viernes, 29 de abril de 2011

Lo bello y lo triste

«Eran seis butacas giratorias que se alineaban sobre el lado opuesto del vagón panorámico de aquel expreso a Kioto. Oki Toshio observó que la del extremo giraba en silencio con el movimiento del tren. No podía quitar los ojos de ella. (…) Al contemplar aquel sillón giratorio que se movía ante sus ojos en un vagón vacío, Oki se sintió solitario. Los recuerdos comenzaron a aflorar en su memoria».

Con este pasaje, Yasunari Kawabata inicia el tenue lamento de lo bello y lo triste, adjetivos que epigrafian el último libro que habría de escribir y luego publicar en 1969, un año después de haber recibido el premio Nobel y tres años antes de suicidarse. Es de suponer que el suicidio de Kawabata, tal y como ocurría con el violento desenlace de sus historias, correspondiera a una revelación súbita de una presencia sublime.

Esa visión epifánica se había traducido para Kawabata en una actitud estética ante la vida, dominada por el encuentro menudo con lo triste, a partir de esa extraña aflicción que produce la belleza cuando ha sido descubierta en medio de la más profunda soledad. Así, en una conferencia que dictó en Hawai en 1969, titulada «La existencia y el encuentro con la belleza», Kawabata relata cómo una mañana, solo, en un hotel lujoso, contempló una serie de mesas dispuestas en una terraza, sobre las cuales había cientos de vasos colocados boca abajo brillando como diamantes bajo el sol. Esa visión que nunca antes se le había revelado le causó un rapto tal que le hizo concluir que la literatura no hace sino registrar encuentros tales con la belleza: «Y esa belleza que se desvaneció en forma tan repentina podría ser recuperada por algún escritor que la transformara en una conmovedora obra de arte».

Umberto Eco reafirma esta estética vital: «Hay momentos en los que (…) las cosas se nos muestran bajo una luz nueva (…): aparecen, simplemente, con una intensidad que antes nos resultaba desconocida, y se presentan cargadas de significado, de modo que comprendemos que solo en ese momento hemos tenido la experiencia completa de ellas, y que la vida merece ser vivida tan solo para acumular tales experiencias».

«Pero la razón por la cual Otoko deseaba pintar la plantación de té de Uji no era sólo el placer que le causaban las ondas de diferentes matices de verde. Después de romper con Oki había huido a Kioto con su madre, pero había efectuado varios viajes a Tokio. Lo que más recordaba de aquel período eran los campos de té contiguos a Shizuoka, vistos desde la ventanilla del tren. (…) Pero ante el espectáculo de los campos de té, la tristeza de la separación la había oprimido repentinamente. (…) Quizá fuera su melancólico verde y las melancólicas sombras crepusculares de las hondonadas lo que había provocado su dolor».

En Kawabata lo bello se traduce en la añoranza de quienes se ama como posibilidad de comunicarse momentáneamente y vibrar, alguna vez, en compañía; lo triste sobreviene por la reafirmación prolongada de su ausencia y, en consecuencia, por esa imposibilidad de ser amado que deviene, finalmente, en soledad. Así, el éxtasis embriagador inicial de la belleza termina por arrojar al amante en un leve y paulatino desconsuelo. Lo bello y lo triste es, al mismo tiempo, ascenso y caída, goce y turbación, suspensión que termina en dulce desdicha.
Kawabata reconoce que la tristeza, en una encarnada simbiosis, vierte profundidad y densifica la belleza, pues desde adentro la posee como un espíritu lánguido y arrullador que suaviza cada uno de sus gestos. En este sentido, las mujeres jóvenes de Kawabata son fuente de belleza pura porque aparecen nimbadas por un misticismo cargado de conmovedora sensualidad. «De no ser por la mirada melancólica cuando pensaba en Oki, nadie habría advertido su tristeza. Y hasta esa ocasional sombra sólo contribuía a acentuar su belleza». Lo bello y lo triste solo los disfruta en su total complejidad aquel que puede disfrutar ambos.

En su discurso «El bello Japón y yo», pronunciado durante la ceremonia de la Academia Sueca, Kawabata confiesa ya hacia el final: «Al contemplar la belleza de la nieve, de la luna llena, de los cerezos en flor, es decir, cuando despertamos ante las bellezas de las cuatro estaciones y entramos en contacto con ellas, cuando sentimos la felicidad de habernos encontrado con la belleza, es cuando más pensamos en quienes amamos y deseamos compartir con ellos esa felicidad. La emoción ante lo bello despierta fuertes anhelos de amistad y compañerismo, de modo que la expresión ser querido puede ser tomada como equivalente a ser humano».

