A mis amigos
— Fíjese todo lo que han hecho y no
han podido resolver ese asunto.
—¿Qué asunto?
— El de la muerte. Han resuelto otras
cosas. ¿Pero por qué no se concentran en eso?
Desde aquel 3 de diciembre de 2011, me quedó rondando
ese final de encuentro entre la periodista Leila Guerriero y el poeta Nicanor
Parra. Y como quien busca respuestas en un oráculo o vacía una caja de
herramientas para reparar un armatoste, me puse a revolver La invención
de Morel, la novela con la que Bioy Casares se concentró en resolver ese
asunto, el de la muerte.
Morel, el personaje de Bioy, crea una máquina capaz de
captar imágenes y de reproducirlas infinitamente. Sin embargo, lo que logra no
es una proyección cinematográfica sino una representación, una representación
teatral infinita y recurrente de la semana en la que Morel y sus amigos se van
de vacaciones a una isla. Esa era la ambición de Morel: eternizar ese tiempo
compartido de despreocupada felicidad, esa vivencia: «dar perpetua realidad a
mi fantasía sentimental» (porque dice Bioy que en la memoria de los hombres es
donde quizá está el cielo). Los amigos de Morel desconocen, no obstante, la
implicación final de su invención: la máquina, al retener sus imágenes para
recrearlas, les roba el alma y mueren.
De en medio de bastidores, irrumpe en la historia un
fugitivo venezolano que se refugia en el archipélago donde Morel está urdiendo
su obra y allí se encuentra con la extravagancia de una isla con días de dos
soles y noches de dos lunas. La isla es el escenario en el que constantemente
se está perpetuando ese «pequeño teatro de la vasta eternidad» y que el
fugitivo, en principio, ignora. El fugitivo, narrador y protagonista, se
enamora de Faustine, la amante supuesta de Morel, una mujer que todas las
tardes a la hora del poniente baja al malecón, con sus pañuelos de colores en
la cabeza, a leer. Cuando intenta abordarla, descubre que es una mujer
inaccesible, indolente a su presencia. El protagonista desconoce su condición
de espectador y sufre la indiferencia de Faustine. Sin embargo, ciertas
recurrencias que interpreta al inicio como propio delirio, van desovillando el
enigma: las reiteradas conversaciones entre los «actores», la circularidad de
las escenas, la repetición de hábitos, de manías, de costumbres, de gestos.
El protagonista asiste al discurso en el que Morel
confiesa a sus amigos su invención y descubre, finalmente, el sótano que habita
la máquina y el mecanismo de mareas, orquestador de todas aquellas imágenes.
Luego, comprende: Grité en esa casa vacía: “¡Faustine! ¡Faustine!”. (…)
Faustine ha muerto; (…) no hay más Faustine que esta imagen para la que no
existo. Finalmente, el protagonista decide inmolarse ante la máquina para
encontrarse con Faustine en la eternidad y representarse junto
a ella.
La verdadera ventaja de mi solución es que hace de la
muerte el requisito y la garantía de la eterna contemplación de Faustine. (…)
La hermosura de Faustine merece estas locuras, estos homenajes, estos crímenes.
(…) Han quedado grabados siete días. Representé bien: un espectador
desprevenido puede imaginar que no soy un intruso. Este es el resultado natural
de una laboriosa preparación: quince días de continuos ensayos y estudios.
Infatigablemente, he repetido cada uno de mis actos. Estudié lo que dice
Faustine, sus preguntas y sus respuestas; muchas veces, intercalo con habilidad
alguna frase; parece que Faustine me contesta. No siempre la sigo; conozco sus
movimientos y suelo caminar adelante. Espero que, en general, demos la
impresión de ser amigos inseparables, de entendernos sin necesidad de hablar.
En 1963, Bioy Casares se pregunta en una entrevista
sobre el arraigo de lo fantástico en su escritura: «El horror y la fascinación
del primer enfrentamiento con el más allá se mantienen frescos. Aunque todo el
trato que tenemos con el más allá se limita a la desolación de la muerte, no
perdemos la esperanza de encontrar la llave que, tras media vuelta, depare
otros prodigios».
Hay una escena del libro que ha entrado en mi memoria
como «el fondo azulado de un río», en ese sótano de máquinas. Es la escena en
que los amigos de Morel, todos reunidos, sacan el fonógrafo de un cuarto verde,
contiguo al salón del acuario y, sentados en bancos o en el pasto, cuenta el protagonista,
conversan, oyen música y bailan en medio de una tempestad de agua y viento que
amenaza con arrancar todos los árboles. Y se escucha hasta la salida del
sol Té para dos.
Lo que será recordar esa música, digo.
Lo que será recordar esos pañuelos cuando Faustine se
haya ido.
Hay que concentrarse en resolver ese asunto.
Y está la perspectiva del mundo de Morel como una evasión. A mí la lectura que más me interesa es esa. El protagonista se queda a vivir entre las fantasías de Morel (ama a una mujer a la que desconoce y que le desconoce a él; trata de alterar los recuerdos de Morel sustituyéndose a sí mismo en esa cinta). Renuncia a la realidad. Prefiere vivir anestesiado en esa estúpida recurrencia de imágenes tridimensionales que afrontar lo que sea que le persigue y le condena al exilio. Todos sonríen en esa semana de imágenes. Van a fiestas. Juegan partidos de tenis. Si lo miras bien, detrás de muchas "redes sociales", de second life y de esas vidas artificiales que propicia lo tecnológico, solo hay un parapeto contra la realidad, un modo de forjarse una identidad al margen de la vida sensible. Verlo ya entonces tiene mucho mérito. El tándem Biorges supo ver antes que nadie los temas de la narrativa moderna.
ResponderEliminarLa verdad es que la lectura de la novela desde la perspectiva del evasionismo es brillante,Nacho, sobre todo a la luz de esa aparente conectividad de las redes sociales. Al final, es un tema muy romántico, me parece, el de las vidas artificiales proyectadas hacia la inmortalidad. Aunque alguna vez he pensado que también es una época de nuevo barroquismo, de mucha teatralidad. Interesante reflexión, Nacho. Gracias.
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