jueves, 26 de mayo de 2011

El evangelio según...


Gabriel García Márquez

Desde las catacumbas literarias 


Eran las cuatro y media de la tarde, cuando Amaranta Úrsula salió del baño. Aureliano la vio pasar frente a su cuarto, con una bata de pliegues tenues y una toalla enrollada en la cabeza como un turbante. La siguió casi en puntillas, tambaleándose de la borrachera, y entró al dormitorio nupcial en el momento en que ella se abrió la bata y se la volvió a cerrar espantada. Hizo una señal silenciosa hacia el cuarto contiguo, cuya puerta estaba entreabierta, y donde Aureliano sabía que Gastón empezaba a escribir una carta.

Vete dijo sin voz.

Aureliano sonrió, la levantó por la cintura con las dos manos, como una maceta de begonias, y la tiró bocarriba en la cama. De un tirón brutal la despojó de la túnica de baño antes de que ella tuviera tiempo de impedirlo, y se asomó al abismo de una desnudez recién lavada que no tenía un matiz de la piel, ni una veta de vellos, ni un lunar recóndito que él no hubiera imaginado en las tinieblas de otros cuartos. Amaranta Úrsula se defendía sinceramente, con astucias de hembra sabia, comadrejeando el escurridizo y flexible y fragante cuerpo de comadreja, mientras trataba de destroncarle los riñones con las rodillas y le alacraneaba la cara con las uñas, pero sin que él ni ella emitieran un suspiro que no pudiera confundirse con la respiración de alguien que contemplara el parsimonioso crespúsculo de abril por la ventana abierta. Era una lucha feroz, una batalla a muerte, que sin embargo parecía desprovista de toda violencia, porque estaba hecha de agresiones distorsionadas y evasivas espectrales, lentas, cautelosas, solemnes, de modo que entre una y otra había tiempo para que volvieran a florecer las petunias y Gastón olvidara sus sueños de aeronauta en el cuarto vecino, como si fueran dos amantes enemigos tratando de reconciliarse en el fondo de un estanque diáfano.

Cien años de soledad (1967).



miércoles, 25 de mayo de 2011

martes, 24 de mayo de 2011

Lo literario. Parte I

Hace meses que hemos estado discutiendo en clase el asunto de «lo literario». Además de que el estudio de la escritura lo impone, los escritores solo hablan de eso, de esa arisca rareza, de lo literario. ¿Pero qué es lo literario? Esa pregunta que como un aguijón va emponzoñándose en los escritores, en los aprendices de escritura. Qué es lo literario, qué es lo artístico, qué es la artisticidad. Qué es ese hongo apócrifo, ese anfibio letrado, ese críptido. 

Recuerdo una clase de Técnicas Narrativas II a la que Margarita fue con unos zapatos de charol y Alfonso, el profesor, se detuvo para elogiarlos.

—Me gustan mucho tus zapatos, Margarita. Son muy literarios.

Y luego, más adelante, agregó: «Tienen muchos matices». 

Esa observación me hizo pensar. Porque si, como decía Borges o Sábato, el cielo y el infierno son hipérboles, lo literario resta sus imperios, los confronta, comunica al amo con su esclavo, hiere cada verdad con su antítesis, debilita el dogma, no tiene moralejas. Solo a lo literario pudo ocurrírsele, por ejemplo, entreverar una pareja tan hetero y tan disfuncional como el amor y la muerte. Todo esto —fantaseo— con el fin de subrayar la humanidad de lo humano: la contradicción, ese matiz que nos agrieta, que nos requiebra en dos, en tres, en diez: en tantas fracciones como insospechados somos. No deja en pie una sola estatua, lo literario: es presuntamente iconoclasta. Solo vierte su imaginería, que no es la del poder ni la de la idolización, sino la de la poesía. 

