Gabriel García Márquez
Desde las catacumbas literarias
Eran las cuatro y media de la tarde, cuando Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la vio pasar frente a su cuarto, con una bata de pliegues tenues y una toalla enrollada en la cabeza como un turbante. La siguió casi en puntillas, tambaleándose de la borrachera, y entró al dormitorio nupcial en el momento en que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar espantada. Hizo una señal silenciosa hacia el cuarto contiguo, cuya puerta estaba entreabierta, y donde Aureliano sabía que Gastón empezaba a escribir una carta.
—Vete —dijo sin voz.
Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las dos manos, como una maceta de begonias, y la tiró bocarriba en la cama. De un tirón brutal la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crespúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que sin embargo parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran dos amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano.
Cien años de soledad (1967).
No hay comentarios:
Publicar un comentario