miércoles, 25 de enero de 2012

Historias rocambolescas



Vaya morro el de Stalin






«Tener o echarle morro», esa frase con la que quiere expresarse el descaro o la desfachatez de alguien fomenta aún una dimensión que yo desconocía. «Morro» es también la palabra designada para la interjección que se usa al llamar a un gato «por imitación del murmullo que forma cuando lo acarician», refiere la Real Academia. Todavía hay una variante más: «morrear», que equivale a besar en la boca «persistentemente», aclaran los académicos. A mí todo esto del morro y sus declinaciones, por isotopía, se me hace una cosa de Judas. Que Judas con todo el morro, morró a Jesucristo para morreárselo para mí está claro. Entiendo que más o menos lo mismo hizo Stalin con Bulgákov. A cuento de esto viene tanta digresión.

Adelantaba en la publicación anterior que Elena Serguéievna, la tecera mujer del autor de El maestro y Margarita, contó que la noche del 18 de abril de 1930, Stalin telefoneó a su marido una mañana cuando aún dormía, luego de una espera extendida que había mantenido en vilo su condición de «escritor caído en desgracia». La conversación entre Bulgákov y Stalin ocurrió al día siguiente del funeral de Mayakovski, poeta que siempre había estado vinculado a la revolución y que se había suicidado cuatro días antes, el 14 de abril de 1930. Zamiatin juzgó esa llamada como una estrategia del dictador para «desmarcarse de la muerte del poeta».

Asimismo, Bulgákov sentía que Mayakovski, muerto el primer día de Semana Santa, lo había sustituido en la cruz, «había pagado por él»; de ahí, la recreación de la Pasión del poeta, según se ha visto, alrededor de la figura de Yoshuá Ga-Nozri (Jesús de Nazareth) en El maestro y Margarita.

Así se escuchó la conversación entre Bulgákov y Stalin en el recuerdo de Elena Serguéievna:

«—¿Mijaíl Afanásievich Bulgákov?
—Sí.
—El camarada Stalin va a hablarle.
—¿Qué? ¿Stalin? ¿Stalin?

Tras esto, una voz con pronunciado acento georgiano dijo:

—Sí, le habla el camarada Stalin. Buenos días, camarada Bulgákov.
—Buenos días, Iosif Visarionovich.
—Hemos recibido su carta. La hemos leído con los camaradas. Va a recibir usted una respuesta positiva… Y, quizá… ¿Quiere marcharse al extranjero, no es eso? ¿Verdaderamente está harto de nosotros?
—Últimamente, me he planteado reiteradamente la siguiente pregunta: ¿puede un ruso vivir fuera de su patria? Y me parece que no.
—Tiene usted razón. Esa es también mi opinión. ¿Dónde quiere usted trabajar? ¿En el Teatro de Arte?
—Sí, me gustaría, pero no he recibido más que negativas.
—Presente una solicitud. Me parece que esta vez la aceptarán. Tendríamos que reunirnos para charlar.
—¡Oh, sí, Iosif Visarionovich! Tengo que conversar con usted.
—Sí, habrá que encontrar un momento apropiado para eso. Y, ahora, adiós y enhorabuena».

Después de todo, me parece que no era tan disparatada aquella digresión casi histórica sobre el morro. Porque, la verdad sea dicha: vaya morro que tienen los dictadores. 

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