martes, 29 de marzo de 2011

Quién ama a Emma Bovary


La idea de escribir sobre Emma Bovary sobrevino de la relectura que hicimos de la obra de Flaubert para la clase de Psicología. Aún más, mi motivación se arraigó a dos hechos capilares: al recuerdo de April, la protagonista de Revolutionary Road —la brillante película de Sam Mendes que reviví recientemente— en quien he sorprendido una variación del personaje de Madame Bovary, y a cierto disgusto que sostuve con Vargas Llosa. 

Vargas Llosa confiesa en un texto íntimo de La orgía perpetua que Emma Bovary fue para él «una pasión no correspondida». Lo que subleva mi oposición a esta frase es que se corresponde con una postura, a mi entender, más literaria que humana. Precisamente, porque exalta lo literario al margen de lo humano es que su confesión me resulta pretenciosa. Se me hace demasiado lenitiva esa poética de la ficción en la que participa Vargas Llosa con la que protege y exime a un personaje de la responsabilidad carnal, exaltándolo, sin matices, del mismo modo que un Estado acoge en su regazo a un bandido. Es una extradición peligrosa. En un trazo, Emma Bovary encarna la crueldad, la locura; su desmesura la hace inhumana, destructiva. 

Claro que también nos han hecho suspirar las púas de la peineta que «hundíansele en el rodete» a Emma, la caída del vestido que iba «ahuecándosele y llenándosele de pliegues hasta el piso». Es cierto que también Emma nos ha afligido con su bata escotadísima, su cinturón de gruesas borlas y sus zapatillas que, ocultando el empeine del pie, lucen unos moños de anchas cintas. Deliciosa, toda una femme fatal, toda una jolie. Aún más nos cautiva la imagen de Emma portando siempre en el delantal, durante su época en el convento, novelas de todos los tiempos; Emma que con quince años ya «se había ensuciado las manos con el polvo de viejas bibliotecas públicas». 

No es difícil admirarla poseída por las fantasmagorías lamartinianas, por el canto de los moribundos cisnes, por las historias de Walter Scott que la hacían soñar con cofres y trovadores. Emma arrollada por las pasiones sentimentales se eleva, de pronto, como las mujeres que celebró, como Juana de Arco, como Eloísa, como Inés Sorell, como Clemencia Isaura. Emma, toda una heroína del romanticismo, una víctima del realismo sofocante del diecinueve: una mártir de la literatura. Sin embargo, el conflicto de Emma, su agujero, consiste, a mi juicio, en este martirio: en no querer vivir la vida, sino en querer interpretarla. Como en la ocasión del baile del marqués de Vauleyessard se aderezó para siempre «con la meticulosa conciencia de una actriz la noche de su début». 

Es cierto que su conflicto se prolonga en un drama real: el de querer vivir una vida que le está prohibida, vedada y, en ello, enraiza su rebeldía. Vargas Llosa esgrime su defensa: «Es porque su fantasía y su cuerpo, sus sueños y sus apetitos, se sienten aherrojados por la sociedad, que Emma sufre, es adúltera, miente, roba, y, finalmente, se suicida. (…) La lucha era desigual: Emma estaba sola, y, por impulsiva y sentimental, solía equivocar el camino».

En efecto, Emma rehúsa vivir la realidad, esa «mediocridad de la existencia» como la llama; desdeña las formas de la vida que le ha sido dada. Aún más, se niega a cargar con el sufrimiento, que no es otra cosa que el abismo entre el deseo y la realidad. Hará lo que sea por no sufrir, por no desbancar sus más arrebatadas ilusiones, porque su sufrimiento no es humano, no cauteriza la estupidez a partir de la aceptación; es titánico, se enerva de rebeldía. Emma forcejea como un Prometeo envenenado, envenenado de ficción. Precipita su descenso al infierno de la locura y arrastra con ella a quienes la amaron; contra ellos Emma dispara toda su sombra. «Todo el odio que atesoraba, originado por sus sinsabores, hízolo recaer sobre Charles, y aun cuando esforzábase por disminuirlo, solo conseguía aumentarlo. (...) La propia apacibilidad de su vida incitábala a la rebelión, así como la estrechez doméstica y la paz conyugal ponían en su alma ensueños de grandezas y adúlteros deseos. Hubiera querido que Charles la golpeara, para detestarlo más justamente y vengarse de él». Emma no ama, no sabe amar. Lo que busca en el amor es una realización egoísta: «Hubiera deseado ella que el apellido Bovary, que era ya el de ella, fuese célebre, se mostrara en los escaparates de los libreros y en las columnas de los periódicos y lo conocieran en toda Francia. ¡Pero Charles carecía de ambición!».

Vargas Llosa lo entiende así: «Emma quiere gozar, no se resigna a reprimir en sí esa profunda exigencia sensual que Charles no puede satisfacer porque ni sabe que existe». Bien, pero, ¿en qué medida es Charles culpable de esta carencia? ¿En qué medida es justo que Emma lo culpabilice, lo humille por no dar lo que no tiene? No se trata de alzar una ordalía moral tal como, en efecto, sucedió en los tribunales de la época contra la obra, pero sí de matizar la exaltación del rapto literario y de hacerlo, en su justa medida, deudor de lo humano. Es innegable el magnetismo que nos produce un personaje como el de Emma Bovary porque, por supuesto, alguna vez hemos compartido su rebelión y podemos compadecernos de ese cono de sombra que invade su drama, el de ser un espíritu refinado adelantado a su época. ¿Pero quién empatiza, quién se compadece por los Charles? ¿Quién asumiría indefinidamente su sufrimiento, su carga? ¿Quién ama realmente a Emma Bovary? 

«Tan pueril es vivir de sueños como vivir de silogismos. Claro que se vive de lo que se puede, y tarda uno en aprender a vivir de realidades, de cosas, de objetos, como viven los seres naturales. El hombre es un ser de lejanías (...). Sí, el hombre es un ser de utopías, de distancias, de proyectos líricos. El hombre tiene que aprender a ser criatura de cercanías, pastor de lo inmediato». Así habla Francisco Umbral y yo asiento. 

Precisamente por todo esto, no sé si ese encantamiento que nos producen personajes como Madame Bovary nos han hecho más literarios y menos reales; más teatrales y menos humanos. No es un silogismo; es una duda honesta.

1 comentario:

  1. Me dejó pensando y eso siempre es bueno. Muy buen artículo. Un saludo.

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