«La charla en lengua extranjera lo hacía sentirse más solitario. La butaca que giraba en el vagón panorámico volvió a su memoria. Era como si viera su propia soledad, que giraba y giraba dentro de su corazón».

En contraposición a lo triste, lo bello emerge también del momentáneo roce de almas, de ese extraño consuelo que procura la comunión entre los amantes justo en el instante antes de perderse definitivamente. «El solo hecho de estar sentados allí, próximos el uno al otro, creaba una corriente de sentimientos entre ambos. *** Otoko se volvió y Keiko extendió la mano para acomodarle unos cabellos que le caían sobre la nuca. *** Keiko se arrodilló junto a su maestra y levantó una taza de té verde, mientras sus rodillas rozaban las de Otoko. *** Taichiro sintió las largas pestañas de Keiko entre sus labios. *** Keiko apoyó su mano sobre la de él y se la acarició con el dedo índice». Justo después de este sutil y breve connubio, nuevamente, brota de los amantes ese acorde triste de la separación. «Se hizo un repentino silencio cuando desde el paseo junto al río ascendió el lamento de un violín chino y las melodías de unos músicos ambulantes».

Así, para Kawabata, en Lo bello y lo triste palpitan los sonidos de la infancia, las campanas de las viejas festividades japonesas, los ecos estivales de la muerte que lo arrojó en la orfandad prematura, las pulsiones del recuerdo, todo esto, a su vez, abrazado al lirismo de la temprana primavera, a los ademanes de la naturaleza del Japón, a la poesía lacónica de sus paisajes, a las torsiones del espíritu y al arte vivido en la más absoluta soledad.

«¿A qué obedecían esos repentinos sentimientos? ¿Serían una consecuencia de su visión del loto en llamas? Empezaba a creer que el loto era Keiko. ¿Por qué florecía aquel loto en medio de una hoguera? ¿Por qué no se marchitaba?».

Lo bello y lo triste: un loto en llamas.

jueves, 28 de abril de 2011

Ana María Matute: El premio Cervantes a una vida de papel




Ayer conocí a Ana María Matute sin conocerla. Quiero decir: la vi y la escuché por primera vez en vivo, sin haberla leído nunca, en la conferencia que organizó el Círculo de Bellas Artes, a propósito de la celebración de la Noche de los Libros en Madrid. Miento. La había visto antes; la había visto por primerísima vez la mañana de ayer, en las pantallas del Carrefour cuando estaba recibiendo de manos del rey Juan Carlos, en Alcalá de Henares, nada menos que el premio Cervantes con el que solo han sido galardonadas dos mujeres más: la filósofa María Zambrano (1988) y la poeta cubana Dulce María Loynaz (1992). 


Ana María Matute apareció en el podio de la sala Valle-Inclán en su silla de ruedas. Allí se encumbró una señora ínfima y portentosa que lleva, a la par, la fragilidad y el brío de ochenta y cinco años a cuestas. Y con la certeza que le otorgan esos escaños reafirmó frente a todos los presentes que «la infancia es más larga que la vida» y que «un niño no es el proyecto de un hombre, sino que un hombre es lo que queda de un niño». Nos habló, así, de su muñeco Gorogó, un regalo de su padre que todavía conservaba y quien, nos dijo, ha sido su compañero de confesiones: «Yo le hablo y sé que él me comprende». 

Nos contó algún cuento, habló de la soledad de la infancia y de la preeminencia de la lectura en los niños y nos confesó que cuando escribía para ellos intentaba crear finales felices: «No vaya a ser que los niños dejen de leer porque las historias los hacen llorar. Aunque está bien que lloren. Luego llorarán mucho más». Respondió sin entresijos a las preguntas que le hizo el escritor y moderador del evento Gustavo Martín Garzo, corrigió alguna falsa aseveración que le habían atribuido y hasta regañó en público a una mujer que se atrevió a confiarle —como una gran hazaña— que cuando les contaba sus cuentos a los niños a veces modificaba algunos personajes. Mejor que no. 


