Ayer pasó que entré doblada por el dolor de estómago a la clase de Personaje Literario y, cuando me senté en la primera silla, ya estaba esperándonos Isabel Cañelles, la profesora, con unos pelos de cableado eléctrico al borde del cortocircuito. En seguida me contó de la mudanza y del piso y de que había tenido una semana que no veas porque, claro, a los niños les hacía mucha ilusión lo de la casa nueva, pero tú imagínate el estrés…
Al minuto entró Silvia estornudando y, con la nariz todavía en el pañuelo, se dio cuenta de que se había equivocado de carpeta y de que había dejado los deberes en la fucsia. Cristina abrió la puerta de la clase enjugándose las lágrimas de la alergia. Andrea, muy regia, ocupó su lugar, cruzó y descruzó un par de veces las piernas y, cumplida la venia, dijo que la disculpáramos porque estaba ardiendo en fiebre.
Ya todos empezamos a mirar a Rubén con instintos criminales porque daba la impresión de estar demasiado abstraído y absuelto de la catástrofe con su Ipad clínico y su tónica inmunosuficiente y le pedimos que, por favor, se solidarizara con el club de la felicidad.
—Vale. Tengo sífilis. O pañalitis—. Y parecía que ya nos bastaba aquella mentira indiferente para echarnos todos a llorar. Así que con voluntad de purgarnos los ánimos, resolvimos leer un relato de Medardo Fraile sobre la historia de un pescador que en uno de sus viajes conoce a la mujer de su vida y de quien luego, al partir, solo conserva una camisa que ella le ha regalado. Esa camisa se convierte en el símbolo total del relato. Finalmente, y dicho a la luz de un fósforo, el pescador muere de amor.
Ya parecía que todos nos subíamos con Fermín Ulía al carel del barco para esperar esa ola que nos llevaría con él —momento en el que el espíritu del club de la felicidad iba in crescendo, al borde del espasmo: yo me arrodillaba sobre las tripas, Silvia se desatornillaba la nariz con un kleenex, Andrea perdía el autobús hacia su casa con cuarenta de fiebre— y, sin embargo, siguió una frase redentora: «Pero lo curioso fue lo que pasó aquella madrugada en que el marinero y su camisa no fueron juntos a pescar».
—¡Esta frase, chicos! —festejó Isabel Cañelles fuera de sí—. Esta frase es la visagra hacia la imagen final, hacia el gran hallazgo del relato! ¡Que no se diga que la literatura no es bonita! ¡Miren lo que se puede conseguir!
Isabel hablaba poseída por el daimon de las letras universales, justo en el instante previo a que un rayo partiera en dos un árbol y una mitad cayera sobre el cableado eléctrico que la tenía de punta. Leyó, de nuevo, y a viva voz:
«La camisa, con el gris y el violeta, el amarillo y el rosa recién lavados, había quedado colgada de una cuerda, secándose. A eso de las cuatro, sin viento alrededor, la camisa comenzó a moverse. Se agitaba con la angustia de su vacío, como queriendo romper las ligaduras que le apretaban los hombros. Las mangas, retorcidas, subían y bajaban con un invisible soplo de llanto de tragedia. Se juntaban a veces por los puños, se abrían en cruz. Y el cuerpo, prendido a los hombros, giraba convulso y se doblaba una y otra vez en una misteriosa corriente de tortura. Luego se quedó rígida, extenuada, como un palo; con las mangas señalando el suelo».
Esa noche, todos repetimos en un solo cuerpo los movimientos de la camisa de Fermín Ulía, casi como en un ballet payasil.
—¿Tú qué crees, Isabel? —le preguntó Rubén con mirada de pocos años a su maestra. ¿Crees que es mejor encontrar algo aunque en seguida lo pierdas?
Es difícil decir si todo nos dolía más o menos al cabo del relato y de esa imagen final. Pero no cabía duda de que éramos el club de la felicidad. Y no lo sabíamos.
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