viernes, 2 de diciembre de 2011

El villancico de La niña rosa

Vista interior de Carranza. 1 de diciembre


Algo tienen los primeros de diciembre de festividad nostálgica. Quizá sea ese feliz temblor que producen los puentes cuando los cruzamos o esa añoranza tremenda de los umbrales cuando se abren. (Umbral. Esa es la palabra favorita de Carolina en español). El primero de diciembre tal vez tenga la épica de los puentes y la lírica de los umbrales: la dulzura de esos viajes en los que se canta a tono con las modulaciones del paisaje (de pequeñas, mi hermana, mi prima y yo cantábamos mucho en las carreteras, en los peñeros y nunca entendimos por qué no podíamos cantar en los aviones si cuando se está sobre las nubes dan siempre ganas de cantar).

Ayer, primero de diciembre, encendieron la cruz del Ávila en Caracas y vi titilar en Madrid la Puerta de Alcalá (cómo se habrán visto los Champs-Élysées y las ranas tristes del Guaire). En nuestro piso de Carranza salió el sol sobre el vapor del tejado y vine a acordarme, por la pared agrietada bajo esa luz esencial de diciembre, de aquel pintor (qué habrá sido de su vida). Que se zanjara la pared de mi casa por una filtración fue un hecho relevante en mi adolescencia. Una mañana salí medio desnuda de mi cuarto y estaba aquel hombre de casi dos metros, alto como un pincel en la sala de mi casa, con su brocha gorda pared arriba pared abajo y unas botas marrones salpicadas de blanco. Y por esto de ponerme a conversar con desconocidos que siempre he tenido y de darles el rollo, este hombre me empezó a hablar de poesía y aquel amor estaba lleno de erres guturales que se encresparon, más amorosamente, en la erre de Rubén Darío.

Yo tendría entonces doce años, quizá, y no tenía puñetera idea de ningún Rubén Darío, salvo por el protagonista, tal vez, de alguna telenovela. El caso es que el pintor premió mi ignorancia con una antología de Austral que llevaba en el bolso. Mirando ayer la pared desflorecida me vinieron los versos de La niña rosa, de ese poema que quince años después todavía me emociona como un villancico. 

Lo más inspirador de esta historia es que hace unos meses aguardaban a un pintor en el restaurante donde trabajaba. Yo esperaba a un pintor como aquel con su braga áspera y su pintura de aceite; en vez, apareció uno con boina y lienzos. Pero este pintor quería vender sus cuadros, no venía a perder el tiempo con la poesía ni a regalar libros de Rubén Darío.  

Sea, en agradecimiento de aquel, el recuerdo de este villancico un primero de diciembre.

La niña rosa

Cristal, oro y rosa. Alba en Palestina. 
Salen los tres reyes de adorar al rey, 
flor de infancia llena de una luz divina 
que humaniza y dora la mula y el buey. 

Baltasar medita, mirando la estrella 
que guía en la altura. Gaspar sueña en 
la visión sagrada. Melchor ve en aquella 
visión la llegada de un mágico bien. 

Las cabalgaduras sacuden los cuellos 
cubiertos de sedas y metales. Frío 
matinal refresca belfos de camellos 
húmedos de gracia, de azul y rocío. 

Las meditaciones de la barba sabia 
van acompasando los plumajes flavos, 
los ágiles trotes de potros de Arabia 
y las risas blancas de negros esclavos. 

¿De dónde vinieron a la Epifanía? 
¿De Persia? ¿De Egipto? ¿De la India? Es en vano 
cavilar. Vinieron de la luz, del Día, 
del Amor. Inútil pensar, Tertuliano. 

El fin anunciaban de un gran cautiverio 
y el advenimiento de un raro tesoro. 
Traían un símbolo de triple misterio, 
portando el incienso, la mirra y el oro. 

En las cercanías de Belén se para 
el cortejo. ¿A causa? A causa de que 
una dulce niña de belleza rara 
surge ante los magos, todo ensueño y fe. 

¡Oh, reyes! Les dice. Yo soy una niña 
que oyó a los vecinos pastores cantar, 
y desde la próxima florida campiña 
miró vuestro regio cortejo pasar. 

Yo sé que ha nacido Jesús Nazareno, 
que el mundo está lleno de gozo por El, 
y que es tan rosado, tan lindo y tan bueno, 
que hace al sol más sol, y a la miel más miel. 

Aún no llega el día... ¿Dónde está el establo? 
Prestadme la estrella para ir a Belén. 
No tengáis cuidado que la apague el diablo, 
con mis ojos puros la cuidaré bien. 

Los magos quedaron silenciosos. Bella 
de toda belleza, a Belén tornó 
la estrella y la niña, llevada por ella 
al establo, cuna de Jesús, entró. 

Pero cuando estuvo junto a aquel infante, 
en cuyas pupilas miró a Dios arder, 
se quedó pasmada, pálido el semblante, 
porque no tenía nada que ofrecer. 

La Madre miraba a su niño lucero, 
las dos bestias buenas daban su calor; 
sonreía el santo viejo carpintero, 
la niña estaba temblando de amor. 

Allí había oro en cajas reales, 
perfumes en frascos de hechura oriental, 
incienso en copas de finos metales, 
y quesos, y flores, y miel de panal. 

Se puso rosada, rosada, rosada... 
ante la mirada del niño Jesús. 
(Felizmente que era su madrina un hada, 
de Anatole France o el doctor Mardrús). 

¡Qué dar a ese niño, qué dar sino ella! 
¿Qué dar a ese tierno divino Señor? 
Le hubiera ofrecido la mágica estrella, 
la de Baltasar, Gaspar y Melchor... 

Mas a los influjos del hada amorosa, 
que supo el secreto de aquel corazón, 
se fue convirtiendo poco a poco en rosa, 
en rosa más bella que las de Sarón. 

La metamorfosis fue santa aquel día 
(la sombra lejana de Ovidio aplaudía), 
pues la dulce niña ofreció al Señor, 
que le agradecía y le sonreía, 
en la melodía de la Epifanía, 
su cuerpo hecho pétalos y su alma hecha olor.

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