Carranza de amanecida. Diciembre, 2013 |
Al 5B de la calle Carranza número cinco
llegamos un noviembre de 2010. Amira y Adriana venían a Madrid a estudiar Moda
y Fotografía en el IED, y yo el máster de Narrativa de la Escuela de
Escritores. El piso lo encontramos íngrimo y desequilibrado (ya se iba a pique
cuando llegamos y cada uno de los tres balcones era una suerte de proa). Solo
había un televisor saúrico que había perdido el habla hacía mucho y dos
estrellas rojas grafiteadas detrás de la puerta de entrada, acolchada y
encuerada en un vinotinto opuso de puticlub.
Lo único que supimos es que, antes de nosotras, habían vivido en el piso seis
ocupas etarras y tres perros (los empadronados, al menos) y, aparte de las
estrellas rojas, habían dejado garabateadas algunas frases en la puerta del
vestidor que todavía son discernibles: Puñal Patxara. Puta. ETA ETA ETA ETA.
Y, sin embargo, se puede decir que
nunca pasamos miedo de verdad, salvo cuando creíamos que estábamos solas en la casa,
tú sabe, y aparecía, de pronto,
Adriana Sabina en albornoz, en su bata antilibido, como una Sayona gozona o melancólica,
con las manos en los bolsillos y con
sonrisita como le daba por aparecérsenos alamuysádica (la sonrisita era lo que realmente desataba instintos
criminales). ¿Y el corazón? ¡Bárbaro, doktol!
Nuestra compañera de piso se encarga de bombeárnoslo cada dos, tres veces por
semana. ¡Ya hasta sabe hacerse el muerto! (en otra vida, esas nos las pagas,
Sabina).
La primera etapa del piso diría que perteneció a una
época más bien recreacional —que comenzó
con aquel picnic inaugural de Cerati en «el
5B»—, una época en la que, bien visto, casi no se hablaba: se
gritaba (ellas gritaban; las contralto
no tenemos, lamentablemente, el don de esas catarsis). Podríamos decir que fue la
etapa amarillo número 5 de Carranza, la más adolescente y explosiva (una de las
más felices, también), con Amira y Carolina, sobre todo, con la boca encendida de rojo
chocolabios, «la falda muy corta», dando agudos (y eso que no era por mucho más que yerbabuena o absenta), horquillando tímpanos y despalomando,
hoja a hoja, en los balcones de Sandoval, el Manual de Carreño que Belinda le había encomendado a su hija
Carolina desde el colegio de señoritas (por cierto, nunca más se
me ocurrió apearme del caballo en el comedor ni chuparme el pelo en público:
¡gracias, Belinda!).
Fue una etapa de humaredas azules de
Camel, de complicidades sonámbulas, pactos de sangre, recitales poéticos a la
luz del vino y de las velas Glimma de
Ikea (de esos espermas, estas hijas), de clubes nocturnos de cine y de lectura, Sex and the city, rimas y rímeles noctámbulos. Sentada en su sillón Voltaire / recordando sus hazañas / en la copa un Frenadol / en un bar de Malasaña. Fue la época de contagio y copulación definitiva de la comuna sifilítica (con Maritza
Sayalero como patrona de esas malas sañas), de melodramas y chungazos amorosos masticados
con cotufas y deglutidos con yogures, historias con mucho, muchísimo ¡conflicto! como las que me esforzaba en
escribir para la Escuela, subtituladas al idioma del interlocutor, listas para
representar, con bandas sonoras, frases exaltadas o resentidas de guión, vete y vuelve hace diez años, y espasmos
de sollozo. Esa etapa de Carranza en la que la amistad era una flor viva y extraña, mucho
más rara que el amor.
Hasta que todas se fueron. Y nos
quedamos Adriana Sabina y yo, pasándole un trapito a la mesa de la cocina y removiendo
el caldo.
—Esta sal de Madrid
no sala nada.
—No, mucho, no.
—Un coño.
