A Polonia me unen varios afectos un poco arbitrarios, diría yo, como los que se tienen con las cosas que se quieren naturalmente. En primer lugar, cierta sangre subterránea que me llega en hilos por los Ezerkaukis, un apellido que anidó en mis raíces letonas hace un par de generaciones, al menos en las ramas del árbol que me dibujó mi abuela Astrida hace unos años. Luego, me estrechó a ese lugar una amiga polaca que conocí en Italia y que quería ser escritora. Por ese tiempo, leí una frase de Steiner sobre Varsovia en la que me parecía que podía estar hablando lo mismo de la Riga que yo había visitado a los dieciocho años y que sufrieron mis abuelos:
«Hermosa como la ciudad de Varsovia da la impresión de un montaje escénico. Es como si la luz de las cornisas no se hubiera restaurado, como si el aire fuera inapropiado y llevara consigo aún cierta carga del fuego anterior».
Riga, que era la joya del Báltico, la «pequeña París» de los cuarenta, una cuarentona regia de la que abusaron los soviéticos y dejaron esquirlada. Ese año que visité Riga, en el piso de Terbata iela, tuve un sueño que transcurría en Polonia al que se unió, finalmente, una voz: la voz de una mujer como Varsovia o como Riga o como Wislawa.
La escuché por primera vez de la boca de un hombre, del poeta venezolano Rafael Cadenas, recitando fragmentos de «Odio», un poema que circuló en Papel Literario y que él compartió en un taller. Wislawa Szymborska conocía a Cadenas, había leído su poesía en una traducción al francés. Así me contó el profesor Marco Rodríguez del Camino en una historia que sorprendió al mismo Cadenas.
Steiner habla del fuego presentido en Varsovia, en Riga, de «cierta carga del fuego anterior» que, sin embargo, permanece vivo en Wislawa. Al modo de una Casandra, en cuya mirada sigue ardiendo Troya, Varsovia:
Soy yo, Casandra.
Y esta es mi ciudad convertida en cenizas.
Y este es mi báculo y mis cintas de vidente.
Y esta es mi cabeza llena de dudas.
Quizá lo que más me asombre de Szymborska sea el fulgor de ese fuego, pero de un fuego, de una pasión que duda: ese fuego vacilante de Wislawa. A veces da la sensación de que todo cuanto ha escrito —en una poesía directa, descarnada— avanza sin oscilar en su forma de «aire inapropiado», y supone un hallazgo descubrir que su fuego es un fuego balbuciente, el fuego de una poeta que arrulló la duda, la perplejidad. «Los poetas, si son genuinos, deben repetirse constantemente: “No sé”», escribió en su discurso para el Nobel en 1996. «Esta es la razón por la cual valoro tanto esa diminuta frase: “No sé”. Es pequeña, pero vuela con alas poderosas. (…) Si Isaac Newton nunca se hubiese dicho “No sé”, las manzanas en su huerto hubiesen caído como granizo y, a lo sumo, se hubiese inclinado a recogerlas y apenas las hubiese devorado con gusto».
«Hermosa como la ciudad de Varsovia —decía Steiner— da la impresión de un montaje escénico». Un montaje escénico al que Wislawa asistió en el sexto acto:
Para mí, lo esencial de una tragedia es el sexto acto:
el resucitar de los muertos en la batalla del escenario,
el retocar pelucas y vestuario,
el arrancar el puñal del pecho,
el quitar la soga del cuello,
el unirse en fila a los vivos
de cara al público.
Saludos individuales y colectivos:
la mano blanca en el corazón herido,
la reverencia del suicida,
la inclinación de la cabeza cortada.
(...)
El milagroso retorno de los desaparecidos sin rastro.
El milagroso retorno de los desaparecidos sin rastro.
Pensar que entre bastidores han aguardado pacientes,
sin quitarse las vestimentas,
sin limpiarse el colorete,
me conmueve más que los monólogos de una tragedia.
Pero lo en verdad solemne es la bajada del telón
y lo que se sigue viendo por una estrecha rendija:
aquí una mano que se precipita hacia una flor,
allá otra mano recoge la espada caída.
Y sólo entonces una tercera mano, la invisible,
cumple con su cometido:
me agarra por el cuello.
Yo tuve un sueño. Y la voz de una mujer como Varsovia, como Riga, como Wislawa.
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