Los romances, por sugerencia de Irigoyen —quien, por cierto, me enteré ayer por azar, ha hecho una de las traducciones más importantes de Cavafis al español— debían albergar cierta comicidad porque Ramón dice que la buena literatura debe saber reírse de sí misma.
Disfruté tanto el solfeo del romance que me dio por escribirlos para regalarlos: a mis amigos, a las mascotas, a las mascotas de mis amigos (a los más gatunos y a los más perrunos), al Frenadol. Hasta me planteé como negocio hacerle competencia al hombre que escribe poemas frente a la Casa del Libro de Gran Vía.
Es que escribir debería ser así de gozoso, así de gozoso como escribir romances: puro coser y cantar.
Decía, entonces: A Safo:
Brindando con leche virgen,
frente a un espejo fugaz,
las discípulas de Safo
en un cuadro de Degas.
Una se ennuca el cabello,
otra se pone a girar;
ella se tersa el tutú
que Safo quiere zafar.
Gónguila se abre en flor:
demi plie reverencial.
La maitresse baila un adagio:
la abeja busca libar.
Volaron en dueto extático
la flor, el tutú, el panal.
La Décima Musa ardía
en un allegro triunfal.
El elenco era una orgía,
de Afrodita un Saturnal.
De ahí que se hagan tan lésbicos
los cuadros de Edgar Degas.
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