La noticia de que
Chavela Vargas había muerto me llegó primero de México. Al minuto, recibí la
segunda campanada de París. Y a las horas, un pañuelo blanco desde Shanghái. Todos
han sido mensajes de amigos que han ido sumándose. Yo diría que Chavela Vargas
fue, sobre todo, una gran amiga. Las palabras de Sabina y Almodóvar valen por
un tratado de amistad, de adoración. Eso hace Chavela en mí: querer más a mis
amigos. Chavela Vargas fue una gran amiga de sus amigos, entre otras cosas, porque
fue una mujer sola, no una mujer solitaria, sino sola. Sus amigos fueron sus
grandes amores.
Hace unos días, escribí
este artículo para una revista. Me animo a compartirlo hoy que se casan dos amigos
muy queridos, Ángel y Marián, hoy que estamos de Noche de bodas y que Chavela ríe y llora.
*
Llorona,
nos vemos en Comala
Cuando
Mercedes Sosa fue a cantar a México en los años setenta, dijo que quería
visitar la tumba de Chavela Vargas. En 1991, apareció en un escenario de
Coyoacán, pero nunca verdaderamente se apartó de Comala, de ese pueblo de
adioses y nostalgias que poetizó Juan Rulfo en Pedro
Páramo. Con el título del bolero de José
Alfredo Jiménez la periodista mexicana María Cortina reunió sus verdades: Dos
vidas necesito. Las verdades de Chavela:
«La Llorona y yo, solas, esa es nuestra verdad»
«Mi nombre es Chavela
Vargas, tengo noventa años y estoy viva. Viva de tanto vivir, de tanto amar, de
tanto gritar que estoy viva como la vida, como el color rojo». La cara desnuda
sin sombra ni maquillaje, la sonrisa «lúbrica y pura» como la luna de Lorca y
los brazos abiertos. Hay quien ha dicho que, desde Cristo, nadie abre los
brazos como Chavela Vargas. Y allí está, cuando amanece y también cuando
anochece, sola, con los brazos abiertos en cruz frente al Chalchi. El Chalchi,
que es el cerro que la entiende, que la escucha, que le hace preguntas. Y ella
que quizá sea ese volcán que despidió su amigo Pedro Almodóvar, un volcán de
fuego lento y canto en las faldas del cerro.
«¿Cuándo escuchaste el
primer canto, Chavela?», le pregunta María Cortina en esa prolongada
conversación que duró dos vidas. Chavela Vargas llora. Es una tarde de mayo y
tiene ochenta y nueve años. Recuerda la historia de los indígenas que
anunciaron su nacimiento cantando y llora. Recuerda cómo la cuidaron, cómo la
arroparon con sus voces desconocidas y cómo volvió a ellos, aún de niña, años
después, cuando mamaba de una vaca y era amiga de las serpientes, para que la
curaran de la polio, de la orfandad, de esa primera soledad, de ese primer desamor
incurable de la infancia. «Me dieron hierbas quebradas con raíces machacadas
para la fiebre, hojas, pétalos. Muchas cosas. Y canto, también me dieron su
canto. Con eso me curaron».
No
sé qué tienen las flores, Llorona / las flores del camposanto / que cuando las
mueve el viento, Llorona / parece que están llorando.
La curaron con el canto y con el llanto, con ese don chamánico de llorar
cantando o de cantar llorando con el que tantas veces curó también a quienes la
escucharon. «Gracias», le dijeron las hijas de un hombre en Veracruz. La
besaron, la abrazaron y le dieron las gracias porque en su último concierto su
padre había llorado. «Por su música supimos que nuestro padre sentía». Tiene
razón el escritor Carlos Monsiváis cuando dice que Chavela ha sabido expresar
la desolación de las rancheras con la radical desnudez del blues. Y ha hecho
del llanto una música, un género: ese es el acto milagroso de Chavela Vargas. Pero
no es solo su llanto, sino su catarsis: lo que de nosotros llora en ella y
sana. Monsiávis insiste: «Chavela libera la canción de todo automatismo y la
convierte en pura expresividad emocional». Ahí siempre La Llorona, viva de
vida, como el color rojo. Y viva de muerte. Rosa funeraria. Podría decirse con verdad
que Chavela Vargas ha estado siempre tan viva en la vida como en la muerte. Catrina
en flor: duelo y festividad.
«Tú eras la muerte. La
muerte que le cantó a Frida», le dice María Cortina. Yo soy como el chile verde, Llorona, / picante pero sabroso. «Cántame,
mientras yo pinto», le pedía Frida. La conoció en Coyoacán, donde vivía con
Diego Rivera. Ellos le revelaron el secreto de su arte, dice, un secreto que
calló para siempre. En la intimidad, Chavela le cantaba a Frida, a la Vida, a
la Muerte. Les cantaba siempre desde el mismo lugar, desde Comala. Desde el
desconsuelo, desde la pérdida. Canta como quien llora algo perdido e inhallable.
