Esa expresión se la escuché por primera vez a mi prima Fabiana, cuyo repertorio de coloquialismos, neologismos y sabiduría popular es del ingenio y el desparpajo de un llanero o un oriental.
Recuerdo que una vez me dijo algo así:
«Cuán de repente, el nene se apareció por donde yo estaba, sin avisarme ni nada, mana, porque andaba con un dale que te pego y un que tú que yo y, ¡mí!, mamita, fingí demencia». Ya luego cuando me vio lila, nomás sonriendo y asintiendo —signo inequívoco de que, en efecto, no nos enteramos de nada— me explicó qué era eso de fingir demencia: «O sea, mi reina, hacerte la loca, la paisa, la willimei».
Ayer justo en la clase de Romanticismo me vine a acordar de aquella lección de farsa popular, de paripé chino, de sueco fingimiento. Porque justo mentaron a Ibsen, aunque ni por sueco ni por noruego, sino por todo lo contrario. Nos explicaba Luis Luna que el Romanticismo combatió en todos los rines la moral burguesa y su reverencia —siempre un poco jorobada y jorobadora— a las buenas costumbres. «Lo que critican los románticos es el “aquí no pasa nada” del burgués». Así: la demencia fingida y difundida.
No sabía yo que mi prima fuera tan burguesa, mucho más burguesa, está claro, por paisa y por willimei. Igual y lee esto y se ofende, o lo mismo se le sube el petú al tupé porque, darling, eso de fingir demencia es súper cool. Ni cartelúo ni bandera que es muy plebeyo, mon cherie —¡asco! —, sino cool. Fingir demencia que es tan cool y tan burgués y tan aparencial y tan preferiblemente anti-romántico. A ver de qué fruteros nos hemos librado por valorar lo sabio que tiene de consejo popular eso de fingir demencia y las que nos han caído por seguirlo al pie de la letra.
Me acuerdo de que, por una época, el eslogan de una cerveza venezolana —Polar Ice, nada menos— rezaba así: «Polar Ice. Y todo bien». Recuerdo que aquello me horrorizó por cuanto tenía de verdad escandalosa. También esa podría ser una frase de Torvaldo en una versión bipartidista a la antigua (tan vigente en España) o boliburguesa de Casa de muñecas:
HELMER: (…) Se trata de ahogar el asunto a todo trance. Y, en cuanto a nosotros, como si nada hubiese cambiado. Por supuesto, hablo sólo de las apariencias, y, por consiguiente, seguirás viviendo aquí, lógicamente; pero te está prohibido educar a los niños. No me atrevo a confiártelos. (…) En fin, todo pasó, no hay más remedio. En lo sucesivo no hay que pensar ya en la felicidad, sino sólo en salvar restos, ruinas, apariencias... Y todo bien...
Fingir demencia es lo que Ibsen llamaba «tender velos».
Pero, finalmente, reacciona Nora, ese personaje adorable, romántico y anti-cool:
NORA:
Voy a quitarme el traje de máscaras.
Y de ahí en adelante, en la escena final, es escucharla y mirarle las manos resueltas deshacer velos hasta llegar a la puerta —con su sombrero, su abrigo, su maleta de viaje—, a la puerta del teatro y cerrarla, por fin, sin demasiado fingimiento. Eso que ya no hacen los personajes de ahora.
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