Que la sal no salara un coño era de
peor agüero que el agüero de ese caldo y que todas esas maleteadas juntas. Así
que abrimos de par en par el cuarto del
medio —como lo llamábamos—, volteamos
el colchón, desclavamos las ventanas, dejamos que el sol lo acalorara y ya,
barriéndolo, saludábamos a la dominicana del balcón de enfrente que fregaba el
piso no sabíamos con qué coño, pero con uno muy y bien salado como manda el
guavaberry.
Y así empezó la nueva temporada en el cuarto del medio con una furiosa
farándula que nos sacábamos de nuestras tómbolas y audiciones de aquel
experimento que llamábamos el Carranza
Idol. Después de Amira, la primera que llegó despotricando con sus maletas
al quinto sin ascensor fue Laurita con sus libros árabes en el bolso (como las
catequesis), su queso gallego y sus cajitas de cuscús, sus causas estrogénicamente políticas (por las que juro que debimos estar en la mira de
algún gobierno sin saberlo), sus idilios profesoriles y su mala costumbre de
despertarme para ponérseme a llantear cuando el vojka la contentaba o la fruncía (Laurita mía, todavía te
tengo prendidas estas dos velas negras. Metiti
la giacca, cara).
Luego vino Cristo —ujú, Cristo— y aquello fue, tal cual, un
advenimiento (qué guapo era el bienaventurado). Además de unos tips bien chéveres sobre modelaje y
peluquería, Cristo nos trajo unas cuantas y buenas risas espirituosas con las
que pasábamos nuestras tardes de solteronas o divorciadas cachondas. «¡Cristo, crucifíiiiicaaameeeeeeeee!». «¡Entiérrame
ese Cristoooooooo!». «¡Cristo, resucítatestaaaaaaaaa!». Debo decir que
gracias a nuestra desvergüenza, hasta alguna rodó por ese monte de los Olivos y, por lo que supimos,
lo que vio allí fue aleluyamente
satánico.
Al rato y para no
cortarle el rollo bíblico a la temporada, entró Pablo que era ornitofóbico y le
daba por entrar sigilosamente a nuestros cuartos para asegurarse, aterrorizado,
de que hubiéramos atrancado muy bien las ventanas porque «¡vos te imaginás, si
repente, entrás a tu cuarto y te encontrás dentro una paloma!» (con lo mucho
que algunas esperaban la venida del Espíritu Santo, d.C.). Y para nada, porque luego llegó otro excéntrico al que se
le ocurrió la hospitalaria iniciativa de construir «casitas» en las
habitaciones para que entraran las palomas a comer
(¡¡¡¿ah?!!!,¡¡¡¿qué?!!!,¡¡¡sífilis!!!). Menos mal que me opuse categóricamente
a la construcción del palomar porque quizá a Adriana Sabina no le hubiese
espantado tanto la idea, total, seguro que tener palomas en la casa
fortalecería el sistema inmunológico, sórdida,
guérnica. Sin embargo, es cierto que salvo algunas excentricidades franciscanas
del tipo, Mikel —que así se llamaba el ornitofílico, nuestro querido Mikel— vigorizó en Carranza el bricolaje,
promovió las labores domésticas y le infundió a la casa eso que llaman soplo de vida y aura. Y yo creo saber exactamente dónde puso el guiño y la bala: en las licras. Sin duda alguna, eran esas licras adherentes que se ponía para mover muebles y
acuclillarse (sobre todo, para acuclillarse), y que vistas por delante y por detrás sintetizaban y exaltaban
todos los atributos en un nombre: Sofía Vergara. Así quedaron monumentadas
esas licras, como las Sofía Vergara, ¡y cómo pusieron a valer las nalgas de Carranza!
En medio del potrero, tuvimos un paréntesis islámico cuando llegó Aicha con su velo, su té moruno, sus
hojaldres y sus tayines. Aicha nos mimó, nos maquilló, nos desmaquilló, nos
consoló, se latinizó, se mundanizó y hasta se sacrificó por nosotras y acogió
hospitalariamente algunas de nuestras penurias en su casa posterior de Valverde, suspendida o
itinerante entre el bien y el mal, debatida, como casi todos en algún momento
de la vida, entre la bachata y el Ramadán, o sea, entre el drama y la santidad.
