Con motivo de la celebración del "Día E", día del español, el Instituto Cervantes convocó a mediados de junio a una treintena de invitados alrededor de una pregunta: ¿Cuál es tu palabra favorita en español? Como se sabe, la palabra ganadora fue Querétaro, la preferida por el actor mexicano Gael García Bernal. Esta elección que tuvo en favor a 33.000 votantes ha sostenido algunas disputas siderales. Al margen de los acuerdos y desacuerdos, y de las personalidades que pudieron infundir las preferencias, el juego casi infantil de propiciar esa búsqueda de una palabra propia en nuestro idioma que logre emocionarnos, me parece inspirador. Pensar el idioma, aún con el motivo fatuo de un concurso, se me hace una iniciativa, en efecto, inspiradora.
Porque, la verdad, dos personas no piensan nunca un mismo idioma. Hay tanto español como hablantes. Un idioma es siempre una metonimia sensata para la confusión maravillosa de todas sus lenguas: todo idioma es babélico. Mi lengua, cuando se apoya sobre los dientes, cuando bracea en lo alto del paladar o mueve los labios desde bastidores como un titiritero, se habla a sí misma: me habla. Acaso, cada uno piensa su idioma, que es el de las palabras que nos constituyen, las palabras que somos. O sea, cada quien piensa su lengua: la lengua se mira el ombligo. No importa cuál es la palabra favorita de Gael o de Vargas Llosa, de Forlán o Gamoneda. Lo interesante de esta iniciativa es que nos hizo pensar, acaso, en una palabra propia, asomarnos al fondo secreto de nuestras palabras, sacar la lengua frente al espejo. Y a partir de una palabra, nos hizo pensarnos. Qué más da que esa palabra signifique o no para otros, que la acojan, la ignoren o la destierren los fueros de la Academia.
El “Día E” es también el “Día L”, puesto que E contiene a L. En el cofre del idioma está nuestra lengua: ese reptil con ínfulas de pájaro. El “Día E” es el día de nuestra lengua. Si diéramos en encontrar el Aleph en nuestra lengua, si confiáramos en que nuestra lengua es un mundo de vidrio, podríamos ver en ella, sin confundirse, todas las lenguas que han hablado en español y que lo hablarán —aún inenarrables— vistas desde todos los ángulos en la claridad de su propia caverna. Veríamos, en un mismo instante, las amargas papilas de Quevedo, el músculo de Lorca, verde, enervado de raíces, la punta aurífera de Rubén Darío, la saliva espesa y mineral de Neruda, la mucosa oscura de Vallejo, el paladar cóncavo de Valle Inclán, los corpúsculos diamantinos de Góngora, las fauces espinosas de Sábato, la mandíbula de la especie en Paz, el hioides salomónico de Unamuno, el veneno en las glándulas de Ramos Sucre, las encías desoladas de Rulfo. Veríamos la colmena en la que trabaja la lengua de Machado, la piedra en el cielo de Juan Ramón, el rayo entre los dientes de Miguel Hernández, la hoz de Umbral, el falo erecto y lingual de Cortázar, las llagas de Watanabe, el beso lascivo de Sor Juana Inés, la gruta estrellada de Borges, el fuego prohibido de Cervantes.
Veo también la pulpa del amor maternal —una pulpa de higo o de guayaba o de ámbar y pan amarillo— en boca de mis tres madres, un peñero cruzando la pendiente en la lengua viril de mis primos, una O profunda de alguien que falta. Veo la lengua de mi madre que lleva mi lengua entre todos los soles del abecedario, veo una umbela, un manojo de gerberas en la voz ronca de mi hermana, veo la lengua extranjera y sentimental de mis abuelos —llena de diminutivos— arribando en un barco a La Guaira, veo en mi lengua las fresas salvajes de Sviñi, la pólvora y las flores de Riga, veo el mar limpio de Macuto, veo El Ávila —ese seto azul que guarda al Caribe—, veo un campanario de árboles copiosos, un hilo de hormigas sobre una lápida, una perla en el oído de mi hermana, veo un perro que me habla y me escucha, veo la sal en las hebras de un puerto, veo unas manos que se arrugan arrullándome, veo un ataúd abierto, veo lo inefable, no veo, veo una lengua sin palabras, veo apenas una lengua, mi lengua, plena, acaso, de paisajes y acordes.
No veo Querétaro, pero Borges lo vio en su Aleph: “vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala”. Yo no veo Querétaro, pero veo Pátzcuaro: veo los cielos verdes de Kitzia, que significa cosquillas, en polaco.