Entonces, si hay zapatos literarios, habrá también cabelleras más y menos literarias, lo mismo que tallarines, psicotrópicos, desodorantes y axilas, inodoros, salpullidos, bronceados, dietas, enchufes, calzoncillos y canarios, gatos, perros, maneras de estornudar o bostezar o reírse, divorcios, disparates y también gobiernos más y menos literarios. Está claro que la tiranía o el totalitarismo son antiliterarios, pero también lo sería, nuevamente, por hiperbólica, la anarquía. Porque ni esto es lo literario ni tutto quanto tampoco lo debería ser. Lo literario exige formas contenidas, las buenas formas.

¿Pero qué es eso tan matizadamente literario que no se puede nombrar porque no es esto ni es aquello pero que cuando es sabemos reconocerlo? ¿El dios de los judíos? ¿El amor? ¿La muerte? ¿Sí? ¿Sabemos reconocer lo literario? ¿Es literario lo que está bien escrito? ¿Qué es estar bien escrito? Algunos y algunas dirían que Natalie Portman está bien escrita y que está bien escrito Jude Law. Sin embargo, Frankenstein es una obra de arte. 

¿Qué trompetas y qué flautas es lo literario?  

sábado, 21 de mayo de 2011

Un mal día para malhablar de Cortázar



Iba a empezar a hablar mal de Cortázar cuando, justo antes del solfeo, entré en el blog de José Urriola: Rostros de viento. Encontré entre sus últimas entradas el relato de una señal que le fue dada por algún dios generoso y literato, en medio del tráfico caraqueño y la imagen voluptuosa de María Lionza cabalgando una danta. Urriola cuenta que iba camino a su casa con el propósito de plantarse frente a su padre y decirle que hasta allí había llegado el Guaire con la ingeniería, que lo suyo eran las letras o la comunicación. Entonces imaginaba a su padre desheredándolo, quitándole el apellido, dejándolo solo con el José que, con que no se sea un buen carpintero y algún cronista te haga reseña mínima en la Biblia, es verdad, no se llega demasiado lejos. 

En este tope de desesperación y temor del dios Padre, Urriola rogó por una señal. De pronto, al acabarse la cinta del reproductor, se encendió automáticamente la radio y apareció un hombre con «acento argentino, erres arrastradas y voz cavernosa de fumador crónico». Era Cortázar que había narrado a viva voce para él su relato «La salud de los enfermos». «Yo había pedido una señal —escribe Urriola— para saber qué hacer con mi vida y «La salud de los enfermos» me había dado la bengala para perdidos que estaba necesitando para armarme de valor y hablar con papá».  

Entonces, cómo no, se me fueron las ganas de hablar mal de Cortázar. Porque nada valen los gustos literarios ni la necia prolijidad cuando un autor le ha salvado la vida —y a capella a una persona querida y estimada. La cazurrería se me terminó de ablandar cuando escuché el video que Urriola remite al final de la entrada con un poema de Cortázar, «Me caigo y me levanto».

Nadie puede dudar de que las cosas recaen / (…) un jazmín para dar un ejemplo perfumado / a esa blancura / ¿de dónde le viene su penosa amistad con el amarillo? / el mero permanecer ya es recaída / es jazmín entonces

En días pasados estuvimos leyendo Todos los fuegos el fuego, ese libro de cuentos que me recordó al Cortázar pirotécnico de Rayuela y volví a sentir cierta antipatía o, quizá, como dice García Márquez con respecto a Julio, sentí esa envidia que infunden los ídolos o, también, su reverso: una gran devoción inaceptable. Entonces vi que Verónica Cento —una compañera argentina con quien compartí un taller de poesía en Caracas y de quien no había vuelto a saber en años—  comentó también la entrada y pensé en Marysol que ahora vive en París y que leyó hace muy poco sus Papeles inesperados y terminé arrollada por esa frase final que, en medio de una cariñoso intercambio de sincronías cortazarianas, se sacó Urriola de la solapa: «La amistad es una flor extraña, aún más rara que el amor».

Entonces yo también vi la señal nítida, el cercano gesto de quien te hace callar, ofreciéndote su brazo para acabar la tarde con un café o un tinto hablando en glíglico. Entendí claramente que hoy no es un buen día para hablar mal de Cortázar. 

