuchad lo que le he robado a Eloy Tizón de su facebook. Es
una cita del libro “88 sueños” de Juan-Eduardo Cirlot. Dice lo siguiente: «Atravieso
habitaciones y habitaciones, todas iguales, en las que solo el papel de las
paredes cambia de color. No hay muebles en ninguna de ellas. No encuentro lo
que busco.»
En el
Máster, lo hemos hecho. Hemos pasado con frecuencia de una habitación a otra de
distinto color. Y buscamos. Lo sé. He mirado los ojos de mis compañeros en
muchas clases y he intuido cuando se estaba abriendo una puerta en ellos. Pero
hablo de las puertas de las que no solemos acordarnos, de aquellas sin
picaportes, puertas oníricas que se abren hacia adentro y, si nos atrevemos a
cruzarlas, nos conducen al sótano. Seguramente no nos gusta lo que descubrimos
en su interior: un espacio tenebroso, repleto de arañas y de trastos
inservibles, no es un paisaje atractivo. Es cierto. Pero es necesario
adentrarnos en él para escribir la verdad.
Clarice
Lispector lo explica mejor que yo: «Tengo miedo de escribir, es tan peligroso.
Quien lo ha intentado, lo sabe. Peligro de revolver en lo oculto y el mundo no
va a la deriva, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del
mar. Para escribir tengo que colocarme en el vacío». Y añade: «Si la “verdad”
fuese aquello que puedo entender, terminaría siendo tan sólo una verdad
pequeña, de mi tamaño».
(…)
El curso
que viene, cuando no tenga que correr y sudar para llegar puntualmente a clase,
para devolver los libros en la biblioteca, para reconciliarme con la frase de
un relato, me quedaré en mi habitación con los maestros antiguos. (…) Me
convertiré en una exploradora del abismo. Pero, quiero pensar, que no estaré
sola. Oiré vuestras voces y las de mis compañeros, sentiré vuestro aliento en
la nuca.
¡Mis
compañeros! Creo sinceramente que hemos formado un grupo compenetrado, bien
avenido. Hace dos años, cuando comenzamos a compartir aula, nada nos unía,
salvo presumiblemente una afición un tanto enfermiza por la literatura: la locura
de embarcarnos en un programa de formación que solo nos garantizaba ser unos
ilusos. Nos sentamos en las aulas de colores, con un poco de temor y vergüenza,
hasta que fuimos levantando las cabezas de avestruces y nos miramos de frente.
Pero creo que son nuestros escritos los que nos han acercado; los que, en
realidad, nos han permitido conocernos, descubrir cuando un texto dolía y, por
qué no decirlo, conmoviéndonos. (…) Ahora, verdaderamente, somos compañeros.
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