A partir de las tres clases intensivas que tuvimos sobre Crítica literaria con Fernando Valls y de la lectura conjunta que hicimos de la reciente novela de Javier Marías Los enamoramientos surge la intención de escribir este artículo para una revista con una voluntad, debo decir, más ensayística que crítica.
Al releerlo, veo que no he podido encajar un planteamiento que Valls dejó colgando en el aula como una araña a media luz y que merece escribirse: «¿Qué es más soportable? ¿Amar o ser amado?».
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Los enamoramientos
Hace quince años, una noche, Javier Marías vio el Macbeth de Orson Welles en la televisión y tuvo un pálpito que recorrería su narrativa: «Importa menos el castigo del crimen que la necesidad de contarlo». Después de completar su trilogía Tu rostro mañana en 2007, el autor reaparece con una historia dilemática de «amores o amoríos o enamoramientos». El crítico Fernando Valls baraja cierta hipótesis en su texto El hombre de la flor de lis: «Sospecho que el autor debió plantearse, al comienzo, qué ocurriría si alguien se enamorara de su verdugo»
DUNCAN. —El amor, que nos persigue, es con frecuencia un tormento para nosotros; y, sin embargo, le damos las gracias, porque es el amor.
La reciente novela de Javier Marías no es una novela de amor. El título nos tienta a situarla más próxima a Romeo y Julieta que a Macbeth, tragedia pretendidamente consanguínea. Pero este repentino desconcierto solo afirma nuestra confusión, quizá la confusión indiscernible del corazón humano entre el amor y el enamoramiento. La novela de Marías, al hilo del Macbeth de Shakespeare, es un relato, por tanto, de discernimiento implícito —quizá secundario, aunque troncal— entre la situación del amante y del enamorado.
«Hay quienes piensan —escribe Marías— que el enamoramiento es una invención moderna salida de las novelas. Sea como sea, ya la tenemos, la invención, la palabra y la capacidad para el sentimiento. (…) Los encaprichamientos carecen de causa».
Podría decirse, por anticipado, que Marías viene a sugerir, en cierto modo, la erosión del amor en nuestro siglo: aquello que creíamos amor era presumidamente fiebre, deseo, brote, enervación, capricho, verano: enamoramiento. Macbeth se insinúa en Marías, desde luego, como una tragedia de enamoramiento, de encaprichamiento, de ambición frente al poder.
Así, la novela inocula la raíz del drama clásico en el drama contemporáneo: la situación de un hombre —Javier Díaz-Varela— que en el siglo XXI mata por capricho o por piedad o por envidia o por «amor»: la enumeración se complica y se densifica a lo largo del relato y la razón última se escurre, si es que la hubiera. Javier Díaz-Varela mata sin matar, mata inciertamente, con un «puñal aéreo» para emplear la metáfora de Shakespeare. En tanto, María Dolz, narradora y coprotagonista, enamorada y no correspondida por Javier, dramatiza la subyugación a la veleidad moral del enamorado; la debilidad y la indefensión a la que el enamoramiento la arroja, indulgente con el castigo del crimen en quien desea y que la hace tímidamente cómplice.
El torrente discursivo de Marías en Los enamoramientos abunda en referentes literarios de los que se sirve como nudos de reflexión, como piedras que, al entrar en el agua, estimulan la ondulación del pensamiento y que pretenden un sostenido paralelismo entre la realidad y la ficción, entre lo que sucede en la novela y lo que puede prefigurarse de ella en novelas precedentes. Es el caso de la historia de Athos en Los tres mosqueteros, quien se enamora y se casa con una «inocente y embriagadora chiquilla de dieciséis»: Anne de Breuil, «bella como los amores o como los amoríos o como los enamoramientos».
Al poco tiempo, no obstante, Athos —desdoblado en el personaje del Conde de la Fère— descubre que su mujer tiene en el hombro, grabada a fuego, una flor de lis, estigma infame con el que los verdugos deploraban a las prostitutas y a las criminales. «¿Por qué no puedo ser como Athos o como el Conde de la Fère…? —se pregunta la narradora— . ¿Por qué no soy capaz de atarle las manos a la espalda al hombre que amo y colgarlo de un árbol sin más, si me consta que ha cometido un crimen odioso?». Frente a la flor de lis, esa mancha ignominiosa, Marías viene a decirnos que el enamorado responde no con los argumentos incólumes de la razón, sino con el pálido florecer de las vísceras, con un «hígado de lirio» para celebrar, nuevamente, una imagen de Shakespeare.