Con la misma franqueza de la enmienda y de la censura suscribió que «el amor es una maravillosa equivocación» y que en el mundo debería haber más equivocaciones como esas. Dijo que la escritura es una forma de protestar contra un mundo que no comprendemos, que ha sido su forma de estar en el mundo, que «el que no inventa no vive» y que ella está viva porque no ha dejado de escribir: «Mi vida ha sido una vida de papel». 
Luego de que acabó la conferencia, tuve que correr a la Escuela para la clase de Lectura Crítica. Cuando llegué, le comenté a Ignacio Ferrando que había estado en el encuentro con Ana María Matute. «Esa sí que es una escritora de verdad», casi exclamó Nacho. En el discurso del premio Cervantes —el más corto de todos los que ha recogido el galardón—, Matute había dicho una gran verdad que lo había emocionado: «En la literatura de verdad, no la de la fiestas y el espectáculo, se entra con dolor y lágrimas». Lo dijo esa mujer que dejó de escribir durante veinte años de «mucho sufrimiento».

La vida de Ana María Matute ha sido, ciertamente, una vida de papel, de un papel blanco  que ha llevado en la solapa.

lunes, 25 de abril de 2011

El evangelio según...

Juan Rulfo

Desde las catacumbas literarias.


Para escuchar de rodillas.

«Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir. Entonces yo dormía a su lado, en un lugarcito que ella me hacía debajo de sus brazos.

Creo sentir todavía el golpe pausado de su respiración; las palpitaciones y suspiros con las que ella arrullaba mi sueño…Creo sentir la pena de su muerte…

Pero esto es falso.

Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada sólo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta.

Siento el lugar en que estoy y pienso…

Pienso cuando maduraban los limones. En el viento de febrero que rompía los tallos de los helechos, antes que el abandono los secara; los limones maduros que llenaban con su olor el viejo patio.

El viento bajaba de las montañas en las mañanas de febrero. Y las nubes se quedaban allí arriba en espera de que el tiempo bueno las hiciera bajar al valle; mientras tanto dejaban vacío el cielo azul, dejaban que la luz cayera en el juego del viento, haciendo círculos sobre la tierra, removiendo el polvo y batiendo las ramas de los naranjos.

Y los gorriones reían; picoteaban las hojas que el aire hacía caer, y reían; dejaban sus plumas entre las espinas de las ramas y perseguían a las mariposas y reían. Era esa época.

En febrero, cuando las mañanas estaban llenas de viento, de gorriones y de luz azul. Me acuerdo. Mi madre murió entonces.

Que yo debía haber gritado; que mis manos tenían que haberse hecho pedazos estrujando su desesperación. Así hubieras querido tú que fuera. ¿Pero acaso no era alegre aquella mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos tibias temblaban al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la luz de los días. ¿Pero por qué iba yo a llorar?

¿Te acuerdas, Justina? Acomodaste las sillas a lo largo del corredor para que la gente que viniera a verla esperara su turno. Estuvieron vacías. Y mi madre sola, en medio de los cirios; su cara pálida y sus dientes blancos asomándose apenitas entre sus labios morados, endurecidos por la amoratada muerte. Sus pestañas ya quietas; quieto ya su corazón. Tú y yo allí, rezando rezos interminables, sin que ella oyera nada, sin que tú y yo oyéramos nada,  todo perdido en la sonoridad del viento debajo de la noche. Planchaste su vestido negro, almidonando el cuello y el puño de sus mangas para que sus manos se vieran nuevas, cruzadas sobre su pecho muerto; su viejo pecho amoroso sobre el que dormí en un tiempo y que me dio de comer y que palpitó para arrullar mis sueños. 

Nadie vino a verla. Así estuvo mejor. La muerte no se reparte como si fuera un bien. Nadie anda en busca de tristezas».
Monólogo de Susana San Juan. Pedro Páramo (1955).

viernes, 22 de abril de 2011

Volvamos a Comala

Una de las procesiones más lacónicas y más festivas que puede hacerse esta Semana Santa es el recorrido de las veinticinco fotografías de Juan Rulfo que expone la Fnac de Callao, a propósito del 25° aniversario de la muerte del escritor mexicano. Es una peregrinación, en su mayoría, sobre las piedras de Jalisco —las de Comala—, un camino sobre esa tierra quebrada que entraña las voces de los muertos, de sus personajes. Las piedras, en las fotografías de Rulfo, se aíslan en la pirámide de algún dios, se oprimen en el rostro de un Cristo, se arruinan en las casas solas, se anidan en los matorrales, enlutan las iglesias, resquebrajan los campos, dilapidan el paisaje, ayean. 

