Apuntó tres pecados. Recuerdo, alma y alféizar. Esas fueron las tres cruces de su homilía en la última clase de Proyectos. Tres palabras que prohíbe en los textos a modo de ejercicio franciscano (o, quizá, jesuita, habría que preguntarle).
«La palabra recuerdo refiere obviedades». Dice que cuando se habla en pasado, cuando se cuenta una historia en retrospectiva, desde la memoria de lo acontecido, la conjugación del verbo recordar refiere, en cierto modo, una redundancia. Equivaldría, por extensión, a todas las aclaraciones superfluas con las que minamos la escritura. «Porque nunca podemos olvidar que el lector es inteligente y sensible».
La palabra alma encabeza, en este ayuno inflingido, toda la palabrería que sirve de escapatoria para no profundizar en el trabajo de la escritura, en la resistencia al cliché, ese torno laborioso en el que el arte se forja según Brodsky. «Escribir algo como “se me quebró el alma” es un mecanismo tópico para evitarnos el esfuerzo que implica decir algo que verdaderamente nos ataña, algo de veras personal». Esto me remontó al famoso «pecado de pereza» con el que Alfonso, nuestro profesor de Técnicas narrativas II, regañaba los textos.
Para la palabra alféizar, Javier se valió de una historia en un taller de escritura orientado por Ángel Zapata. El elemento primario del relato de una chica del curso debía estar sobre un alféizar. «Pero nadie logró verlo y el relato perdió todo sentido porque la palabra alféizar era más grande que la del objeto al que debíamos nuestra atención. Lo único que se veía era el alféizar que lo ocupaba todo». La chica rebatió las recomendaciones de Ángel cuando le sugirió sustituir la palabra por otra con el argumento de que la palabra alféizar era bella. Ángel le preguntó, entonces, si no consideraba, por ejemplo, que perro fuese igual de bella que alféizar. La chica se escandalizó ante la comparación porque perro era cualquier palabra, una palabra de andar por casa, una palabra que meaba esquinas. Zapata le refirió en respuesta el relato de un hombre solitario que vivía en una colina y que desde allí miraba siempre las luces de la ciudad. La historia culmina con la imagen del hombre descendiendo hacia esas luces: Y el corazón me seguía como un perro grande y paciente. «¿Acaso en esa frase la palabra perro no es bella?», preguntó Zapata. Javier cerró el versículo con una parábola: «Las palabras de un texto son las que el texto necesita. Que el alféizar no tape la verdadera historia».
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