martes, 15 de marzo de 2011

Una escuela de escritores


Cuando me preguntaban que qué planes tenía después de licenciarme en Periodismo, me causaba cierto pudor responder que me había apuntado a un máster de Narrativa en la Escuela de Escritores. No tanto por el tema de la Narrativa —que mucha gente al no tener muy claro qué trata, sonríe, asiente y cambia de tema— como por aquello de la Escuela de Escritores, nombre que, en algún momento, me resultó un poco supersticioso. 

Bastaba con hacer un ejercicio mínimo de evocación: gente investida con personaje propio, traumas infantiles, obligadas gafas de pasta, barba abundante —lo mismo hombres que mujeres, ¡es la Escuela de Escritores! ¿Tú qué te creías?— bufandas ideológicas, bragas biodegradables, boinas, coletas, cilicios. Toda una logia masónica. Incluso, podía hiperbolizar las clases alrededor de un tablero de la güija para conectar con ciertos espíritus literarios y preguntarle a Kafka, por ejemplo, cómo fue que se le ocurrió la edificante idea de la cucaracha o, a Proust, la de recobrar el pasado con una magdalena.

En segundo término, me resultaba un tanto pretencioso. Aquello de la Escuela de Escritores se me figuraba como un salón encastillado y esnobista, donde sin duda se hablaría con la métrica del romance, se tocaría el piano antes de iniciar cada clase como rezo de orden; se leería, seguidamente, la hagiografía de algún poeta, aprenderíamos a escribir en cursiva con pluma y tintero y, sin falta, revisitaríamos cada cuanto el manual de urbanidad y buenas costumbres del escritor.

Finalmente, a tanto mal gusto sobrevenía la imagen cómica de una escuela —especie de parvulario— que enseñara a sus alumnos a afilar bien el lápiz a mano y con el sacapuntas eléctrico; a deletrear el abecedario, a escribir recto sobre hojas blancas, a estilizar la caligrafía con planas para asegurar una letra legible y a no lastimar el papel cuando se borrara (esto último casi me haría ilusión).

El caso es que no ha sido del todo así: ni tan ocultista, ni demasiado sibarita, ni muy escolar. Aunque prefiero matizar el prejuicio sin negarlo porque los prejuicios han aportado mucho al mundo de la ciencia ficción —casi tanto como los celos— y en algo guardan margen de razón. Solo que en este tiempo, en la medida en la que casi todos han quedado abatidos, la Escuela se me ha ido haciendo menos literaria que literal; más pedestre que romántica. 

La Escuela es una escuela, sin más, con minúsculas, en la que se enseña un oficio que podría ser lo mismo de ebanista, de fontanero, de albañil que de escritor. Un lugar en el que se aprende el trabajo obrero de la escritura —el mismo de las abejas y las hormigas en sus colmenas o en sus colonias—, el  esfuerzo de la disciplina, el rigor de gozar y sufrir lo que se ama, que es lo que puede transformar en arte la artesanía y lo que, en definitiva, hace crecer una escuela en mayúsculas. Y esto sucede en una suerte de reunión fraterna, donde se consigue cierta compañía o solidaridad en el oficio más solitario. Gracias a todo esto, de vez en cuando, nos maravillamos todavía por lo que han hecho nuestras manos. 

1 comentario:

  1. Lorena,
    Tus disgresiones y tus divagaciones van por muy buen camino (cosa extraña y afortunada, pues su naturaleza debería ser la de perdernos todavía un poco más). Mi padre, que escribía todos los días al menos dos o tres horas, desde que se enteró de mi interés por escribir me insistió hasta el hastío en que la escritura no era un asunto de musas, de inspiraciones, de revelaciones al estilo de "tengo una idea genial para un cuento", ni siquiera era un don de artistas; era un oficio, algo mucho más cercano a la artesanía que al arte.
    Y aprender ese oficio de tallar las ideas con simpleza, honestidad y minimalismo, es algo que nos lleva la vida entera de práctica, error y vuelta a empezar.
    Un abrazo

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