Acceso al atrio y templo de Yecapixtla, década de 1950

Quizá por estas piedras Pedro Páramo sea un libro de murmullos y, por ellas, haya pensado así en llamarlo: Los murmullos. Quizá por estas piedras Rulfo se enmudeció después de escribirlo y se consumió en esa «estética del silencio» de la que habló Susan Sontag y que presintió en su trabajo fotográfico. Rulfo calló después de escribir la historia de Comala —de Tuxcacuesco, su pueblo natal—, ese lugar arruinado sobre «un montón de piedras calientes que se desmoronaron en mitad del páramo». Eso fue lo que encontró cuando regresó muchos años después: un desorden de lápidas y solo «voces quebradas, deshechas, solo unidas por el hilito del sollozo».

«—Este pueblo está lleno de ecos. Tal parece que estuvieran encerrados en el hueco de las paredes o debajo de las piedras. Cuando caminas sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas ya muy viejas como cansadas de reír. (…) Sí, este pueblo está lleno de ecos». Todo esto dice Rulfo a través de Damiana Cisneros, se lo dice a Juan Preciado, al hijo de Dolores que ha vuelto a Comala para buscar a su padre y donde encontró la muerte.

«—Sí, Dorotea. Me mataron los murmullos». Le confiesa Juan Preciado abrazado a ella en el mismo sepulcro, bajo las mismas piedras.  

Autorretrato de Juan Rulfo en el Nevado de Toluca, década de 1940
En estas veinticinco imágenes está fotografiada la soledad de los hombres y las mujeres de esas breñas, en las que, como los habitantes de Comala, esperan algo, no se sabe qué exactamente, hasta que se disuelven como sombras: las ancianas de la calle Cardonal, las tres mujeres mixes barbechando, surcando la tierra, revolviendo las voces de los muertos; los hombres que esperan escuchar la música de unos instrumentos abandonados sobre una colina pétrea, una anciana que teje como una parca olvidada en el umbral de una casa sola. Y allí está el propio Rulfo en su autorretrato, sobre el Nevado de Toluca, escuchando el rumor del silencio y esas voces apagadas en la «más remota lejanía». 

Como Pedro Páramo, la exposición es un viaje al olvido para rememorar, para hacer memoria. No en vano, la novela está situada en los confines de la Revolución Mexicana, que olvidó mucho, que arrasó y olvidó a muchos pueblos y a mucha gente.  La novela y las imágenes arrojan la certeza de que, en Latinoamérica, la verdadera historia la cuentan los muertos, como dijo en una ocasión —si no me traiciona la desmemoria latinoamericana—  el propio García Márquez. Pero contra ese olvido, se erigen las piedras de los paisajes de Rulfo con sus rumores, sus gritos, sus ecos: con su acústica del recuerdo, ese monumento escombrado pero fragoso. 

Y sin embargo, al final de un vía crucis de piedras, aparece la carne: una fotografía de Clara Aparicio de Rulfo, de Susana San Juan: de la carne milagrosa, del amor cuando era posible amar en Comala. Esta última fotografía le ha conferido, para mí, un nuevo final a la novela. Allí, en el libro, Pedro Páramo, luego de la muerte de Susana San Juan la única mujer que amó y cuya indiferencia fue su más ardiente castigo, se va «desmoronando como si fuera un montón de piedras»: así termina la novela. No obstante, Clara Aparicio es la última imagen de este imaginario: es la piedra hecha carne. Es la imagen de la vida rediviva, del amor recobrado, sin más. 
Clara Aparicio de Rulfo, 1948

Es como si, de nuevo, Pedro Páramo viera cómo se sacude el paraíso «dejando caer sus hojas» y como, en lugar de verlos partir por ese camino que todos escogían, toda Comala volviera y, con ella, Susana, a quien le habla justo antes de morir, es decir, antes de renacer.

«—Había una luna grande en medio del mundo. Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Suana San Juan». 