Ya casi hacia el final
de la temporada, apareció David con su buena estrella, con un catalán muy
castellano, un cigarro electrónico colgado en el cuello que parecía un chupete o un
biberón y esa forma alegremente perruna con la que miraba todo lo que nos
sobraba en el plato y en la olla, y que se atolondraba con un gusto que nos
hacía pensar si lo mejor de todo aquello no eran realmente las sobras de David
(desde entonces me como todo, especialmente los restos —y las
sobras ajenas también, porsiacaso—).
La penúltima de todo
el elenco carranzular fue Melissa, una
limeña bien mandibuleada que vivía en el cuarto del medio como en una torre del otro
lado del castillo o en Carrantia, que
en cántabro viene a significar algo similar: «peñas altas del valle» (¡lo que
una descubre cuatro años después!). El caso es que apenas la veíamos y casi
siempre se escabullía. Yo me la imaginaba peinándose la melena rojiza frente al
espejo, mientras la escuchábamos desafinar a voz en cuello, enamorada y
desenamorada, sin recuerdo alguno del huevo que había dejado hirviendo en la
cocina y por el que casi nos sacamos el premio del segundo incendio de la calle. Del primero, ya Carranza tenía sus quemaduras en el número siete, un 6
de abril de 1982, a causa de un siniestro pasional en el que un brasero acabó
prendiéndole las faldas a una mesa camilla y cuyo fuego destruyó en la portería, a saber, una máquina de coser y un canario
enjaulado (eso de coser y cantar, yo siempre he dicho que es peligroso). Pero lo más trágico del siniestro fue la muerte
de un estudiante que pasaba en moto y escuchó los gritos de los tres
balcones. Consiguió salvar a tres personas y, cuando intentó salir, se desplomó
la escalera. Entre los portales cinco y siete de la calle, puede leerse una
placa: «A la memoria de Álvaro Iglesias
Sánchez, por su acto heroico en el incendio de la calle Carranza Nº 7. Madrid,
6-2-1982». Lo que me hace dudar de que a la
calle Carranza la hayan bendecido con más de un Álvaro y me hace pensar que aquella vez nos salvamos por los pelos y de una buena.
Y entre todo este faunario rocambolesco, encabezando el fichaje, si me pongo a pensarlo, siempre estuvo Daniel, el machucante cuzqueño de la Sabina. Es posible que no estuviera desde el inicio, pero para mí es como ese primo lejano que sale en todas las fotos familiares, sosteniendo una copa en la mano, abrazando a amigos y a enemigos y con la sonrisa achinada (o, en su defecto, luciendo el albornoz antilibido de Adriana Sabina, una imagen, sin duda, insuperable). Nunca lo empadronamos, más bien creo que lo apadrinamos y lo emperdonamos (ya ni sé) y con todo siempre volvía, «con las orejas caídas, con el hocico partido» y el muy poco rabo entre las piernas, fiel al Carrancho que, fue, poco a poco, en lo que fue derivando nuestra Carranza.
Con el tiempo, la casa se fue apolillando y curtiendo, las ventanas se torcieron y algunas paredes se descostraron (parecía que iban a dejarse crecer el musgo). Yo hasta pensé en llevarme conmigo una de esas costras, como las de Pompeya o como las de cualquier otra ruina que en otro momento nos haya acogido en su austero esplendor. Después de un año, Melissa se volvió a Perú y besamos el santo con Abdón, el hermano mayor de Adriana Sabina y el último de la saga, y me dio que la casa intuyó poco a poco que ya nos íbamos despidiendo porque ella también empezó a despedirse. ¡Ay! Y me aguijoneó por entonces esa canción cuando me encontró a solas en un café de Malasaña con la voz de Martirio y la guitarra de Raúl Rodríguez.
