Todos los 21 de
noviembre solía llamar por su cumpleaños a mi madrina y maestra de literatura Silvana. Todos los 21 de noviembre
desde que nos conocimos, incluso algún año desde Madrid, a donde me vine a seguir la vocación que ella me había contagiado. Esta carta fue lo que logré esbozar en un cuaderno el día que me enteré de su partida y que vale por
todos estos años en los que nunca nos separamos.
*
La vida, la vida hay
que gastarla, decías. Y que a la hora de entregarla sea un gesto leve,
sencillo. No hay que tener miedo de perder la vida, de dar la vida.
Desde la capilla del Colegio, Manuel relató la
delicadeza pasmosa de tu gesto. Te tenía agarrada de la mano cuando le pareció
que la entregabas. Dijo que había sido el colmo de la discreción. Eran las
cinco y media de la mañana del 12 de agosto. «Vi a mi madre bella, sonriente, con la boca pintada
de rojo como se la había pintado mi hija. De repente se empezaron a escuchar
unos aplausos. Era la lluvia que preparaba el cielo para recibir a una reina».
Después de este testimonio y de la misa de acción de gracias en la que nos reunió, salí al estacionamiento de nuestro Colegio San Ignacio y muy cerca
de nuestro edificio de Humanidades me llegó de pronto un intenso olor de rosas. No me sorprendí. Silvana tenía eso milagroso de las santas. No me extrañó que se convirtiera en todo aquello: efluvio de rosas, lluvia
de estrellas, las lágrimas de San Lorenzo (la noche de más actividad estelar en Caracas fue justo la del 12 de agosto).
En esa acción de gracias estaba demorándose cuando fui corriendo a
Caracas a abrazarla, apenas supe de su enfermedad. Entonces, fui la hija pródiga que quiso volver a
casa, desanduvo el camino, pero encontró la casa vacía, sin madre.
Silvana fue mi maestra en
el sentido más clásico, mi mentora de vocación, la miel tersa de
la madre sobre la frente afiebrada. Como el poeta, a veces he creído que se hizo maestra para demostrarle a Dios que sus alumnos éramos inocentes. Porque para Silvana no había mancha en el Quijote.
Es posible que desde
Borges nadie haya leído aquel libro con tanto goce, tanta devoción, tanta
premura y tanta fe. Era su Biblia personal, su humanísimo escapulario. Hace más de diez años, cuando estaba en bachillerato, no sabía si lo había leído una docena de veces. En ella se conjugaba una conmovedora dualidad, una dualidad sin doblez: tenía esa vocación fáustica por el conocimiento, una honesta pasión por la lectura y por el aprendizaje —equiparables a los que tenía por un buen cigarrillo y por los caramelos de regaliz— y que he vuelto a ver con rareza y algún golpe de suerte en pocos profesores. Una vez escuché que a los once años ya había leído la Biblia dos o
tres veces y un día me contó al teléfono que en una tarde deshojó Rayuela, mientras esperaba a uno de sus hijos en un cuarto de hotel en Nueva
York. Muchas veces he
pensado que Silvana era nuestra Sor Juana, una mujer extemporánea, excepcional,
mística, erudita, «sagradamente
mundana» y me atrevería a
decir que, como todo espíritu avanzado, fue a la par una mujer admirada e incomprendida. Y sin embargo, como dijo uno de sus hijos «su excelencia no era intimidante, sino contagiosa; era una mujer de juicio que no juzgaba sino que sostenía las manos».
Sin embargo, a este
prodigio de erudición se orillaba otro: su inocencia. Solo bastaba escucharla
hablar de su infancia en Italia, en su Nápoles querido, narrar aquellos años de la guerra cuando durante los
bombardeos inventaba historias en refugios improvisados en medio de la campagna italiana. Eso me lo contó una tarde mientras nos daba el sol en el balcón de su apartamento en Las Mercedes, tomando café, hasta que nos agarró la noche y seguimos conversando aunque ya no nos veíamos, justo como ahora, supongo. Ya en la penumbra empezamos a hablar de Vicente, su gran amor. La sensación que
guardo de aquella conversación es la de un piano abierto. Siempre recuerdo su caligrafía con el apellido de Vicente junto
a su nombre —Silvana Rennola de Losada, en cursiva, además—, una enredadera briosa como la que dicen que juntó más allá de la
muerte a Tristán e Isolda.
Sí. Solo bastaba con verla mirar: no había mancha.
Su partida nos devuelve
a la indefensión de la infancia. Este agosto, recorriendo los pasillos vacíos
del Colegio donde la perseguía siempre llena de preguntas, me sentí en un jardín huérfano con un juguete roto, uno de los más
queridos, la rueca de Penélope, el olifante de Rolando.
Gracias, Silvana querida, maestra querida, gracias.
Así lo dejaste escrito
con tu letra en el encabezado de un examen que encontré este agosto en una búsqueda desconsolada entre las cajas del sótano. Hoy, en tu día, vuelvo a ti estas palabras y las celebro en tu nombre, mi Silvana: «Pienso que todos los cielos,
arcanos y presentes, te deberán bendecir cientos de veces».
Y para siempre.