Comala, con esta última imagen fotográfica, deja de ser ese pueblo de adioses. Es más que un «puro murmullo de la vida». Este jueves santo sentí que podíamos volver a Comala.

sábado, 16 de abril de 2011

La tinta invisible de algunos astros


Cuando descubro un libro y me descubro, pienso en los libros que nunca conoceré, en los libros próximos e imposibles de mi biblioteca que no me están destinados y en los que posiblemente, sin saberlo, se encriptan algunas claves propias. Reflexiono sobre ello y me sorprenden los versos de Borges:
 
            Ahí están en los altos anaqueles,
cercanos y lejanos a un tiempo,
secretos y visibles como los astros.
 
Esos libros nunca los recordaremos. Nunca brotarán de sus páginas frases que en un momento vertiginoso puedan rescatarnos o sostenernos; mucho menos un pasaje que pudiera advertirnos al modo de un deja vu de los peligros de tal o cual aventura. Y, sin embargo, estamos implícitos en sus leyes, en capítulos enteros o en hexámetros exactos alguna imprenta tatuó fragmentos de nuestra vida. Ese extraño que los escribió quería hablarnos, quiso hablarnos veinte años antes, hace dos siglos pero sólo lo sabríamos si se nos revelaran esas largas epístolas que serían sus libros pero que nunca, nunca leeremos y que quizá, para esta hora, ardan en alguna hoguera porque sus verdades nos serían irresistibles.
 
Sin embargo, las líneas de nuestra mano han de prolongarse en las nervaduras de sus hojas y en las hojas de los libros que se nos han abierto como un oráculo. Precisamente por ello, siempre he sentido cierto pudor por revelar en público, ya sea en el vagón del metro o en la terraza de un café, el libro que leo. Temo estar exponiendo ingenuamente secretos recónditos que un desconocido pudiera anticipar acerca de mí, incluso antes de que pudiesen manifestárseme; temo que alguien más pudiera intuir las necesidades más íntimas que me han acercado a un libro o deshilachar el enigma que se ha urdido hasta encontrarlo. No me refiero, claro está, a la lectura indiferente u ociosa, sino a aquellos textos que se develan como espejos nítidos ante nosotros, en los que nos vemos reflejados en la incandescencia de sus palabras. «Yo temo que ahora el espejo (o el libro) encierre / el verdadero rostro de mi alma, / lastimada de sombras y de culpas, / el que Dios ve y acaso ven los hombres», confiesa Borges.
 
Nuestros libros, esos libros que han decidido hablarnos y que nos desocultan los reconocemos enseguida por dos razones: la primera, porque los leemos en soledad; la segunda, porque no los prestamos. La tinta con la que hemos subrayado ya es una savia propia; detrás de las palabras que cualquiera pudiera leer nos está reservada otra lengua madre que nada más a nosotros nos habla y nos abriga, y en su fondo, como en los estanques de la infancia, fulguran las imágenes de nuestra vida.
 
Mis libros —prosigue Borges— (que no saben que yo existo)
son tan parte de mí como este rostro
(…)
que vanamente busco en los cristales
y que recorro con la mano cóncava.
(…)
pienso que las palabras esenciales que me expresan
están en esas hojas.
 
Quizá alguien coincida en la creencia de que los libros que nos son indispensables nos han sido concedidos como los misterios y, como tales, generalmente, nos proponen una reflexión que podría ser la alquimia de un aprendizaje profundo hacia una vida más humana. En esa medida es en la que la lectura se nos presenta como un privilegio de compenetración con nosotros mismos y con las complejidades tanto de la existencia como de la realidad; de ese modo, cesan de ser simplemente «monumentos a la distracción» tal y como lo denuncia el poeta Rafael Cadenas en su ensayo de 1979, Realidad y literatura. «Tradicionalmente —apunta— se ha considerado que la finalidad (de la literatura y de la poesía) es crear belleza mediante la imaginación; no mostrar, descubrir, revelar lo que existe. (…) En lugar de sacudir (al ser humano), lo arrulla; lo mece, no lo estremece».
 
