domingo, 19 de febrero de 2012

Pregúntale al manzano



Valentín Vallhonrat me miró desde dentro de sus gafas alargadas en las puntas, los ojos pálidos y fijos en mí desde la vidriera de un acuario felino.

—Respóndeme las siguientes preguntas: Lorena, ¿te consideras artista? ¿Eres escritora? ¿Y qué posición tienes frente al arte?

Era la primera clase de Escritores y Artistas en el aula gris de la Escuela, gris por las paredes, que van cambiando de colores según cada salón. Pero en la gris nunca habíamos estado antes: en el centro una lámpara argonáutica, como de embarcación antigua, o una lámpara falsa, simplemente, que encubre algo parecido a un detector de mentiras, un portento goyesco de la verdad. Yo que no podía dejar de mirar la lámpara y mentir con franqueza y Valentín con la mirada clavada y la cazadora verde milicia abotonada hasta el cuello.

Y, la verdad, es que no lo sé, Valentín. No sé. Pregúntales a ellos, al resto. A mí me gusta escribir y no me gusta. «Odio escribir pero amo haber escrito», como leí por ahí. No soy artista, Valentín. Quizá escritora porque sé escribir: conozco el alfabeto, diferencio una vocal de una consonante, tengo buena ortografía, sé un poco de gramática y también de sintaxis, sé sumar sujeto más verbo más predicado y podría conmutar la suma, también, no es tan difícil. Sé escribir con letra corrida y de molde. Me gusta jugar con mi letra, tengo bonita caligrafía, y me entretengo garabateando porque mis letras tienen algo de flores y de flamas, por eso, algunas veces, me cuesta también leerme sobre el papel, aunque da lo mismo, a veces escribo y simplemente no me leo, no hay manera de que lo que escriba me sea inteligible. Figúrate a otros. Podría decir, entonces, Valentín, que sí soy escritora, aunque está claro que se puede ser escritora (o escritor) y analfabeta. Escribir con vocación analfabeta es lo difícil, si supieras; lo fácil es escribir con vocación de artista. «Escribiendo a lo tonto, sale lo listo», dice Magdalena. Pero la verdad, y no miento nada, es que yo me siento escribiente, más bien. Yo escribo lo que me dictan, eso es lo cierto, soy buena cogiendo dictados. Como ahora, que escribo porque algo me dicta lo que escribo y no es un dios ni una musa es algo más pedestre, la necesidad, me parece, como la sed que te dicta el agua en letras muy legibles o el deseo, aunque con más prisa. Supongo, sobre todo, que soy buena oyente. Que escucho mucho y obedezco. Es la labor del escribiente; ese es el oficio. Escuchar mucho y obedecer con el lápiz. Era lo que aconsejaba Rilke. A lo mejor así, un día, el analfabeto hace arte, por error, digamos, el escribiente, de pronto, escribe. Y ocurre un milagro, un misterio gozoso. Todo esto está muy lejos del psicoanálisis, me parece. Tampoco sé muy bien por qué escribo lo que me dictan. Es cierto que lo más fácil sería rebelarme y, no creas, siempre conspiro un poco mientras escribo, siempre pienso en que invertiría mejor el tiempo lavando los platos, por ejemplo, o ayudando a un ciego a cruzar la calle. Sin embargo, tampoco el manzano sabe por qué da manzanas, eso tan cierto que decía Lobo Antunes, pero, desde luego, la pregunta inquietaría al árbol. Es como mi amiga Andrea que me pregunta hoy si estoy bien de salud. Uno supone que está bien y en cuanto te lo preguntan ya eres hipocondríaco. Pero gracias por preguntar, Valentín. En serio. Supongo que, al final, es una pregunta sin importancia, porque como tú dices, ser escritor no es importante. Y eso de tus ojos pálidos, fijos en la vidriera de un acuario felino y la lámpara argonáutica sea, probablemente, otra estupidez, cualquier gris. Qué alivio.  

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