El viernes pasado
concluimos la clase de Lectura Crítica II con Eloy Tizón. Iniciamos el curso
subidos a un árbol con El barón rampante
de Calvino y finalizamos en la estación de Príncipe Pío, en Madrid, sin rumbo
cierto con Tiempo de silencio de Luis
Martín-Santos. En aquella primera sesión en octubre de 2011, Eloy Tizón me hizo
apuntar la memoria de estas palabras por su peso en verdad: «Hay que entender
los libros como experiencias que nos pueden modificar. La lectura es un viaje
sin retorno: corremos el peligro de convertirnos en otras personas».
La selección bibliográfica
para el taller advertía este peligro. Los nueve libros que pactamos comparten cierto
ADN de especies secretas, de piezas raras, dilemáticas, marginales. Son novelas
desiguales, desequilibradas, atrevidas que hacen rabiar géneros, que hacen
perrerías con los cánones. Lem, Max Ford Maddox, Bulgákov, Ayesta, Onetti,
Buzzati… La escritura que proponen sus autores en la buena mayoría es impopular,
exigente, incómoda. El repertorio de Eloy Tizón, diría, pertenece a una
literatura literariamente incorrecta. Quizá su propósito como acompañante de
este curso ya estaba manifiesto en aquella cita de Jorge Larrosa que compiló en
la primera guía de clase: «Si solo leemos aquello que sabemos leer y que se
somete sin violencia a nuestros esquemas habituales de comprensión, entonces no
leemos en absoluto porque no somos capaces de una confrontación que nos ponga
en juego a nosotros mismos, porque ya no somos un diálogo, porque en nosotros
mismos ya se ha cerrado el cuestionamiento de lo que somos».
A Eloy primero lo
conocí como autor que como profesor en una época del máster en la que no me
gustaba escribir lo que escribía. Ismael llegó un día con Velocidad de los jardines y me puso una mano en el hombro: «Verás
que puedes escribir como tú quieras». Aquel breve compendio de relatos me trajo
eso que infunde y yergue tanto más que cualquier consejo: una música. Eso fue Velocidad de los jardines para mí: una
umbela de músicas. Tal como sucedió, me parece, con varios de los libros que
escogió Eloy: no tanto con el propósito de que los leyéramos, sino con la
cortesía de que los escucháramos. De modo que a la pregunta de con quién estamos
cuándo leemos, quizá pueda responder brevemente con la voz del narrador de uno
de sus relatos, «Los puntos cardinales»:
Con
frecuencia he pasado toda la noche a oscuras sentado frente a otro pasajero, y
de repente un resplandor vivísimo incendiaba su pelo, las letras de su libro,
el agua sin somnífero del vaso.
O algo así. Quién o qué
era, no importó nunca ni importará.
En la retrospectiva de
mis notas, he encontrado las extremidades de dos frases de Eloy que se estrechan
y que, quizá, valgan como acorde general del curso. En ellas, lectura y
escritura se sostienen como experiencias indisolubles. Una de las frases es del
primer día de clases y la otra del último (qué cábala más circular). Hago de
ellas una y cierro corona con la serpiente: «Se dice que para escribir hay que
ser atrevidos, pero para leer hay que ser atrevidos también. Porque a la
literatura no se puede entrar pidiendo perdón: a la literatura hay que entrar
con un portazo».
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