Luego de toda esta historia me pregunto, sin embargo, si cuando Urriola vio María Lionza en plena autopista en Caracas  —me pregunto y fantaseo— si esa danta, digo, era un cronopio.  

lunes, 9 de mayo de 2011

De la venganza de Isabel Calvo y el retorno de Laura


El jueves por la noche, Isabel entre comillas cumplió contra mí su venganza onomástica luego de que publiqué una entrada en la que exponía serias dudas sobre su identidad. «¿Isabel? ¿Sí?». El rencor quedó manifiesto en varias ocasiones previas que ya anunciaban la revancha.

A la publicación de la entrada, me escribió un correo privado con la siguiente línea: «Pues yo no sé, no me veo en una peli de Almodóvar, Lorena». Lorena. Esta vez no dudaba de mi nombre; lo tenía cogido por todas las letras y apuntado en la sien con bolígrafo. Además, la negativa de su potencial de chica Almodóvar escondía una insinuación peor: o sea, que en efecto no se veía en una peli de Almodóvar pero sí en una de Hitchcok o de Kubrick. Está claro que el contexto y el subtexto no me auguraban algo mejor: que se viera, por ejemplo, en una película de Disney. No veo yo a Isabel entre comillas revestida de Campanilla cumpliéndome un deseo. En tal caso, si ella insiste en que es Disney y no Almodóvar,  será por Cruella de Vil y su abrigo de piel de estudiante de escritura.

A la clase siguiente, llegó amenazante. 

—¿Dónde está Lorena? —preguntó.
Yo había salido por un café y cuando entré a la clase todos me miraban con cierta compasión.
—Aquí estoy, ¿Isabel? —afirmé no sin dudas ya inveteradas.
—¿Qué me has hecho?  —inquirió.
—¿Yo? Nada.
—He leído tu blog —me advirtió como si yo hubiese expuesto sus secretos de alteridad a la CIA. Por lo menos ya sabemos que Isabel entre comillas no es Osama Bin Laden.    

Ya sabía por su correo que había leído mi blog, pero el hecho de que lo hiciera notar delante de todos mis compañeros me pareció un desafío explícito. Luego fijó la mirada en todos nosotros. 

—Soy la supervisora de la biblioteca, con lo cual, todos ustedes son sospechosos.

«¿Sospechosos de qué?», pensé para mis adentros y luego recordé que todavía tenía en mi poder dos libros que no había anunciado en las fichas de préstamo. Y ella lo sabía; estaba segura. Si hubiese sido Silvia la malhechora, de cuyo nombre dudó desde el primer momento, cualquier acusación habría sido improcedente, puesto que le había otorgado la licencia de ser otras —Lucía, Almudena, Sara— y, automáticamente, la había bendecido con el don de la impunidad. Pero su venganza parecía iniciar con el hecho de que, para ella, yo solo tenía un nombre, un nombre que llevaría a cuestas hasta el final del curso de Literatura y experiencia: un solo nombre con el que me había acorralado. Nunca antes había deseado tanto un álter ego, un doppelgänger.

El jueves por la noche pasó lista.

—¿Quién es Laura que nunca ha venido?

Ismael le explicó que Laura había dejado el máster en las primeras semanas. Ella siguió con la vista fija en el papel con el bolígrafo afilado en alto. Deletreó bien el nombre de Laura, hizo sus últimos cálculos y trazó una raya horizontal tres renglones más arriba, un plumazo, un tachón vengativo.

—¿Lorena?
—Sí, soy yo.
—¡Ja! ¡Eres tú! ¡Te he tachado de la lista en lugar de Laura! ¡Te borré del máster! 

Hecho verídico. Lorena-Laura, Laura-Lorena. Trágica aliteración. Ahora sí tenía álter ego, ahora sí pseudónimos y heterónimos y trastornos de personalidad múltiple. El jueves cuando fui Laura por designio de Isabel Calvo — I-sa-bel Cal-vo: ¡Ese es su único nombre! ¡Que nos nos engañe más! ¡Ella también es mortal!— quedé anónima bajo la sepultura de un tachón. 

Sin embargo, ayer noche, recordando el crimen onomástico de Isabel, sonreí. Sonreí porque Laura ha vuelto.