Pero los libros que nos aguardan entre estrechas constelaciones exigen preparación. Hace nueve años, cuando estudiaba en Duino, la profesora del curso de Español nos hizo leer la I Elegía de Rilke. En aquel momento, a los dieciocho años, Rilke se me hacía inaccesible. Pero años después cuando volví a Venezuela me siguió y fue allí, muy lejos de Duino, el lugar natal de sus Elegías, donde me acerqué a él al punto de convertirse en uno de mis poetas más necesarios. Lo que distaba entre Rilke y yo en aquellos primeros años de contacto era un trecho de vida no vivida que tenía que desarrollarse para llegar hasta él; mudanzas lunares, vueltas de sol, eclipses, tormentas, deshielos: vida de preparación para un posible encuentro. En este sentido, Ezra Pound acierta al proponer que los libros deben vivirse, además de leerse o, mejor dicho, deben vivirse para leerse y leerse para vivirse: «Los hombres no comprenden los libros hasta que han vivido una considerable porción de la vida. En todo caso, ningún hombre comprende un libro profundo mientras no haya visto y vivido al menos en gran parte de su contenido. Los prejuicios contra los libros han aumentado por culpa de la estupidez de los hombres que se han limitado a leer los libros».
 
Confío, sin embargo, en que esos libros que nunca leeré se me irán revelando en la vida, donde resultarán, al final, prescindibles. Y algunos hemos de vivirlos no para poder leerlos luego, sino quizá para escribirlos. Aún así, cada vez que algo ordinario o extraordinario me ha sucedido he querido fantasear e intentar reconocer quién y cómo lo habría escrito. Sé, por ejemplo, que ese día indefenso pudo haber sido de un Chéjov, no de Chéjov, sino de algún desconocido que hubiese podido relatar con sensibilidad consanguínea aquel día en páginas que nunca leeré. De ese mismo modo, sé también que las oblicuidades sentimentales de aquel viaje pudieron escribirse con la caligrafía de un Lawrence Durrell, que cada día era de ese modo por un Kafka, que casi no nos dijimos nada en aquella despedida por un Cadenas y que aquellos días pasaron así, musicalmente, por un Montejo.
 
¿Quién anota por nosotros esos pasajes de nuestra vida que nunca veremos escritos? ¿Quién los edita? ¿Quién hace un verso, una línea que los rescate del olvido? Pareciera que durante años y años nos damos a la diligente tarea de ordenar enormes tomos de silencio que el tiempo va apilando sin orden alfabético en el revés de nuestra biblioteca. Pero entre ellos, estarán los libros esenciales, espejos que otros lustraron por nosotros para descubrirnos; astros terrestres, lunas caídas, en los que quizá pueda adivinarse el único libro que verdaderamente nunca leeremos: el de esa galaxia secreta y visible que fue nuestra vida.

martes, 12 de abril de 2011

Toda una vida


 «Lo vio pasar en un vagón de metro y supo que era el hombre de su vida. Imaginó hablar, cenar, ir al cine, yacer, vivir con él. Dejó de interesarle».
Beatriz Pérez-Moreno.

sábado, 9 de abril de 2011

El evangelio según...

Marcel Proust

Desde las catamcumbas literarias.


Evidencias del culto proustiano halladas el viernes 8 de abril de 2011.





Para escuchar de rodillas.

«—Hay en las nubes de esta tarde violetas y azules muy hermosos (…), un azul, sobre todo, más floreal que aéreo, el azul de la cineraria, que choca mucho visto en el cielo. Y también esa nubecilla rosa tiene un tinte de flor, de clavel o de hidrangea. Sólo en el canal de la Mancha, entre Normandía y Bretaña, he podido hacer observaciones más copiosas sobre esta especie de reino vegetal de la atmósfera. Allí, junto a Balbec, junto a esos lugares tan salvajes, hay una ensenada de suavidad encantadora, donde la puesta de sol de esta tierra de Auge, esa puesta de rojo y oro, que, por lo demás, aprecio mucho, no tiene ningún carácter, es insignificante; pero en esta atmósfera suave y húmeda se abren a la tarde, en unos pocos momentos, ramos de esos, celestes y rosa, incomparables, y que a veces tardan horas en marchitarse. Hay otros que se deshojan en seguida, y aún es más hermoso el espectáculo de un cielo todo cubierto por el dispersarse de innumerables pétalos azafranados y rosa. En esa ensenada, que parece de ópalo, todavía son más femeninas las playas doradas, porque están atadas, como rubias Andrómedas, a las terribles peñas de las costas próximas, a esa fúnebre costa, célebre por sus numerosos naufragios y donde todos los inviernos sucumben tantas barcas al peligro del mar».

Por el camino de Swann (1913).