Con el tiempo, la casa se fue apolillando y curtiendo, las ventanas se torcieron y algunas paredes se descostraron (parecía que iban a dejarse crecer el musgo). Yo hasta pensé en llevarme conmigo una de esas costras, como las de Pompeya o como las de cualquier otra ruina que en otro momento nos haya acogido en su austero esplendor. Después de un año, Melissa se volvió a Perú y besamos el santo con Abdón, el hermano mayor de Adriana Sabina y el último de la saga, y me dio que la casa intuyó poco a poco que ya nos íbamos despidiendo porque ella también empezó a despedirse. ¡Ay! Y me aguijoneó por entonces esa canción cuando me encontró a solas en un café de Malasaña con la voz de Martirio y la guitarra de Raúl Rodríguez.
Uno se despide, insensiblemente, de pequeñas cosas.
Lo mismo que el árbol que en tiempo de otoño se queda sin hojas.
Progresivamente, se empezaron a quemar todas las bombillas de Carranza. Primero, la de mi cuarto; luego la de la lámpara del pasillo, después la del baño y, finalmente, la de la cocina. Fue como si una lenta penumbra se fuera llevando la casa y la dejara así, a oscuras, con los ojos más bien cerrados, como quedará en nosotras, iluminada apenas por la luz esencial de sus tres balcones sobre los párpados.
Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.
Y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas.
Todos se
fueron y volvimos a quedarnos Adriana Sabina y yo, esta vez, con un juego
completo de cajas vacías —como la de los prestidigitadores—, en las que todo lo
embaulado ya, en esta hora, ha desaparecido y aparecerá, quizá, transformado, en algún otro lugar. Quién sabe.
Quizá, después de
todo, solo quede el temblor insomne del metro atravesando la calle y eso que el
poeta dice que es la vida: el miedo, la
aventura, los sollozos. O tal vez solo quedemos «la calle y yo —como le leí decir a Eloy Tizón de su calle— y todo
lo vivido en ella a lo largo de estos años, todo lo que he escrito, amado,
sufrido y visto».
Este texto de Eloy llegó a mí hace cerca
de dos años. Lo leí una noche luego de haber paseado juntos por su antigua calle, cerca del Parque de Berlín. Venía editado en una revista-periódico que doblé y guardé en esos cajones que sabemos que son
un porvenir. Hasta hoy.
«Aterricé aquí por accidente,
un día al caer la tarde, después de una ruptura amorosa, y ha resultado ser un
destino inmejorable. Como nada hay definitivo en esta vida, en que todo es
provisional, interino, reversible y urbanizable, sé que un día perderé esta
calle. Por enésima vez tendré que empaquetar mis cosas y marcharme de aquí con
mis cajas de mudanza, quién sabe cuándo, quién sabe adónde. Lejos. Cerca. A
otra calle y otra existencia soleada desde la cual soñaré, tal vez, con una
calle como esta».
Carranza, 5. 5 B.
Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.
Gracias a todos los
que nos acompañaron durante estos cuatro años de vida, a nuestros porteros del
alma Carlos y Francisco, a los que llegaron a Carranza con las manos llenas y vacías, a los que desembarcaron allí con su mochila al hombro o con lo puesto, a los que compartieron un ladito de la cama o media almohada y soñaron allí, a los que, al partir, dejaron nuestra Carranza siempre más viva. A los que compartieron el pan al sol
y perfumaron el vino, a los que bailaron en la cocina solos o apretados, a los que fumaron a solas, en un balcón, a los que vieron amanecer y anochecer allí y, en esa luz, se dolieron por alguien; a los que prometieron volver y a esos que nunca del
todo —ni ya para qué— se fueron. Y, desde luego, tantas gracias a los que vienen todavía en camino, a los que han estado siempre a punto de llegar (y a los que, grazie Dio, nunca llegaron).
Gracias a todos por celebrar y engrandecer las simples cosas.
Y, especialmente, gracias a mi Sabina, por nuestra Carranza vivida de principio a fin con su dulzura y su aridez, por todos estos años juntas, ¡papafrita!, ¡zanahoria!, güira y tambora.
Supongo que un 31 de
enero no es demasiado tarde aún para desearles a todos un feliz año y, sobre
todo, una feliz nueva vida. Ni esta luz de amanecida del 1 de febrero tampoco es demasiado clara todavía para irme de ventana a ventana, antes de partir yo también, a llanturrearles esta canción.
Hasta muy pronto, mis más queridos.