«Esa noche volvieron a sucederse los sueños —escribe Rulfo—. ¿Por qué ese
recordar intenso de tantas cosas? ¿Por qué no simplemente la muerte y no esa
música tierna del pasado?». La verdad es que Chavela cantó con tanta desolación
y buscó con tal despecho prehispánico eso perdido que llegó al infierno y la
dieron por muerta. «¿Dónde estabas, Chavela? Estaba dentro de mí». Veinte años
le costó volver. Se escapó de una cárcel
de amor, de un delirio de alcohol, de mil noches en vela, anunció Joaquín
Sabina. Volvió a la vida o a su bulevar. Porque eso le oyó decir Sabina cuando la
conoció en Madrid: «Yo vivo en el bulevar de los sueños rotos». Otra Comala.
Una noche en el Teatro
Español, en su segunda vida, cuando volvió a nacer, Chavela cantó desde la
sombra, envuelta en la penumbra del escenario. Chavela Vargas era solo una voz,
«un canto ronco, hondo, agrietado», una voz
de rayo en la intemperie de su bulevar, puro
murmullo de vida cantando unos versos de una canción popular del siglo XIX
que Rulfo había reproducido en Pedro
Páramo: Mi novia me dio un pañuelo
con orillas para llorar, decía y cantaba Chavela. Mi novia me dio un pañuelo con orillas para llorar. Un pañuelo o un
jorongo: eso le dio la Muerte antes de nacer o la Vida antes de morir —Chavela
fue una amante bígama; amó a ambas por igual—. La Vida, la Muerte o Macorina. Un pañuelo o un jorongo con orillas para
llorar, que la arropara y le recogiera el espesor y la abundancia de las lágrimas.
«Tú vida ha sido muy dolorosa», escuchó decirle. A un Santo Cristo de fierro, Llorona / mis penas le conté yo. / Cuáles
no serían mis penas, Llorona / que el Santo Cristo lloró.
«Tú vida ha sido muy
dolorosa». Eso escuchó decirle a la otra Chavela. «La encontré cuando buscaba
algo que no sabía qué era. Desde niña, desde siempre. Y me dio mucho gusto
encontrarme con la otra Chavela. Y nos saludamos. Y me dijo: “Tu vida ha sido
muy dolorosa”. Estamos juntas siempre y juntas hemos ido hasta el fin del
mundo. De día y de noche. La noche ha sido para nosotras la búsqueda del alma.
De noche se busca, de noche se encuentra». Cada vez que Chavela y Rulfo
juntaban las copas, brindaban por las dos: «Por la vida y por la muerte». María
Cortina lo comprendió cuando lo escuchó de labios de Chavela: «Comala está
siempre donde uno va».
Desde ese lugar
crepuscular, le hablaba a García Lorca en sus noches de insomnio. Le hablaba al
alma del poeta que, como ha dicho, ha acompañado su soledad. «Hablábamos de
cómo iba el mundo, de su poesía, del canto, de la palabra, de la música, de la
verdad y del silencio». Cuenta Chavela que una noche en su casa de Tepoztlán
escuchó una voz. «Era Federico y le pregunté: “¿Qué hicieron con tu muerte?”».
De ese diálogo, surgió el sentimiento de su último trabajo, La luna grande, un homenaje a la poesía
de Lorca acompañada con su voz, junto a un repertorio de sus melodías más
íntimas. Anoche los dos con la luna llena
/ yo me puse a llorar / y tú reías…
Chavela recuerda con
emoción una noche que cantó en la Huerta de San Vicente, la casa de verano de
Lorca en Granada. Desde la ventana de la habitación del poeta se veía la Sierra
Nevada y la Alhambra. Los gitanos dijeron que esa noche el duende estuvo más
vivo que nunca. «”Federico”, le dije yo, “estás aquí con nosotros, en tu casa,
bienvenido seas”. Su sombra, su luz, su presencia. Eso fue lo que sucedió
aquella noche. Laura, su sobrina, lloró a mares ese día y la gente también
lloró sin descanso, pero ese día fue tan especial por Federico». Una vez
también dijo que jugaría el juego de no regresar. «Me quedaré en Granada con
Federico».
Pero ya Rulfo la había
visto en Comala: «Y aquí aquella mujer, de pie en el umbral (…) dejando asomar
a través de sus brazos retazos de cielo y debajo de sus pies regueros de luz;
una luz asperjada como si el suelo debajo de ella estuviera anegado en
lágrimas. Y después el sollozo. Otra vez el llanto…». Si porque te quiero quieres, Llorona, / quieres que te quiera más. / Si
ya te he dado la vida, Llorona / ¿qué más quieres? Chavela Vargas así lo
suscribió desde aquel lugar, desde su Comala: «Cuando escribas esto —le pidió a
María Cortina— di que hay veces que
sueño que estoy muerta. Y que cuando me despierto me escucho hablar y pienso
que, en realidad, estoy muerta. Pero regreso, siempre regreso a la vida».
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