Iba a empezar a hablar mal de Cortázar cuando, justo antes del solfeo, entré en el blog de José Urriola: Rostros de viento. Encontré entre sus últimas entradas el relato de una señal que le fue dada por algún dios generoso y literato, en medio del tráfico caraqueño y la imagen voluptuosa de María Lionza cabalgando una danta. Urriola cuenta que iba camino a su casa con el propósito de plantarse frente a su padre y decirle que hasta allí había llegado el Guaire con la ingeniería, que lo suyo eran las letras o la comunicación. Entonces imaginaba a su padre desheredándolo, quitándole el apellido, dejándolo solo con el José que, con que no se sea un buen carpintero y algún cronista te haga reseña mínima en la Biblia, es verdad, no se llega demasiado lejos.
En este tope de desesperación y temor del dios Padre, Urriola rogó por una señal. De pronto, al acabarse la cinta del reproductor, se encendió automáticamente la radio y apareció un hombre con «acento argentino, erres arrastradas y voz cavernosa de fumador crónico». Era Cortázar que había narrado a viva voce para él su relato «La salud de los enfermos». «Yo había pedido una señal —escribe Urriola— para saber qué hacer con mi vida y «La salud de los enfermos» me había dado la bengala para perdidos que estaba necesitando para armarme de valor y hablar con papá».
Entonces, cómo no, se me fueron las ganas de hablar mal de Cortázar. Porque nada valen los gustos literarios ni la necia prolijidad cuando un autor le ha salvado la vida —y a capella— a una persona querida y estimada. La cazurrería se me terminó de ablandar cuando escuché el video que Urriola remite al final de la entrada con un poema de Cortázar, «Me caigo y me levanto».
Nadie puede dudar de que las cosas recaen / (…) un jazmín para dar un ejemplo perfumado / a esa blancura / ¿de dónde le viene su penosa amistad con el amarillo? / el mero permanecer ya es recaída / es jazmín entonces.
En días pasados estuvimos leyendo Todos los fuegos el fuego, ese libro de cuentos que me recordó al Cortázar pirotécnico de Rayuela y volví a sentir cierta antipatía o, quizá, como dice García Márquez con respecto a Julio, sentí esa envidia que infunden los ídolos o, también, su reverso: una gran devoción inaceptable. Entonces vi que Verónica Cento —una compañera argentina con quien compartí un taller de poesía en Caracas y de quien no había vuelto a saber en años— comentó también la entrada y pensé en Marysol que ahora vive en París y que leyó hace muy poco sus Papeles inesperados y terminé arrollada por esa frase final que, en medio de una cariñoso intercambio de sincronías cortazarianas, se sacó Urriola de la solapa: «La amistad es una flor extraña, aún más rara que el amor».
Entonces yo también vi la señal nítida, el cercano gesto de quien te hace callar, ofreciéndote su brazo para acabar la tarde con un café o un tinto hablando en glíglico. Entendí claramente que hoy no es un buen día para hablar mal de Cortázar.
Luego de toda esta historia me pregunto, sin embargo, si cuando Urriola vio María Lionza en plena autopista en Caracas —me pregunto y fantaseo— si esa danta, digo, era un cronopio.
A mi me pasa a veces lo mismo, al menos un poco, entonces vuelvo a mi copia de Salvo el Crepúsculo, que llegó a mi después de que un viejito en Buenos Aires había decidiera que sus libros ocupaban mucho espacio en su casa:
ResponderEliminar"Siempre fuiste mi espejo, quiero decir que para verme tenía que mirarte"
Lorena,
ResponderEliminarQué belleza. Salgo de aquí con una sonrisa que no traía en todo el día. Por favor, háblanos mal de Cortázar. Mira que a mí el Cortázar escritor de novelas (me perdonan los rayuelistas) me parece mediocre y de un barroquismo insoportable. Seguro te leeré tus malhabladurías y pensaré: pues sí, yo a este loco lo quiero mucho pero estoy de acuerdo en que malhablen de él (un poco).
Hace días pasé por su tumba, y entre tickets de metro y rayuelas que le deja todo el mundo, había un dibujo anónimo de su rostro, en colores, pero desfigurado. Valió la pena perderme en el cementerio de Montparnasse hasta encontrar la tumba, no por ese pedazo de concreto que dice Julio Cortázar, sino por el dibujo. Sería la foto perfecta para esta entrada. Y sí, todos lo terminamos queriendo al principio, y al final.
ResponderEliminarAlejandra: No conocía ese libro de Cortázar. Tuve que mirarlo porque nunca lo había escuchado. Lo tendré en cuenta para enmendar mis momentos anticortazarianos. Gracias.
ResponderEliminarJose: Con licencia en mano, me pondré uno de estos días a hablar mal de Cortázar. Sobre todo, ahora que estoy leyendo esa humilde enormidad que es Borges. Lo que pasa es que Borges, en el fondo, no era argentino (dicen las malas lenguas). En fin, gracias por la entrada que me diste y el comentario. A fin de cuentas, Cortázar seguro era de los que, como Wilde, pensaba que lo importante no era que hablaran bien o mal de él sino que hablaran. Y aquí estamos.
Mary: Hazme una foto del dibujo. Y, de paso, me tomas otra de los castaños de Vallejo, pero para hablar bonito de César.
tres años después revive tu post en mi lectura, como hablar mal de él? solo una boca huérfana de oídos podria arrojar palabras en su contra, me gusto tu post, Saludos desde México
ResponderEliminargrabarse el país en el cuerpo desde la patagonia recordar autopistas con motorizados un taller de creación en pleno desmontaje con verónica cento y miguel márquez quizás una postal vista a contraluz un guayoyo el apuro de alcanzar el último vagón del metro en una caracas siempre convulsa es la misma textura de la ausencia la que nos habla quizás el lenguaje consolida la experiencia de la memoria abrazos marcelo
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