Asimismo, el autor entronca en la novela la historia de El coronel Chabert de Balzac, un hombre, cuya amante daba por muerto en batalla y, sin embargo, años después, «regresa de la muerte». Dicho de otro modo, retorna desde esa dimensión en la que sigilan los amores caducos, arrebatados o imposibles, cuya presencia rediviva nos resultaría insoportable porque «un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque a veces un recuerdo sea algo devorador». Y, sin embargo, aún en las relaciones sepultas o indecisas, somos incapaces de precipitar por nuestra mano el momento de la muerte, de la separación: preferimos siempre padecer el enamoramiento que su falta, pagar la cuota que sea por no desbancar nuestras ilusiones. Ningún fin es propicio porque siempre debió ocurrir hereafter, a partir de ahora.
SEYTON. —Señor, la reina ha muerto.
MACBETH. —¡Debiera haber muerto un poco después!¡Tiempo vendrá en que pueda yo oír palabras semejantes!
«Nunca nos parece el momento justo —nos dice Marías—, siempre pensamos que lo que nos gusta o alegra, lo que nos alivia o ayuda, lo que nos empuja a través de los días podía haber durado un poco más. (…) A eso nunca nos atrevemos, a decir “Este tiempo ha pasado aunque sea el nuestro”».
María Dolz dramatiza otro de los dilemas clásicos que el autor ha incorporado a su temática: el dilema entre saber o desoír. Es ella quien, detrás de una puerta, descubre el crimen de Javier. La anagnórisis, el paso de la ignorancia al conocimiento, supone en los personajes de Marías una mancha. Como el fruto que se toma del árbol de la ciencia, casi por equivocación, y se muerde y cuyo licor nos mancha y nos incrimina. El saber desata en este tejido de novelas una viruela de sangre infundida porque, tal y como apunta Elide Pittarello en el prólogo de Corazón tan blanco, «uno no es responsable de lo que hace sino de lo que escucha». A saber, «los oídos no tienen párpados», escribe Marías. De ahí, la frase raigal que ha sostenido el peso específico de la narrativa del autor: «No he querido saber pero he sabido». El mismo pensamiento aguijona a María Dolz en Los enamoramientos: «Por qué tenía que saber lo que sabía. Sé lo que no me tocaba saber». Este saber, insiste el autor, señala «una mancha imposible de quitar».
LADY MACBETH. —¡Siempre aquí el hedor de la sangre!... ¡Todas las esencias de Arabia no desinfectarían esta pequeña mano mía!
Sotto voce al monologante Macbeth o, incluso, a Hamlet, escuchamos el discurrir de María Dolz, una voz digresiva unísona a ese «pensar literariamente» que ha pulsado Javier Marías en su escritura y en el que ha insistido. Una voz, además, exegética que interpreta y reconstruye los hechos subida a ese «potro de la tortura» que supone el desentrañamiento de la verdad. «Lo dicho nos acecha y revisita». De ahí, que el espíritu de las novelas del escritor español sea el de filosofar o ensayar alrededor de un pretexto literario casi siempre mínimo hasta esquilmar las fantasías del argumento. En Los enamoramientos es el autor, desdoblado en María Dolz y Javier Díaz-Varela —como ha podido notarse— quien cavila y especula, el que reincide, razona, revuelve, rumia con esa música obsesiva que tiene el ruido enamoradizo.
Este zumbido toma la conciencia de la narradora con la potencia del remordimiento, «eso tan shakespeareano», dice Fernando Valls: no cesa de preguntarse, de reconstruir la historia, de repetirse las palabras, de contrastar versiones, de obsesionarse con la verdad sin tregua hasta que la verdad y sus posibilidades se diluyen, consolándose también del deseo que de ella se tiene. Pareciera, por fin, que el enamoramiento comienza a palidecer, a atenuarse, a desdeñarnos y que, finalmente, regresamos tiritando de su rapto y se nos permite volver a ser nosotros mismos.
«Sí, todo se atenúa, pero también es cierto que nada desaparece ni se va nunca del todo. (…) Como tampoco se va del todo los nombres ficticios del Coronel Chabert y de Madame Ferraud, del Conde de la Fère y de Milady De Winter o en su juventud Anne Breuil, a la que se ató las manos a la espalda y se colgó de un árbol, para que misteriosamente no muriera y volviera, bella como los amores o los enamoramientos».
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