Cuando aún era
estudiante de Periodismo, entrevisté en una ocasión al pintor venezolano
Sigfredo Chacón. Para llegar a su taller había que descender por un laberinto
de helechos que salía, finalmente, a la claridad explosiva de un sótano, a una
evocación ritual del blanco. El orden era su taller.
En un momento de
aquella larga conversación, Sigfredo Chacón se levantó, fue hasta su biblioteca
y regresó a la mesa que nos reunía con un libro que recordaba las figurillas de
Giacometti. «Giacometti decía que era la gente vista desde lejos. Y es verdad.
Cuando las veías era así».
Esa imagen era una
metáfora involuntaria de sí mismo que el pintor me entregaba, sin saberlo. En
el transcurso de los años, Sigfredo Chacón también se había convertido en una de
las figurillas de Giacometti que vio en la Galería Nacional de Londres a los
veinticuatro años. No sé si imaginó entonces que él también se iría haciendo
cada vez más distante, más pensativo como la gente que se mira desde lejos. «Uno
con los años se va ensimismando —me
confió en aquella ocasión—. Ahora visito pocas
exposiciones, salgo poco. Pienso en mi trabajo plástico las veinticuatro horas.
Es un sub-pensamiento, un doble pensamiento constante».
En Caracas, la visión
de El Ávila, siempre inesperada y cambiante, impresionable a cada hora del día por la luz del trópico y las sombras de sus nubes, se me hace un sub-pensamiento
de la ciudad, un doble pensamiento. Quizá el sueño recurrente de ese valle y de
nosotros que mirábamos la montaña y la soñábamos y que, en algún momento, en
esa instantánea aérea, fuimos también figurillas de Giacometti.
Me parece que la
experiencia de escribir un proyecto literario es algo así: ser una figurilla de
Giacometti que sueña a lo lejos.
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