domingo, 27 de marzo de 2011

Los huevos enigmáticos de la escritura


«Para ser escritor hay que ser mago», nos contaba un sábado en un Aula Creativa de Metáforas. «Y para ser mago hay que ser descarado». Nos lo contaba Chema, una especie de gnomo farsesco que nos confesó que le hubiese gustado ser más alto, más guapo, más viril: todo lo dicho solemnizado con el histrionismo de un cuentacuentos con «voz de pato», que la mayoría de las veces se lamentaba hacía que lo confundieran por teléfono con sus esposas. 

En esta urdimbre de desfachatez, Chema quiso invocar la historia de la bruja. Cada vez que su abuelo cumplía años, tenía la costumbre de hacerles regalos a sus doce nietos. Cuenta que solía anunciarlo meses antes de la celebración y entonces empezaban a telarañarse intrigantes conversaciones entre todos los primos alrededor de las ensoñaciones que se producían en vísperas del gran día. En el año 73, cuando su abuelo estaba a punto de cumplir ochenta años, anunció que le iba a regalar a cada uno de sus nietos cinco mil pesetas. Además, les advirtió, que tendrían en sus manos los primeros billetes del Banco de España. 

 Días antes del acontecimiento mágico, su primo Enrique le confió, casi entre lágrimas, que su madre le había dicho que con ese dinero le iba a comprar ropa. «Eso para un niño de aquella época era como gastar dinero en adoquines, en harina, en aire. Era una especie de maldición», relataba Chema mirándonos a todos fijamente a los ojos y paseándose gatunamente por el aula. «Mi tía Mary era como la mala de las películas de Walt Disney, se adivinaba de lejos. Aquella decisión ratificó nuestras sospechas», declaró con afectación, perdiendo la mirada en la pared del fondo. 

El día de la gran celebración, Chema recuerda que su abuelo había sacado sesenta mil pesetas y las había distribuido en los doce sobres. El Banco de España le había dado los primeros billetes de una serie que comenzaba por el número 001 y cuyo primer fardo lo recibió Javier, su primo mayor. «Cuando mi abuelo me entregó mis cinco mil pesetas, vi las estrellas; creía que la felicidad ya no se podía alcanzar y dije que esos billetes eran tan importantes que nunca los gastaría».

Cuando el abuelo le entregó las cinco mil pesetas a Enrique, todos sus primos vieron cómo su madre se quedó con el sobre. «Eso nos pareció la cosa más perversa y triste de la economía mundial. Desde ese día, la tía Mary se convirtió definitivamente en una bruja mala». 

—¿Y por qué no le devuelves a tu primo Enrique ese dinero en monedas para que pueda comprarse lo que quiera? —le sugirió Rubén a Chema a propósito de toda la discusión que se había confabulado alrededor de los actos mágicos. 

—Esa sería la única forma de revertir el acto maligno de la bruja malvada de mi tía Mary. 

Consolar, embaucar, sublimar, provocar, sorprender, contagiar: todo eso es la magia para Chema. Por eso, le gusta tanto trabajar con niños y escribir para ellos, porque ellos son los que se conectan con la fantasía con más honradez, dice. Para Chema, la metáfora es un juego mágico que nos hace creer que cosas distantes se acercan. Hacer creer que cosas distantes se acercan.  ¿Acaso no este el sentido último de la Literatura? Hacer próximo lo remoto, comunicar metafóricamente, acariciar. 

«Vio el huevo sobre la alfombra y trató sin éxito de encontrar una explicación al suceso. Las puertas y ventanas estaban cerradas y era impensable que un ave, y menos de aquel tamaño, hubiera entrado y salido en la casa sin dejar otra huella de su paso que aquel gigantesco huevo. […] ¿De dónde procedían? Por su tamaño, (el doble del de una gallina) pensó en uno de esos opulentos animales alados (un ganso, un pavo) que suelen verse en los parques o en los corrales de las granjas, pero esto seguía sin aclarar cómo había llegado hasta allí. La conclusión siguiente parecía obvia, alguien los transportaba a escondidas, dejándoles en su casa con un propósito que desconocía. Inmediatamente pensó en ella». 

Así inicia «La ponedora», un relato de Gustavo Martín Garzo en el que Chema celebra la magia y el erotismo de la metáfora. La magia irrumpe en ella como un rito que provoca expectación, extrañamiento y nos interroga sobre lo que cabe esperar. ¿Qué nos cabe esperar de todo esto?

«Una noche, varias semanas después de haber tropezado con el primero, supo la verdad. Estaban acostados, y ella empezó a agitarse bajo las mantas. De pronto se puso a temblar. […] Ella continuaba dormida, pero tenía el rostro congestionado, como si estuviera realizando en sus sueños un violento esfuerzo. Iba a despertarla, a arrancarla de aquella pesadilla, cuando percibió un inesperado cambio en su rostro, que de pronto se serenó para adquirir, con su color habitual, una expresión de inquietante dulzura. Casi al instante ella se llevó las manos a la boca, al tiempo que agitaba las caderas de un lado para otro. Sintió entonces el súbito deslizarse de algo bajo las sábanas. Se detuvo junto a su cuerpo, y al tender las manos para alcanzarlo se encontró con la sorpresa increíble de un huevo idéntico al que había encontrado otras veces. Permanecía entre las piernas de su amante, retenido por la tela del camisón, y su cáscara aún estaba húmeda y tibia».

La mujer-amante se convierte, por la ley de semejanza, en gallina y ese símil se inerva en la realidad como una verdad humana: el encuentro sexual se forja como desencuentro, cuyo rastro simbólico son los huevos del desamor. 

«Luego,  todo terminó. Las visitas se espaciaron y su amor se fue apagando sin grandes aspavientos. […] El último de aquellos huevos lo encontró en el cuarto de baño. El huevo era blanco y brillante como la porcelana de la bañera, y él lo tomó entre sus manos y lo besó con delicadeza, sabiendo que señalaba con toda probabilidad el término de su amor. Así fue. No volvió a verla, y todas aquellas preguntas quedaron sin responder para siempre».

¿Qué nos cabe esperar de esto? La belleza: el cumplimiento de todas las expectativas abiertas, dice Chema. Su aniquilamiento sería para él, seguramente, un acto de intencionada brujería digno de la tía Mary. «Escribir para que otros sean más bellos, más auténticos, para que puedan descubrirse a través de la ascendencia mágica de un protagonista», concluye con emoción. Esos son los huevos amorosos que el escritor va desovando en su escritura otra metáfora. Así, nunca deja de arrojarlos como enigmas a los pies del lector. «Como si al ir dejando aquel rastro rotundo, aquellos huevos hermosos como jeroglíficos, como cofres sellados, le estuvieran diciendo: “¿Tú qué sabes de mí?”».

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